Pobres bichos - Pilar Murillo

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Nunca entenderé la crueldad de algunos niños a maltratar a los bichos. Uno era mi hermano a la edad de ocho años. Cazaba saltamontes y le arrancaba las patas de saltar. A las moscas les arrancaba las alas y lo que hacía con las arañas era lo más cruel. Con un palo recogía la araña de cualquier lugar del campo. Daba igual qué tipo de araña era, cualquiera que fuese gorda le servía. Dejaba el bichejo en la acera y con otro palo en el cual había envuelto previamente un plástico, lo encendía con las cerillas que le había cogido a mi madre de la cocina y aquel plástico derretido goteaba sobre la araña que se retorcía de dolor.

Ahora que soy grande sé varias cosas, y sin haber estudiado psicología. La rabia acumulada de mi hermano por haber quedado sin nuestro padre tan pequeño hacía que explotase por algún lado y lastimosamente lo pagaba con los pobres bichos.



 

 

 

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No estás sola - Esperanza Tirado

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Eres peor que un bicho de esos que me traes en los bolsillos. No hay día que no llegues a casa llena de mugre y arañazos. No gano para lavadoras. A saber dónde te metes… Es imposible vivir así…’

Tere miraba a su madre que lloraba, sin comprender el por qué de aquellos negros enfados. Siempre le traía un regalo en un bote de cristal, o envuelto en un pañuelo de papel: Una mariposa, una hormiga grande, a veces con alas, una abeja de colores, o un gusano de mil pies. Había que mancharse para encontrarlos. Algunos no se dejaban atrapar a la primera. Sobre todo le encantaba seguir las filas interminables de hormigas que, una detrás de otra, iban siempre juntas a todos lados.

Pero su madre siempre ponía cara de asco.

Más bichos…

Y, sin contemplaciones, lo tiraba todo a la basura o por el váter. Ver sus regalos ahogándose sin remedio dentro del remolino de agua hacía que Tere se pusiera triste y se sintiera como una hormiga perdida y fuera de la fila.

Su madre no la entendía. O quizá es que ya no la quería.

Y no podía recurrir a su padre. Que se había ido a otra casa. Y tenía dos hijos nuevos con otra mamá. Y ahora Tere ya no lo veía nunca. Y a sus hermanos no los conocía.

Así que estaba ella sola, con su madre y sus negros enfados.

A veces su madre lloraba antes de dormirse. Cerraba la puerta de su dormitorio para que Tere no se enterase. Pero Tere sabía que su madre estaba triste por lo de su padre. Que ya no vivía con ellas y que se había ido a vivir con otra mamá.

Menudo bicho será esa. -decía a veces gruñendo al aire la madre de Tere.

Y Tere imaginaba que la otra mamá tenía mil patas, alas negras, un caparazón duro o forma de gusano de tierra, de esos que es difícil hacer salir y hay que escarbar y mancharse mucho para cogerlos.

Pero no podía ser. Porque las mamás eran buenas, guapas como las mariposas llenas de colores en las alas, hacían la comida, te llevaban al parque o a clase de ballet.

Eso hacía su mamá. Hasta que su papá se fue con esa otra mamá y con sus otros dos hijos, que sabía que eran sus hermanos pero que no conocía.

Tere también lloraba a veces, porque ya no iba con su mamá al parque ni la recogía de clase de ballet, a la que tuvo que dejar de ir sin saber muy bien por qué.

Solo le gustaban los sábados, porque no había que madrugar para ir al cole. Allí algunos profes la miraban con cara de pena desde que su papá se fue. Y le ponían notas en boli rojo. Antes de que su papá se fuera con la otra mamá siempre tenía notas en verde. Ahora le costaba mucho entender lo que sus profes le explicaban. Ya se había acostumbrado al color rojo de las notas. Igual que a la ausencia de su papá y a los negros enfados de su mamá.

Y cuando su madre estaba en habitación llorando o enfadada, Tere ponía la tele y veía historias de bichos de todos los colores, que construían sus madrigueras, volaban, hacían miel o telas de araña preciosas e iban juntos a todas partes. Así al menos no se manchaba y su madre no la regañaba. Y se sentía una hormiguita algo más feliz, dentro de la fila.

Un sábado su madre le dio dinero para ir a la panadería.

Hoy vas tú a por el pan. Ya eres mayor. Está aquí al lado. Pero no te entretengas buscando bichos, que nos conocemos.

Tere dijo que sí, que no buscaría bichos, que no perdería el dinero y que no tardaría nada. Y bajó las escaleras corriendo, con la mente puesta en la panadería, en el dinero que tenía en el bolsillo y en la cara que pondría su madre al verla volver con el pan, limpia y sin bichos en los bolsillos.

Pero a medio camino de la panadería estaba el parque. Siempre cruzaba y se entretenía entre los setos, buscando bichos y observando a las hormigas, juntas, siempre en fila.

Esta vez se quedó mirando a los columpios, con un sentimiento raro. Estaban llenos de niños con sus papás y mamás. Juntos, riendo. Felices.

Y allí estaba él. Hacía tiempo que no lo veía, pero era él. Su papá. Con sus dos hijos, sus dos hermanos a los que aún no conocía.

Algo la empujaba a cruzar, pero no se movió. Tuvo miedo. Quiso hacerse una bola como aquel bicho negro que encontró una vez y que llevó a casa y que su madre pisoteó con asco cuando el caparazón crujió, dejando un rastro de baba en la solería de la cocina.

Cerró los ojos y pensó ‘panadería, pan, dinero, mamá, volver a casa rápido’.

Al abrir los ojos se encontró a su padre frente a ella. Detrás, los otros dos hijos, sus hermanos, a los que ahora ya podía poner cara.

¿Es Tere? –preguntaron los dos a la vez.

Su padre se agachó hasta la altura de los ojos de Tere.

Hija. Te presento a tus hermanos, Pablo y Lena. A ellos también les gustan los insectos.

Tenemos una colección enorme de bichos –añadió Lena, alargando los brazos todo lo que pudo.

Tere abrió mucho los ojos.

¿Y vuestra mamá nos os riñe ni os los tira a la basura?

Su padre hizo un ruidito extraño, como un puchero de un niño, o eso le pareció a Tere. Y la abrazó muy fuerte. Tanto que Tere casi sintió que se ahogaba, como las hormigas que se salen de la fila, se despistan y caen en charcos de agua.

