‘Eres
peor que un bicho de esos que me traes en los bolsillos. No hay día
que no llegues a casa llena de mugre y arañazos. No gano para
lavadoras. A saber dónde te metes… Es imposible vivir así…’
Tere
miraba a su madre que lloraba, sin comprender el por qué de aquellos
negros enfados. Siempre le traía un regalo en un bote de cristal, o
envuelto en un pañuelo de papel: Una mariposa, una hormiga grande, a
veces con alas, una abeja de colores, o un gusano de mil pies. Había
que mancharse para encontrarlos. Algunos no se dejaban atrapar a la
primera. Sobre todo le encantaba seguir las filas interminables de
hormigas que, una detrás de otra, iban siempre juntas a todos lados.
Pero
su madre siempre ponía cara de asco.
Más
bichos…
Y,
sin contemplaciones, lo tiraba todo a la basura o por el váter. Ver
sus regalos ahogándose sin remedio dentro del remolino de agua hacía
que Tere se pusiera triste y se sintiera como una hormiga perdida y
fuera de la fila.
Su
madre no la entendía. O quizá es que ya no la quería.
Y
no podía recurrir a su padre. Que se había ido a otra casa. Y tenía
dos hijos nuevos con otra mamá. Y ahora Tere ya no lo veía nunca. Y
a sus hermanos no los conocía.
Así
que estaba ella sola, con su madre y sus negros enfados.
A
veces su madre lloraba antes de dormirse. Cerraba la puerta de su
dormitorio para que Tere no se enterase. Pero Tere sabía que su
madre estaba triste por lo de su padre. Que ya no vivía con ellas y
que se había ido a vivir con otra mamá.
Menudo
bicho será esa. -decía a veces gruñendo al aire la madre de Tere.
Y
Tere imaginaba que la otra mamá tenía mil patas, alas negras, un
caparazón duro o forma de gusano de tierra, de esos que es difícil
hacer salir y hay que escarbar y mancharse mucho para cogerlos.
Pero
no podía ser. Porque las mamás eran buenas, guapas como las
mariposas llenas de colores en las alas, hacían la comida, te
llevaban al parque o a clase de ballet.
Eso
hacía su mamá. Hasta que su papá se fue con esa otra mamá y con
sus otros dos hijos, que sabía que eran sus hermanos pero que no
conocía.
Tere
también lloraba a veces, porque ya no iba con su mamá al parque ni
la recogía de clase de ballet, a la que tuvo que dejar de ir sin
saber muy bien por qué.
Solo
le gustaban los sábados, porque no había que madrugar para ir al
cole. Allí algunos profes la miraban con cara de pena desde que su
papá se fue. Y le ponían notas en boli rojo. Antes de que su papá
se fuera con la otra mamá siempre tenía notas en verde. Ahora le
costaba mucho entender lo que sus profes le explicaban. Ya se había
acostumbrado al color rojo de las notas. Igual que a la ausencia de
su papá y a los negros enfados de su mamá.
Y
cuando su madre estaba en habitación llorando o enfadada, Tere ponía
la tele y veía historias de bichos de todos los colores, que
construían sus madrigueras, volaban, hacían miel o telas de araña
preciosas e iban juntos a todas partes. Así al menos no se manchaba
y su madre no la regañaba. Y se sentía una hormiguita algo más
feliz, dentro de la fila.
Un
sábado su madre le dio dinero para ir a la panadería.
Hoy
vas tú a por el pan. Ya eres mayor. Está aquí al lado. Pero no te
entretengas buscando bichos, que nos conocemos.
Tere
dijo que sí, que no buscaría bichos, que no perdería el dinero y
que no tardaría nada. Y bajó las escaleras corriendo, con la mente
puesta en la panadería, en el dinero que tenía en el bolsillo y en
la cara que pondría su madre al verla volver con el pan, limpia y
sin bichos en los bolsillos.
Pero
a medio camino de la panadería estaba el parque. Siempre cruzaba y
se entretenía entre los setos, buscando bichos y observando a las
hormigas, juntas, siempre en fila.
Esta
vez se quedó mirando a los columpios, con un sentimiento raro.
Estaban llenos de niños con sus papás y mamás. Juntos, riendo.
Felices.
