Tras
la ventana estaban las azucenas mordidas por la lluvia. Lucía las
miró y sintió cómo resbalaban las lágrimas por sus mejillas,
adoptando la forma de una extraña lluvia interior. Lucía pensó en
la cualidad de algunos estados atmosféricos de asemejarse a estados
interiores del alma.
Hay
errores que se pagan toda una vida y errores que se cometen desde el
principio sin que una se dé cuenta.
Cuarenta
años, Lucía llevaba cuarenta años confiando ciegamente en Carlos
para que ahora, a la primera de cambio, todo estallase y la
abandonase por una mujer más joven. Cómo iban a reírse todos los
vecinos, los compañeros de trabajo, todos. Porque la gente es mala,
pensaba Lucía, mientras se preparaba un café. La gente es mala,
rencorosa y envidiosa. Cuántas miradas insolentes había notado a su
alrededor, las tardes en que salían de misa, o en el mercado cuando
los sábados la acompañaba.
Carlos
siempre había sido un hombre muy guapo, exageradamente guapo,
intolerablememente guapo. Había supuesto una auténtica revolución
cuando se había asentado en la ciudad, a los veinte años, con su
familia.
Un
hombre que es como un trofeo que una pasea inconsciente, sin darse
cuenta de que es objeto de codicia, de que convierte a su poseedora
en la diana de los peores pensamientos.
Ya
se lo había dicho su madre después de presentárselo: “ten
cuidado, hija. ¿No es demasiado guapo este Carlos? Aquel hombre era
la reencarnación de apolo. Alto, con una figura distinguida y una
elegancia de movimientos increíble, con una piel suave, suave, hasta
hacer perder la cabeza. Y esos ojos verdes y esa sonrisa profidén, y
esa exquisita educación, y esa culturaza…Carlos era la perfección
encarnada en hombre y se había fijado en ella cuando tenía
dieciocho años.
Pero
él no se daba importancia. Era un hombre sumamente respetuoso,
respetuoso hasta lo inconcebible y muy religioso, con decir que nunca
intentó propasarse con ella ni tocarla en zonas que no procedían.
Sí, aquella era otra época, de acuerdo, hacía cuarenta años de
aquel noviazgo, pero todas las amigas de Lucía se quejaban de que
sus novios no paraban hasta que conseguían esa flor que los
sacerdotes decían que debían cuidar y proteger.
Carlos
ni siquiera la puso en ese brete. Él siempre decía que había que
esperar al matrimonio, que no quería ofenderla con deseos brutales y
perversos, que solo en el seno de una unión legítima ese acto podía
tener sentido. Así que esperaron, pacientemente, diez años de
noviazgo, hasta que él sacó las oposiciones a notarías, y se
casaron un tres de agosto, en la iglesia principal de la localidad de
provincias donde ambos residían.
Lucía,
que para los asuntos del sexo era una absoluta ingenua, se dejó
hacer en la noche de bodas y apenas sintió nada. No le pareció un
asunto tan importante como sus amigas y algunas mujeres de su familia
le habían hecho ver. Después, la vida sexual del matrimonio se
limitó a una vez al mes, en el intento de que Lucía se quedase
embarazada, cosa que Dios no quiso.
Al
cabo de unos años, Carlos decidió que ya no era tiempo de tener
niños, que eso tampoco era tan importante, y que no estaban
obligados a hacerlo todos los meses. Para qué enfangarse con un acto
que, digan lo que digan, es tan feo, decía Carlos, un acto que si no
sirve para procrear no tiene mucho sentido según la santa madre
iglesia. Y Lucía asentía convencida. Así que poco a poco su
convivencia fue convirtiéndose en la de dos amigos, dos amigos muy
bien avenidos, eso sí.
Mientras
empezaba a limpiar la casa, como todas las mañanas, exhaustivamente,
Lucía recordaba con nostalgia todas las conversaciones sobre lo
divino y lo humano que había tenido con su marido, todos los viajes
a Toledo, a Cuenca, a Segovia, los consejos que él le había dado
cuando ella discutía con alguna amiga, o con la madre, que seguía
teniendo bajo su punto de mira a Carlos, y seguía diciéndole, en
privado, con esa mirada afilada: “Te has casado con un hombre
demasiado guapo. ¿Estás segura de que te es fiel?”