Mi niña. Perdóname. No estás sola. Hace tanto que debería…

Tere seguía sin entender el comportamiento de su padre. Debía ser que hacía tanto tiempo que no se veían que ahora hablaban lenguajes diferentes. Como si las abejas que encuentran el polen se lo indicaran a las arañas, que se pasan todo el día tejiendo sus trampas, y el polen les da igual porque solo piensan en atrapar moscas para comérselas.

Pero las sonrisas de los hijos nuevos de su padre, sus hermanos, a los que ahora sí conocía, la hicieron sonreír también. Y sentirse hormiguita en la fila.

Si quieres, y tu mamá te deja, puedes venir un día a ver nuestra colección.

Pablo, su hermano al que ahora conocía, era como su padre pero en pequeño y sin arrugas en los ojos.

Lena, su hermana, no se parecía a su padre. Era como una mariposa de colores, a punto de volar. Igual que la mamá de Tere antes de que se fuera con la mamá de Lena. Quizá la mamá de Lena era también una mariposa de colores.

Eso, y nos ayudarías a colocar la estantería nueva. Que ya no tenemos hueco ¿Podemos, papá, verdad?

El padre de Tere, Lena y Pablo se puso de pie. Se secó las lágrimas con un pañuelo y se quitó unas arrugas imaginarias de los pantalones.

Claro que podemos. Somos familia y la familia debería…

Los tres niños miraron a su padre sin entender.

Tere dudó.

Tengo que ir a por el pan, sin mancharme. Mamá me va a reñir si vuelvo tarde.

Su padre se quedó callado. Tosió un par de veces.

¿Por qué no vamos todos a la panadería? – Propuso Lena– Y luego vamos a casa de Tere y le pedimos permiso a su mamá para que venga los sábados a nuestra casa a ayudarnos con nuestra colección.

Es buena idea –terció Pablo -¿A qué sí, papá?

Su padre seguía mudo.

Tere miraba ilusionada a sus hermanos, a los que ya conocía. Y miraba a su padre, que no conseguía decir nada. Tal vez pensaba en la cara que iba a poner su madre al ver de nuevo a su padre, Quizá el tiempo le había convertido en un bicho bola, de esos que se esconden en su caparazón cuando algo no les gusta.

Tengo que ir a por el pan –repitió Tere.

De nuevo la secuencia ‘panadería, pan, dinero, mamá, volver a casa rápido’ llenó su cabeza y no pensó en nada más.

Y salió corriendo, dejando a su padre, convertido en un bicho bola asustado, y a sus hermanos a los que le hubiera gustado conocer mejor, camino de la panadería, para no llegar tarde y que su madre, convertida en otro bicho bola más grande, más negro y más enfadado, no la regañase.

Como una hormiga perdida y fuera de la fila, Tere seguía estando sola.





 

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Bichos - Cristina Muñiz Martín

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Los bichos están por todas partes. Se extienden por el suelo, por la cama, por los muebles, por la ropa, amenazando con devorarme. Si pudiera los aplastaría con las manos, pero los muy pillos son tan pequeños que no hay manera de verlos. Los que saben dicen que son verdes y que tienen cuernos, no un par de ellos como el diablo, qué va, montones de cuernos. Se sitúan en los sitios más inverosímiles y en cuanto pueden ¡zas!, se tiran a tumba abierta y penetran en los cuerpos por la nariz, por la boca, por las manos, por no se sabe bien dónde. Y empieza la batalla. Atacan a nuestras defensas que aunque luchan como fieras la mayoría de las veces no pueden con ellos porque son seres replicantes, como los de las pelis de ciencia ficción que hablan de un futuro lejano, aunque yo creo que ese futuro ya llegó o está llegando. Por eso llevo meses sin salir de casa, ni a la puerta me arrimo, y con las ventanas cerradas, no vaya a ser que me estén esperando armados hasta los dientes. Ahora trabajo y compro por internet y tengo almacenadas varias garrafas de lejía y un armario lleno de suero bactericida, desinfectante, antisépticos, gel hidroalcóholico… Al levantarme quito la ropa de la cama y la meto en la lavadora a noventa grados, pues dicen que así mueren. Ah, se me olvidaba, tengo que hacer un nuevo pedido de sábanas que con tanto calor me están quedando todas mustias. Luego aspiro el colchón y a continuación lo rocío con una buena dosis de desinfectante. Pongo las sábanas limpias guardadas al vacío y las cubro con la colcha. Al menos, por la noche me podré meter en la cama tranquilo. Con la cama lista echo un spray desinfectante por las paredes antes de fregar el suelo a rodilla con lejía. Cuando acabo cierro la puerta que no volveré a abrir hasta la noche. Con tanto esfuerzo ya me toca desayunar. Entro en la cocina y saco la cafetera metida en una bolsa de plástico bien cerrada con unas gomas. Froto con lejía la mesa de la cocina, la seco con papel que después tiro a la basura y ya seguro coloco la mantequilla, la mermelada, la tostadora, la taza, todo ello desinfectado del día anterior y dentro de bolsas herméticas. Después de desayunar me toca limpiarlo todo de nuevo y guardarlo en condiciones para el día siguiente. Me suelen dar las diez de la mañana, y eso que me levanto a las siete. Es hora de trabajar. Mejor dicho teletrabajar. Voy al salón donde tengo mi despacho. Pero antes tengo que limpiar y desinfectar el ordenador, la silla, las bandejas, las carpetas, los bolis, el techo, las paredes, el suelo... Ya me dan las once y todavía no empecé ni un informe. El jefe me llama a veces preguntándome la razón de mis continuos retrasos que trato de tapar con un “no me encuentro del todo bien”. En cuanto digo eso, me habla de hacer una PCR o de ir al hospital. Pero lo despisto diciéndole que es cosa de la alergia, de estar todo el día metido en casa. Desde las once hasta las dos consigo concentrarme un poco, aunque a veces me entra una angustia pensando en que puede caerme un bicho de esos desde el techo que tengo que dejar el trabajo y ponerme a limpiar el techo. Y como del techo pueden caer cosas no me queda más remedio que volver a limpiar las paredes, el ordenador, la silla, la mesa, las carpetas y hasta el suelo. Y el estómago ya me dice que es la hora de comer. Nada de cocinar, que no es cosa de andar sacando cacerolas y sartenes y a ver quién es el listo que me asegura que no estén llenos de bichos. Por eso prefiero la comida preparada. La caliento al microondas después de desinfectarlo bien, saco de su bolsa el plato, la cuchara o el tenedor, un vaso y listo. El agua de botella, que a ver si va a navegar la cosa esa por las cañerías. Termino de comer y dedico un par de horas a desinfectar bien la cocina y fregar todos los suelos de la casa con lejía. Bueno, todos no. Desde que empezó este lío, desarmé todos los muebles y los metí en una habitación. Así me quedó todo más despejado. En mi cuarto, solo la cama. En la cocina centralicé lo necesario en un mueble. En el salón solo dejé mi despacho y la tele encima de una caja de plástico que se limpia muy bien. El resto de las puertas cerradas, incluso la de la terraza. Cualquiera se atreve a abrir. Veo a muchos vecinos que pasan el día al aire libre, como dicen ellos. Ya, ya, al aire libre, no me extraña que acaben cayendo todos. Trabajo otro rato y la angustia vuelve a aparecer. Toca otra desinfección del salón. Cuando acabo ya es la hora de cenar. Voy a la cocina y repito las mismas operaciones que con la comida del mediodía. Ya, cansado, llega la hora de ver un poco la televisión. Pero antes tengo que desinfectar la pantalla, el mando, los cables, la caja donde se asienta la tele. Lo malo es que como quité el sofá, en la silla estoy un poco incómodo, pero es lo que hay, que las fundas del sofá no se pueden lavar todos los días y menos a sesenta grados. El otro día me dormí y ¡me pegué un trompazo! Encima me dio por pensar si dormiría con la boca abierta ¡entré en pánico! No me lavé la boca con lejía porque tuve un momento de lucidez, que si no... Me froté los labios, los dientes y la lengua durante veinte minutos con un cepillo nuevo que tiré de inmediato. Decidí ir a la cama, pero me acordé que no me había duchado, algo que suelo hacer por la noche. Desinfecté bien todo el baño y me di una ducha rápida, por el miedo de que puedan salir por la alcachofa. Me puse un pijama y una bata limpios y volví a desinfectar el baño cuando acabé. El resto de la ropa a la lavadora a noventa grados. Tengo que comprar también unos pijamas, unas batas y unas zapatillas. Esas las tiro todos los días. Las zapatillas. Porque lavé unas a noventa grados y quedaron hechas unos zorros. Por fin conseguí llegar a la cama. Levanté la colcha con cierta aprensión, porque a ver si había caído alguno del techo, aunque lo había limpiado bien por la mañana. Me metí entre las sábanas que estiro hasta que me cubran la cabeza, no sea cosa de que abra la boca durmiendo y me ataquen. Solo dentro de las sábanas me siento seguro. Seguro y agotado. Y eso me preocupa. Estar agotado. Porque además me duele todo el cuerpo, mi olfato no percibe más que el olor a lejía, la cabeza me da vueltas y tengo la piel de las manos muy rara, como agrietada. Lo miré antes de acostarme y son demasiados síntomas. Ah, también me pica la garganta. Y luego el insomnio, que de tanto pensar apenas pego ojo. ¡Qué horror! Me acabo de acordar que hoy vino el chico del supermercado. A ver si me contagió. No lo toqué, me dejó las bolsas en el suelo y luego lo limpié todo bien y desinfecté uno por uno todos los artículos y las bolsas las tiré y no creo que se me haya olvidado nada. La entrada la fregué a conciencia en cuanto cerré la puerta. ¡Ay mamina! ¡Se me olvidó limpiar la puerta! ¡Seguro que estoy contagiado! ¡Voy a llamar a urgencias!