Y
allí estaba él. Hacía tiempo que no lo veía, pero era él. Su
papá. Con sus dos hijos, sus dos hermanos a los que aún no conocía.
Algo
la empujaba a cruzar, pero no se movió. Tuvo miedo. Quiso hacerse
una bola como aquel bicho negro que encontró una vez y que llevó a
casa y que su madre pisoteó con asco cuando el caparazón crujió,
dejando un rastro de baba en la solería de la cocina.
Cerró
los ojos y pensó ‘panadería, pan, dinero, mamá, volver a casa
rápido’.
Al
abrir los ojos se encontró a su padre frente a ella. Detrás, los
otros dos hijos, sus hermanos, a los que ahora ya podía poner cara.
¿Es
Tere? –preguntaron los dos a la vez.
Su
padre se agachó hasta la altura de los ojos de Tere.
Hija.
Te presento a tus hermanos, Pablo y Lena. A ellos también les gustan
los insectos.
Tenemos
una colección enorme de bichos –añadió Lena, alargando los
brazos todo lo que pudo.
Tere
abrió mucho los ojos.
¿Y
vuestra mamá nos os riñe ni os los tira a la basura?
Su
padre hizo un ruidito extraño, como un puchero de un niño, o eso le
pareció a Tere. Y la abrazó muy fuerte. Tanto que Tere casi sintió
que se ahogaba, como las hormigas que se salen de la fila, se
despistan y caen en charcos de agua.
Mi
niña. Perdóname. No estás sola. Hace tanto que debería…
Tere
seguía sin entender el comportamiento de su padre. Debía ser que
hacía tanto tiempo que no se veían que ahora hablaban lenguajes
diferentes. Como si las abejas que encuentran el polen se lo
indicaran a las arañas, que se pasan todo el día tejiendo sus
trampas, y el polen les da igual porque solo piensan en atrapar
moscas para comérselas.
Pero
las sonrisas de los hijos nuevos de su padre, sus hermanos, a los que
ahora sí conocía, la hicieron sonreír también. Y sentirse
hormiguita en la fila.
Si
quieres, y tu mamá te deja, puedes venir un día a ver nuestra
colección.
Pablo,
su hermano al que ahora conocía, era como su padre pero en pequeño
y sin arrugas en los ojos.
Lena,
su hermana, no se parecía a su padre. Era como una mariposa de
colores, a punto de volar. Igual que la mamá de Tere antes de que se
fuera con la mamá de Lena. Quizá la mamá de Lena era también una
mariposa de colores.
Eso,
y nos ayudarías a colocar la estantería nueva. Que ya no tenemos
hueco ¿Podemos, papá, verdad?
El
padre de Tere, Lena y Pablo se puso de pie. Se secó las lágrimas
con un pañuelo y se quitó unas arrugas imaginarias de los
pantalones.
Claro
que podemos. Somos familia y la familia debería…
Los
tres niños miraron a su padre sin entender.
Tere
dudó.
Tengo
que ir a por el pan, sin mancharme. Mamá me va a reñir si vuelvo
tarde.
Su
padre se quedó callado. Tosió un par de veces.
¿Por
qué no vamos todos a la panadería? – Propuso Lena– Y luego
vamos a casa de Tere y le pedimos permiso a su mamá para que venga
los sábados a nuestra casa a ayudarnos con nuestra colección.
Es
buena idea –terció Pablo -¿A qué sí, papá?
Su
padre seguía mudo.
Tere
miraba ilusionada a sus hermanos, a los que ya conocía. Y miraba a
su padre, que no conseguía decir nada. Tal vez pensaba en la cara
que iba a poner su madre al ver de nuevo a su padre, Quizá el tiempo
le había convertido en un bicho bola, de esos que se esconden en su
caparazón cuando algo no les gusta.
Tengo
que ir a por el pan –repitió Tere.
De
nuevo la secuencia ‘panadería, pan, dinero, mamá, volver a casa
rápido’ llenó su cabeza y no pensó en nada más.
Y
salió corriendo, dejando a su padre, convertido en un bicho bola
asustado, y a sus hermanos a los que le hubiera gustado conocer
mejor, camino de la panadería, para no llegar tarde y que su madre,
convertida en otro bicho bola más grande, más negro y más
enfadado, no la regañase.
Como
una hormiga perdida y fuera de la fila, Tere seguía estando sola.
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