Pero
ella estaba segura, más que segura, ciega por él. Era el suyo un
amor que rebasaba todos los límites, una admiración sin fisuras,
porque él, su Carlos, no solo era un hombre bendecido por el cielo
con una belleza física espectacular, sino un hombre espiritual, un
hombre que no daba importancia e incluso sentía repulsión por los
bajos instintos. Ella consideraba que esto era ser espiritual, y esa
espiritualidad disparaba los más amorosos y puros pensamientos.
Carlos para ella era una especie de dios. Y ella tenía la suerte de
vivir consagrada a él.
Por
eso no comprendió aquel cambio de proceder en su marido, una persona
tan respetuosa con ella, con unas costumbres tan dignas y tan acordes
con lo que se podría esperar de un notario, de convicciones
religiosas firmes y serio, muy serio, a pesar de su belleza física,
que no había disminuido apenas, a pesar de tener casi sesenta años.
De
repente, empezó a llegar tarde por las noches y a faltar alguna de
ellas, con la excusa de tener mucho trabajo. Algunos fines de semana,
incluso, aludía a que tenía que ir a Madrid, pues había llegado a
un acuerdo con una notaría de allí para efectuar trabajos
conjuntos, y no regresaba hasta el lunes. Lucía estaba extrañada,
pero ni se le pasaba por la imaginación desconfiar de un hombre que
había demostrado durante cuarenta años su absoluta respetabilidad y
amor por ella.
Por
eso, aquel cuatro de diciembre, hacía exactamente dos meses, Lucía
se quedó en shock cuando Carlos le comentó, entre lágrimas, que
tenía que poner fin a su matrimonio, que no había sido sincero
consigo mismo ni con ella, que había estado viviendo una mentira y
se la había estado haciendo vivir a ella también. Que en realidad
siempre había sentido rechazo y prevención hacia el sexo porque no
eran las mujeres lo que le gustaba, sino los hombres, y que había
llegado a descubrirlo con gran sufrimiento, pero que ahora, que había
sido capaz de reconocerlo ante sí mismo, no iba a continuar viviendo
en la falsedad y la mentira.
Lucía
no podía articular palabra ni dar crédito a lo que estaba oyendo,
sólo resonaban en ella las palabras de su madre que siempre, a las
primeras de cambio, decía lo sabido: “Te casaste con un hombre
demasiado guapo y eso es un motivo de intranquilidad”.
Lucía
continuó en silencio también cuando Carlos hizo otra mañana sus
maletas y le dijo que siempre se ocuparía de que no le faltase de
nada, que comprendía que ella le había dedicado su vida y que
siempre sería una persona querida para él. ¡Una persona querida!,
así, tan fríamente, pensaba Lucía. Esto no puede ser verdad.
Habían
pasado cinco meses y Lucía no salía de casa salvo para hacer la
compra. Al cabo de dos semanas, varios obreros se acercaron y
embalaron las cosas de Carlos y se las llevaron.
Ella
siguió en su mutismo, negándose a hacer reproches, negándose a
buscar una entrevista con él. Parece que eso a él tampoco le
importó demasiado, que fue incluso un alivio.
Y
así estaba ahora Lucía. Se había vuelto a asomar a la ventana,
había vuelto a ver las azucenas mordidas por la lluvia, con lágrimas
en las mejillas y el alma mordida por el desengaño. Además, no se
lo creía, no creía que su Carlos ahora fuera un desviado, un
mariquita, él, que era tan recto y tan religioso y la envidia de
todos. No, seguro que había detrás alguna lagarta, como le había
insinuado su madre, que en el fondo la culpaba por tonta, por
ignorante.
“Hija,
a quién se le ocurre casarse con un hombre tan guapo. Esa es una
provocación para las mujeres de nuestra ciudad y una preocupación
continua. Te lo tienes merecido. Ya ha venido otra a quitártelo,
otra que seguro que tiene veinte años y será capaz de darle un
hijo, el que tú no has podido. Si es que no podía acabar bien,
estaba cantado”.
Y
Lucía asentía mirando las azucenas mordidas por la lluvia, mientras
pensaba en que tenía que fregar los azulejos, que ya mostraban a las
claras su vejez y solo mediante una limpieza exhaustiva podían
ofrecer al menos cierta dignidad ante el paso del tiempo que no
perdona.
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