 

 

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Parásitos - Marga Pérez

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Soñaba con insectos asesinos cuando un fuerte dolor de cabeza me despierta. El estómago anuncia con violencia lo revuelto que anda todo por dentro. Con un salto quiero evitar manchar todo de vómito, llegar al baño. Pero no lo puedo evitar, caigo de bruces contra la moqueta como un sapo. Como un fardo, sin ruido. Quedo inmóvil entre bilis y sangre nasal mirando cómo a mi alrededor la moqueta se empapa, cambia de color. Quedo inmóvil. No me puedo mover.

Un nuevo síntoma que tengo que contarle al médico. Los malestares gástricos hace semanas que me están jodiendo. Nunca creí que por estar infestado de parásitos iba a tener tantos problemas. Cuando me los diagnosticaron, va ya para dos años, me puse en tratamiento sobre la marcha. Los granos, pupas y picores desaparecían a la misma velocidad en que volvían a aparecer en nuevos sitios sin dejar nunca de picar. Eso y una relación poco recomendable con una desconocida hizo que saltasen las alarmas y sospechase del diagnóstico . El médico insiste y al cambiarme una vez más el tratamiento me dice: “A ver si hay suerte” ¡Acabáramos! Si es cuestión de suerte estaré con bichos hasta el final de mis días. No es lo mío.

No sé cuanto tiempo estaré en esta posición. Seguro que enseguida recupero el movimiento. No se está tan mal sobre la moqueta sin hacer nada, si no fuera por el olor…

Con tanto silencio vuelvo a sentir cómo los bichos comen dentro de mi cabeza. Antes los había sentido en el estómago, en las tripas. Estoy convencido de que las diarreas eran de sus propios excrementos , de mis vísceras destruidas por tanto parásito destructor. El médico se rió de mi cuando se lo dije . Según él, sólo estaban en la piel, no podían pasar al interior. Me mandó al psiquiatra cuando volví con la historia de que habían llegado a la cabeza. Los notaba mordisquear. Los noto continuamente grugg,grugg,grugg, cavando galerías en mi blando y sabroso cerebro como si se tratase de un queso gruyer…

El tiempo pasa y la movilidad no vuelve. Debí orinarme. El olor a orina caliente me da en la cara. Tengo miedo por primera vez desde que ésto empezó. Miedo a no volver a ser el que fui no hace tanto. Grugg,grugg,grugg… Los oigo sin cesar cavando, comiendo mis tejidos.

Esta semana tengo cita con mi médico. Sin contar con él me fui a uno particular que me mandó un escaner. Se ven los gusanos claramente en él , dice que estoy infestado por todas partes. Se lo voy a restregar por las narices. No estoy loco. No necesito un psiquiatra. Pero esto me va a volver majara. Sentirlos ahí dentro comiéndome es más de lo que puedo soportar. Ahora me arrepiento de no habérselo dicho a nadie. Mamá estaría feliz acompañándome a todas estas pruebas. Haciéndome comidas especiales. Metiéndose en mi casa a hacer limpieza y ventilando... que eres un Adán… que no sé qué haces sólo estando yo aquí...que mejor estarías viviendo conmigo… ¡Qué horror! Menos mal que cuando murió papá accedió a pasarme una mensualidad. Fue lo mejor para los dos, ella disfrutaría de todos los bienes y yo sería libre. ¡Libre! … dejé de trabajar. Mi jefe era insoportable. El piso acabaría siendo mio. Papá tan hormiguita lo fue pagando mientras trabajaba como un burro pensando en su jubilación… A mamá con el de ellos le basta. La paga que le ha quedado, para ella sola, es más que suficiente. No necesita alquilarlo. ¿Por qué tendría yo que alquilar uno teniendo éste?.

El móvil suena en la mesilla de noche. Seguro que es Pepi, está dispuesta a lo que sea con tal de cazarme. Si supiera que es siempre mi último recurso cuando no me como una rosca... Sé que siempre está dispuesta a recibirme. Últimamente, con esto de las pupas y los picores, eché mano de ella más a menudo. Se piensa que me tiene en el bote. En cuanto todo ésto pase pondré distancia, ya está pasándose con tantas confianzas. Los watsaps no dejan de sonar. No se cuánto va a durar esta inmovilidad. Mamá tiene llave pero no se atreve a venir sin llamar antes. Después de la que le monté cuando se le ocurrió aparecer para traerme la comida… Ya quedamos en que voy yo a buscarla una vez en semana y así le llevo la ropa sucia y recojo la ya limpia y planchada. Menos mal que me tiene a mi. Desde que murió papá está tan sola… ¡Vaya! Fue ayer cuando pasé, hasta dentro de una semana no me echará en falta. ¿Cuanto tiempo podré estar sin comer? ¿y sin beber?…

No sé cuanto tiempo llevo sobre la moqueta. Dormí, desperté, varias veces vacié la vejiga, el intestino… Creí que no podría con el olor a descompuesto pero, a todo se acostumbra uno...

Voy a morir solo, rodeado de mierda y orines y vómito mientras me engullen cientos de gusanos. ¿No podrían esperar a que esté muerto?… Igual hay algo muerto en mi y no lo sé. Los animales son más listos que nosotros y lo saben antes . Se dan cuenta de cosas que nosotros ni siquiera llegamos a intuir… grugg, grugg,grugg, cava que cava. Come que come…

Cada vez estoy más mareado. No sé cuantos días llevo en esta posición… ¿Hasta cuando esta pesadilla? El teléfono suena varias veces seguidas…resuena en mi cabeza acoplado al grugg, grugg, grugg que me aturde... Es atronador. Estoy muy cansado...Todo lo veo borroso… Me encuentro fatal… ¿No vendrá mamá?... El cuerpo se contrae espasmódicamente mientras vomito decenas de gusanos que flotan entre bilis viscosa y fétida. Cierro los ojos y sé que voy a morir… Espero el momento sin emoción alguna ... Sin ningún asombro...ya... sin palabras.

 

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Bichos - Marian Muñoz

                                      

 

Me sentía afortunada al poder acudir presencialmente al trabajo lo que llevamos de pandemia mientras otros han debido teletrabajar, en mi oficina las mesas están bastante separadas y no nos tropezamos, ha sido pues un alivio salir de casa y poder relacionarme con otras personas, en este caso compañeros, me parece algo indispensable para la salud mental. Cada mes nos hacían una PCR dando todos negativo señal de cumplir bien las indicaciones, hasta la última en que hubo un positivo. Un compañero con el que no me relaciono que además de estar en la otra punta de la oficina me cae bastante mal. Estoy tranquila pero por seguridad han mandado a casa a los de su planta, por más que me ofrecí voluntaria para quedarme no lo permitieron y estoy sola y aburrida.

Normalmente paso poco tiempo en el piso, lo imprescindible para comer, dormir y limpiar los fines de semana, me gusta cocinar pero lo justo porque no me interesa engordar, así que estoy encerrada en mi propia casa con nadie a quien hablar ni compartir mis pensamientos. Hasta que no me llamen del centro de salud no debo salir ni estar en contacto con nadie, peor me lo ponen, seguro que doy negativo ¡odio esta cuarentena de asco! Al no soportar tanto silencio empiezo a llamar a teléfonos que encuentro en internet sobre la pandemia, esta incertidumbre me tiene en ascuas. En unos salta una maquinita que en bucle me tiene un buen rato entretenida, en otros que si marque uno, que si marque tres, no me aclaro a cual tecla darle así que empiezo a pulsar todas y se corta la llamada, cuando por fin contacto con un ser humano le expongo mi problema de vivir sola y no tener instrucciones sobre cómo llevar la espera hasta la PCR si es que me la hacen, un hombre al otro lado con voz cortante me dice que aguarde a la llamada y me tranquilice. ¿Tranquila yo? Pero como voy a estarlo si no sé lo que tengo que hacer ni si estoy enferma ¡esto es un auténtico despropósito! Cansada de darle a la tecla decido acostarme deseando que al día siguiente se aclare el asunto.

Me levanto aún más cansada de lo que me acosté, seguro que he soñado con teléfonos, teclas y maquinas que me ignoran por completo. Tras una ducha calentita y un desayuno tranquilo intento mirar la televisión, ¡sólo hablan de pandemia! La apago y busco en la radio que hace mucho que no escucho ¡pues otro tanto de lo mismo! parece que la vida gira en torno al tan manido coronavirus, pues no, la mía no y no lo van a conseguir. Necesito hablar, pero sola no, claro, ¿con quien lo hago porque desde mi ventana sólo veo un parque vacío, ni niños, ni mayores, ni siquiera perros con sus dueños? me fijo por ver si hay algún bicho vivo al que pueda llamar, ni aves, ni gatos, ni siquiera esas malditas gaviotas que todo lo ensucian asoman en un día como hoy, que angustia no poder hablar y hacerlo sola es sinónimo de chifladura y aún no lo estoy, ¡caramba!

Me pongo a limpiar y encuentro una tela con araña, ¡magnífico! Ya tengo compañera de encierro, pues ahora me vas a oír, responder no pero oír ¡ya lo creo! Estaba teniendo con ella un debate interesante sobre la diferencia entre ácaros y arácnidos cuando llama al teléfono un rastreador, me habla de corrido preguntándome sin esperar mis respuestas, comienzo a enfadarme y le digo amablemente que acaba de interrumpir una conversación muy interesante con mi araña, que me deje tranquila y cuelgo. Al poco rato vuelven a llamar, esta vez era una mujer con melodiosa voz diciendo ser rastreadora preguntándome si vivo sola, si me encuentro mal, cuánto tiempo he estado en contacto directo con el compañero, tan cotilla me parece que empiezo a dudar de sus intenciones y mintiéndole le cuento que estoy abonada a la lista Robinson y no acepto llamadas comerciales que no estoy para escuchar a nadie, salvo a mi amiga Blasa la araña con la que me divierto y entretengo. Parece que por fin me van a dejar tranquila cuando vuelve a sonar el dichoso teléfono, esta vez el móvil, un hombre con voz grave y maneras militares dice que en diez minutos vienen a casa a desinfectarla, que lo están haciendo en todas y ya me toca en la mía, que esté lista para bajar un momento a la calle mientras lo hacen.

Me parece genial lo de la limpieza, comprobarán que tengo el piso como los chorros del oro y permitirán que vuelva al trabajo ¡seguro! Me visto para salir a la calle, pensando darme una vuelta por el parque puesto que ya voy teniendo ganas. Suena el timbre y aparecen dos hombres como armarios, vestidos con epis blancos preguntándome si hay alguien más en casa, respondo que solamente la araña Blasa y yo, también me preguntan con cual vecino tengo más relación, respondo que doña Milagros la vecina de enfrente, golpean a su puerta y tras cogerme las llaves de casa, cierran mi puerta tras de mí y se las dan a Milagros para que las guarde, a continuación me invitan a un viaje de turismo hasta el centro de salud para ver a mi médico de cabecera, menos mal porque así verá que estoy sana y podré estar tranquila. Me subo a la ambulancia y tras darme una pastilla para el mareo no recuerdo más.

Despierto en una habitación de hospital medio atontada, con cables alrededor y una mascarilla que hace se me caiga continuamente el moco, se lo digo a una, digo yo que enfermera, porque entre tanto plástico adivino unos pechos, respondiéndome que no se cae nada que es el frío del oxígeno. Durante unos días sigo atontada, apenas bebo una sopa fría y sosa que traen o yogures de supuestos sabores que realmente no gustan a nada. Finalmente un día despierto más espabilada, a mis ojos les cuesta fijar la visión pero poco a poco lo consigo, me cuesta levantar las manos o girar la cabeza, pero un muchacho de voz agradable me ayuda, hacemos ejercicios varias veces al día y empiezo por fin a despertar por completo. De vez en cuando entran visitas comprobando unas máquinas que no paran de pitar. Un día me desenchufan algo y gloriosamente los pitidos cesan, siguen viniendo para ayudarme a beber, a tomar un caldo insípido, ya lo dice mi madre que la comida de hospital no sabe a nada. Por fin me ayudan a levantarme, apenas mantengo el equilibrio, pero ese muchacho con voz agradable me sigue ayudando a conseguirlo, estar de pie, caminar y moverme con soltura. Unos días más tarde puedo marcharme, irme a casa e intentar comer algo decente que ya empiezo a sentir hambre.

Una ambulancia me acerca, llamo donde Milagros y le pido las llaves, esperando que siga todo en orden abro mi puerta y la sensación de hogar me invade tan gratamente que no puedo evitar llorar. Al cabo de unos minutos recuerdo a Blasa pero no la encuentro, ha debido de mudarse al no haber nadie y se ha marchado aburrida, pobrecita mía. Como una tortilla a la francesa que sabe sosa a pesar de írseme la mano con la sal, me arreglo y doy un paseo hasta el ayuntamiento donde veo que un autobús de donantes de sangre está estacionado en la plaza, en una de las puertas hay tres personas haciendo cola para entrar y en la otra observo que cuatro perros están sentados en hilera mirando hacia el autocar, me hacen gracia y sigo caminando. Cuando doy la vuelta para regresar, paso nuevamente por la plaza y observo la misma escena, esta vez las personas son otras y los perros son seis pero distintos a los de antes. Me parece una estampa tan simpática verlos allí en fila india que le pregunto a una cuidadora ¿también están esperando a donar? Pensando que hago un chascarrillo me responde afirmativamente, todos tienen cita para donar. Perpleja pregunto ¿Para quién es su sangre? Responde que para las personas, por supuesto. Ante mi cara de asombro me informa que hace poco se había descubierto que la sangre de perro es más rica en nutrientes y hierro que la de humano y por eso son tan apreciados para donar.

Me alejo desconcertada e intento olvidar la chorrada que me ha dicho, seguro que era una broma de cámara oculta, pero calle abajo contemplo atónita como en un parterre de flores dos hombres meando con la pierna levantada. Aterrorizada sigo mi camino y casi llegando al portal encuentro a dos mujeres ladrando en animada conversación. Echo a correr sin mirar atrás, cierro mi puerta temblando e intentando olvidar lo visto, me acuesto en la cama rezando para que en el hospital no me hayan puesto sangre de perro y no me lo han dicho.

-¡Marta, Marta, despierta vamos, despierta!

La pesada de mi hermana

-¿Pero qué haces tú aquí? - le pregunto

-Llevan dos días intentando localizarte los rastreadores, han avisado a mama por si te había pasado algo y ella me avisó a mí, venga que dentro de una hora tienes que hacerte la PCR, vístete rápido que te llevo al centro de salud.

Mientras me visto e intento lavarme un poco la cara y peinarme oigo un golpe seco en el salón.

-¿Charo que ha pasado que ha sido eso?

-¡Nada! -me responde

-He matado una araña gorda que tenías en la ventana.

-¡Noooooo, mi amiga Blasa!

Mientras corro llorando hacia allí, ya no está, mi hermana la ha tirado al cubo de la basura lleno, bueno al menos si despierta en el más allá tendrá comida para varios siglos.

-¿Marta seguro que estás bien?





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Los contadores de historias - Gloria Losada

                                          

 

 

 

 

- Todo empezó el día aquel en que me tragué una araña, de esas de cuerpo diminuto y patas enormes. No debía tener yo más de siete u ocho años, estaba jugando en el desván y la araña andaba por allí, trajinando en su tela. De pronto me la tragué, no recuerdo bien de qué manera, lo único que recuerdo es la sensación de tenerla un rato en la garganta, meneando aquellas patas que me hacían cosquillas en una lucha inútil por escapar de mi estómago. Me entró un miedo atroz a morir, le pregunté a mi madre si una persona podía ir al otro barrio por tragar una araña y por toda respuesta me hizo abrir la boca, me miró la garganta y como según ella se me veía un poco roja me llevó al médico, que efectivamente me diagnosticó amigdalitis y me recetó antibiótico. El tener un diagnóstico me tranquilizó un poco, aunque no me había atrevido a decirle al médico que me había tragado una araña, más que nada por temor a que me tuvieran que abrir la barriga para sacármela.

Dos días después soñé que me atacaba un ejército de arañas, que me cubrían el cuerpo, me picaban y me hacían quedarme dormida. Al despertarme me había convertido en una de ellas. Y confieso que me encantó encontrarme con esas patas tan largas y estilizadas.

-Pues lo que a mí me ocurrió fue aún más horrible. Acababa de leer un libro en el que el protagonista se convertía en cucaracha de la noche a la mañana. De pronto se despertaba y ya no era hombre, era cucaracha. Apenas podía moverse y estaba todo el tiempo encerrado en su habitación. Me puse a reflexionar sobre ello y me angustié, me angustié tanto que yo también me encerré en mi habitación durante dos días, sin salir de la cama, tapado hasta las orejas, intentando disipar aquel miedo que se había apoderado de mí sin ningún sentido. Cuando me fui sosegando me atreví a levantarme, fui al baño y al mírame al espejo pude comprobar que mis bigotes se habían convertido en una especie de antenas. Al final resultó que mis miedos no eran infundados. Me volví a la cama totalmente horrorizado, temblando como un junco, sin saber a quién acudir, puesto que mis padres estaban de vacaciones. No sé en qué momento conseguí dormirme, solo sé que cuando me desperté yo también era una cucaracha, pero a diferencia de Gregorio Samsa mi tamaño era pequeño, como el de cualquier cucaracha, y no me sentí mal como tal, porque podía moverme con facilidad, además enseguida accedí a la alacena donde mi madre guardaba cosas que no me dejaba comer y me devoré todo lo que pude.

-Yo también viví una experiencia parecida. Mis abuelos tenían una granja en el campo y a mí me encantaba ir a visitarles. Allí era feliz. Mi abuelo me llevaba a buscar las ovejas, a darle de comer a las gallinas o a los cerdos. Sin embargo no me dejaba entrar en la nave donde estaban las vacas. Decía que yo era muy trasto y que no se fiaba de mí, que igual me acercaba demasiado y acababa recibiendo una cornada o una patada. A mí eso de las patadas y cornadas me daba mucho miedo así que siempre le hice caso. Pero un día, cuando fui más mayor, me atreví a asomarme a la puerta de la nave y espiar. Allí había unas diez o doce vacas. Algunas descansaban plácidamente, otras rumiaban la hierba, otras espantaban moscas con el rabo. Entré y me acerqué a una con tan mala suerte que en su afán por espantar moscas me dio con el rabo en la cara y aplastó una contra mi mejilla. Me dio un asco tremendo. Cogí la mosca entre mis dedos, parecía que estaba muerta, pero no, creo que solo estaba lesionada porque salió volando como una flecha. O a lo mejor había resucitado. A mí también me entró miedo, como a vosotros. No me podía sacar a la mosca resucitada de la cabeza. Además en el punto justo de mi cara donde se había aplastado parecía querer brotar una protuberancia extraña. Cuando me miré al espejo vi que no solo había brotado, efectivamente, un pelo más grueso que una barba, sino que mis ojos se estaban abultando y velándose con una capa opaca, como si fuera un colador. Aquella misma tarde mi cuerpo fue cambiando y terminé convertido en una mosca enorme, negra y peluda. Y aunque me di un poco de asco a mí mismo finalmente terminé por aceptarme, puesto que podía volar y colarme libremente en la nave de las vacas. Hasta se me dio por jugar con ellas, picarles en el lomo y huir de su rabo.

-Mi experiencia es parecida a la vuestra. Me pasó comiendo una manzana. Recién la había cogido del árbol de mi huerto. Era una manzana grande y roja, de piel brillante y perfecta. Me senté la hierba, apoyé mi espalda en el tronco del manzano y me dispuse a comerla. Mas aunque por fuera parecía la fruta perfecta, al darle el primer mordisco resultó que por dentro estaba totalmente podrida y llena de pequeños gusanos. Los sentí en mi boca y escupí. Tiré la manzana lejos y me puse a llorar por haberme tragado por lo menos siete u ocho gusanos. Pero de nada sirvieron mis lloros, los gusanos llegaron a mi estómago y se mezclaron con el resto de mi cuerpo de tal manera que en unos días me vi reptando por el suelo y soltando una baba apenas perceptible…..

Se hizo el silencio.

-¿Y qué más? – preguntó Arany – Jolin Gusy, tus cuentos siempre terminan así, es decir, no terminan.

-Es que no sé qué ventajas puede tener para un humano convertirse en gusano. Ya me gustaría a mí que fuera al revés.

-Lo que te pasa es que no tienes imaginación – repuso Cuchichi.

-Bueno, dejadlo, aún es muy joven – dijo Mosqui intentando quitar hierro al asunto --. Ahora es mejor que nos vayamos a casa, se ha hecho tarde. Dentro de una semana nos reuniremos en el mismo sitio para seguir contando historias de humanos. Seguro que Gusy tendrá algo interesante que relatarnos.

La araña, la cucaracha, la mosca y el gusano, se retiraron un día más a sus aposentos, a imaginar de nuevo historias de esos seres tan especiales llamados humanos.

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Mi ego dolorido - Pilar Murillo


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Hay muchas formas de ser estafado o estafada y todas duelen en el ego. Te puedes llegar creer la persona más tonta, más ingenua y más imbécil del universo y llega a ser un pedazo de trauma de los de terapia de grupo. Son difíciles de curar, pero no imposible.

A mi me estafaron en el corazón; no es que me abriesen el pecho y me hiciesen un trasplante con un corazón de nuevo defectuoso y ya está. Me explico: Me estafaron en los sentimientos, bueno, debería hablar en singular. ¿Por qué hablo en plural? No lo sé. Hoy en día me da tanta rabia… también me da asco. Es un puto cerdo. Me hizo creer que yo era la mujer de su vida. Se portaba como un autentico caballero, pero no lo era, era un autentico hijo de puta. Estaba conmigo y me hacía pensar que yo era la única en su vida, que no había nadie igual a mí. Bueno y no la hay, pero él prefirió probar otros bombones. Sí, me llamaba bombón, seguramente que igual que a sus otras mujeres. Ahora mi ego dolorido tengo que recogerlo del suelo. Si me lo encontrase delante, yo no sé qué haría.

Habla la rabia por mí, es inevitable, pero me estoy dirigiendo al Corte Inglés y enseguida se me pasará. Hoy empiezan las rebajas y durante una hora se me va a olvidar todo lo que tenga que ver con ese pedazo de cabrón.

 

 

 

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Vivir online - Esperanza Tirado

                                             

 


Qué bien, poder comprar sin salir de casa, sin tener que usar la mascarilla, que con lo caras que valen...

Y así te ahorras colas y esperas, que te dejan las piernas gordas como butifarras, y empujones del que viene detrás. Haber madrugado un poco más… Lo que son las cosas modernas.

Total, que mi nieta un día llegó a mi casa de visita y me sacó una tarjeta para poder comprar por internet. Que era más fácil y más barato hacerlo onlain. Que con hacer click ya comprabas de todo. Hasta de rebajas y te lo llevaban a casa.

Yo eso de comprar sin tocar ni ver el género no lo tenía nada claro. Que yo era de las de la cesta de la compra de toda la vida, le decía yo. Que me parecía una estafa eso de no dar el dinero en mano. ¿Quién lo recogería? ¿De verdad llegaba a quien tenía que llegar?

Antigua’, me decía mi nieta, mientras ella tecleaba como una posesa desde su teléfono. Que a su padre, mi hijo, le había costado un ojo de la cara. Y parte del otro.

Que ahora es todo en plan onlain, abue’. Y ella erre que erre con la palabreja. Yo no sabía qué quería decir eso. Y ella seguía dándole a la tecla y mandando corazones y caritas sonrientes a la velocidad del rayo.

Y yo con mi tarjeta mirando la pantalla sin saber en qué ranura meterla. Porque mi teléfono es para llamar y ya está. De siempre.

Hasta que un día los de servicios sociales del ayuntamiento nos mandaron una carta a los de la tercera edad para darnos varias charlas sobre el consumo en la nueva normalidad, por lo del bicho y todo eso. Que nos trae a todos de cabeza. Y es que las amigas de toda la vida ya no podemos ni juntarnos para ir a jugar al bingo ni a las cartas. Es un fastidio.

Nos regalaron mascarillas, nos aconsejaron cómo usarlas y por fin me enteré de qué significaba eso de onlain que me repetía tanto mi nieta.

Y ahora estoy encantada. A pesar de no poder tomar el café en el sitio de siempre, ya sé conectarme online, ahora ya lo digo bien, y ver a mis amigas en sus pantallitas. Y también a mi nieta, que ya no viene tanto a casa, por si acaso yo me pongo mala, porque soy mayor y puedo caer más fácilmente. No es lo mismo, porque ya no le puedo dar besos ni achuchones. A cambio, de vez en cuando, le hago un bizum sin que sus padres se enteren, cosa que ella agradece mucho más que mis achuchones de vieja. Y me enseña sus trapitos en nuestra videollamada de cada tarde

Abuelita, cuando pase todo esto, me dice, te voy a dar todos los besos que no te he podido dar estos meses y nos iremos juntas de compras. Como antes.

Si es que no hay nada como la juventud, tesoro divino. Lo que se aprende con ellos.

 

 

 

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Amores rotos - Cristina Muñiz Martín

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La caldera y el termostato, sin previo aviso, decidieron dar por finalizada su relación. ¡Pero si solo llevaban dos años y siete meses! Y yo que creía que estaban bien, que se entendían a la perfección. Me vi obligado a buscarles un asesor sentimental, 'técnicos' los llaman si se trata de esos especímenes. Llegó uno a casa y me dijo que nada, que no había problema. Le metió un buen repaso a la caldera, a la que al parecer le faltaban dos tuercas, y me pasó la factura. Todo sea por ellos, pensé resignado. Pero apenas un mes después, los muy cab***, no puedo decir la palabra, pero es como no se encienden ellos me enciendo yo. Pues eso, que no querían saber nada el uno de la otra ni la otra del uno. Vuelta al asesor sentimental que con cara de pocos amigos y parcas palabras, no sé si por vergüenza o por descaro, dijo que no había nada qué hacer, que lo había intentado, pero esa relación se había roto como una cadena de hielo en pleno agosto. Imposible resucitarla. Eso sí, se ofreció a buscarle un nuevo amor a mi caldera, previo pago de quinientos euros. Lo mandé a tomar viento sintiéndome estafado. Luego cogí el termostato, que no compré precisamente de rebajas, y aunque el muy pillo me puso ojitos y a mí me dolía en el corazón y en la cartera, lo tiré a la basura. Ahora me dedico a estimular manualmente a mi caldera. No es que disfrute ¡venga ya!, pero por lo menos me calienta el agua y la casa, que es tanto como decir que me calienta a mí, y eso ya es un punto a su favor. Si no fuera así iría a vivir eternamente con el termostato.


 

 

 

 

 

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Menuda estafa - Marian Muñoz

                                           



La economía en casa es muy justita, no pasamos necesidades pero no hay para gastar en tonterías, bastante tienen mis padres con pagarme la universidad menos mal que ayudo dando clases a niños pequeños. Íbamos a comenzar el último curso de la carrera, tenía esperanzas de acabarla y aún así la graduación se iba a celebrar aprobara o no, por lo que estuve desde el verano ahorrando para al año siguiente tener suficiente y comprarme un bonito vestido, por las fotos de años anteriores tanto los profesores como los estudiantes se lo tomaban muy en serio y vestían traje de gala.

Casualmente ese verano tuve que impartir muchas clases particulares para que los niños sacaran el curso en septiembre, al parecer los profesores habían sido más duros de lo normal y hubo bastantes suspensos que intenté enmendar con mis alumnos, por suerte todos aprobaron e inicié el nuevo curso contenta y esperanzada con mis ahorrillos en la cartilla. En ratos libres de fin de semana solía ir de tiendas con mi amiga Lara, no comprábamos pero echábamos un ojo a la ropa incluso aquella que más nos gustaba la probábamos para ver cómo nos sentaba. Se puede decir que siempre recalábamos en las mismas tiendas y nos conocíamos al dedillo los modelitos. Ninguno en especial me hacía ilusión. Pero un día descubrimos una boutique de esas caras y finas, donde tan sólo con mirar los escaparates parece te fueran a cobrar, la ropa era muy distinta a la que solíamos tentar en otros comercios, se veía elegante, tela de buen género y colores que entraban fácilmente por el ojo, allí en un maniquí vi mi vestido, ese que quita el sentido nada más verlo y cuyo tono me iba como un guante, decididamente era el mío, el que estaba buscando para ser la reina de la graduación, sólo que el precio era bastante caro, por encima de mis posibilidades, intenté descartarlo pero no lo quitaba de mi cabeza.

Sábado tras sábado recalábamos en aquella boutique, me quedaba mirando el escaparate y cuanto le costaba a mi amiga despegarme de él, maldije el momento en que me fijé porque ahora todos los que veía no hacía más que compararlos con aquel. Una mañana acababa de ir a la peluquería a cortarme el pelo y vistiendo mi mejor ropa me acerqué sola, entré y me probé el vestido, me quedaba como un guante, la tela era cálida y cómoda, tan sólo me quedaba un pelín ancho pero con una puntada en sitio estratégico se arreglaría. Se suponía que el modelito era para Nochevieja a pesar de tener manga corta, de escote francés rematado con pedrería de colores igual que en la cintura, su largo hasta la rodilla tenía una caída perfecta para mi figura y no sólo me hacía más esbelta sino que resaltaba aún más mis ojos azules, con todo el dolor de mi corazón tuve que dejarlo allí disimulando haber recibido una llamada y tener que marcharme. Decidí que si aún duraba en las rebajas de enero definitivamente me lo compraría, entre lo ahorrado, los reyes de la abuela y mi madrina seguro que me daba para ello. Aún así cada sábado acudía a mi cita con el vestido, lo miraba y compulsivamente intentaba adivinar si en el colgador de su interior aún había más.

Las fiestas de navidad discurrieron con normalidad, los compañeros de clase comenzaron a planear la orla, donde ir a celebrarlo y algunos como yo intentando hacer maravillas para pagarlo todo. Finalmente comimos las uvas y el roscón para poder retomar nuevamente las clases pero antes debía acudir a mi cita con el vestido, mi vestido.

Primer día de rebajas, había quedado con Lara en acompañarla a por un abrigo y unas botas que les tenía echado el ojo, pero antes de nada acudí sola a la tienda tanto tiempo deseada. Fui de las primeras en entrar, me dirijo al colgador de los vestidos de fiesta y allí no está, sigo buscando impaciente por el resto del local y descubro apenada que tampoco está, mi vestido ha volado y mi desazón es tremenda. Miro hacia arriba y compruebo que en mi tienda deseada hay espejos que en ésta no hay, me fijo mejor a mi alrededor y es que me he equivocado de comercio, tan ofuscada estaba que ni me había dado cuenta. Salgo apresuradamente a la calle y orientándome voy a la carrera a la boutique, esta vez sí estaba donde quería estar. Unas pocas mujeres armaban algarabía en su interior, todas muy puestas con ropa de marca y arregladas, más no me importaba y caminé hasta el colgador donde hacía poco estaba mi vestido, eso, hace poco, porque tampoco estaba. Miro aquí, miro allá, nada que no lo encuentro, no había rastro del mismo, ni siquiera los otros que no me gustaban andaban por allí, debido a la frustración me dio un bajón y me mareé, disimulando me metí en el aseo y tras sentarme en la taza rompí a llorar, la vergüenza me inundaba y la decepción me embargaba, cuando paré de llorar me recompuse para salir lo más digna posible, pero no sé qué tenía en la cabeza que en vez de ir hacia la tienda giré en sentido contrario por el pasillo hacia, pues no sé muy bien lo que era aquello, parecía un almacén pero tenía cristaleras tan grandes como escaparates, estaban tapadas con papeles serigrafiados con el nombre de la tienda que permitían entrar la luz de la calle. Dicha luz iluminaba una estancia un poco trasteada, había cajas, bolsas, cartones grandes con la palabra REBAJAS, en otros más pequeños estaba escrito el porcentaje: 30%, 40% y 50%, otros distintivos más pequeños se notaba que eran para pegar en las etiquetas de la ropa, y tres percheros con ropa colgada.

Decidí marcharme antes que me pillaran donde no debía estar, al girarme vi al fondo brillar una tela, ¡era mi vestido! allí estaban los tres que quedaban junto con modelitos caros que no tenían intención de sacar, ¡menuda estafa! La indignación bulló dentro de mí como una cafetera y en mi mente cundió una idea. Busqué mi talla, cogí el vestido, le puse en la etiqueta del precio la pegatina REBAJAS y el de 50%, antes de que me pillaran corrí hacia la tienda, disimulando aún jadeante me puse a la cola, tenía delante a cuatro señoras, tiempo suficiente de calmarme y poner mi mejor cara, cuando llegó mi turno me acerqué a la cajera y le di el vestido me miró dudosa a la par que asombrada, pero con mi mejor sonrisa y mi cara de niña buena le di el dinero y me marché con él. ¡Aleluya, lo había conseguido, por fin era mío! como loca acudí a la cita con mi amiga que compró ropa más económica a precio de ganga. ¡Menudos estafadores están hechos los comerciantes!

Llegó el mes de junio, los exámenes fueron duros y las noches largas de tanto estudiar, la pandemia nos había dado de lleno y si bien al principio las clases fueron presenciales enseguida cogieron miedo los profesores y las pusieron online. Todo lo hacíamos por internet, los trabajos y los exámenes, incluso las listas de los aprobados donde figuraba de las primeras, el esfuerzo había valido la pena. Designaron fecha para la graduación, con tanta tienda cerrada y también los grandes almacenes, me fue imposible comprarme zapatos a juego con el vestido y tuve que pedirle prestados unos a mi madrina que tenía de una boda, ya que calzamos el mismo número, lo difícil iba a ser combinar una chaqueta o un chal, quizás por internet encontraría algo. Mientras tanto el decano de la facultad dilucidaba si la graduación iba a ser presencial y cómo. Pues no, el acto fue online, tan sólo la mitad nos habíamos apuntado y como ni iba haber pincheo, ni cena, ni celebración fraternal, nos conectamos todos al ordenador y a escuchar al rector, a los profes y al compañero encargado de hablar. ¡Otra estafa! Menudo planazo, las chicas sobre todo estábamos deseosas de lucir nuestros modelitos y nos encerraban en casa, no había derecho, pero donde hay patrón no manda marinero y al ser el coronavirus tan contagioso lo hicimos así. En pantalla nos veíamos todos, los profes y los alumnos, algunos en mangas de camisa, otros de camiseta y alguno con corbata, pero yo me puse mi vestido divino de la muerte además de peinarme un recogido que quitaba el hipo, fui la más elegante de todas y tan bien di en pantalla que me llovieron algunas citas para compartir tardes de verano en alguna terraza. El trabajo me llegó enseguida y ahora estoy muy ocupada con mi trabajo además de tomar todas las precauciones para no pillar el virus, creo que al final el vestido me trajo suerte y mi osadía también.




 

 

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