A veces lloro. Todavía. Tampoco mucho, pero después de estos tres años creí que ya no lloraríanunca. Son momentos puntuales. Supongo que depende de cómo esté de sensible, no sé, lo único que sé es que basta con que salga por la tele alguna imagen de La Coruña, o echen una peli de esas que vimos juntos acurrucados en el sofá, o me ponga el perfume que a él tanto le gustaba, o el
vestido mostaza con el que me decía que estaba tan guapa... cosas así. Hay días que no pasa nada, pero otros días, lloro.
Cuando lo conocí yo acababa de separarme después de treinta años y la verdad es que no me apetecía liarme con nadie, necesitaba estar sola, pero ya se sabe, a veces no es lo que uno quiere, es lo que la vida le pone en bandeja y a mí me lo puso a él. Y me enamoré como una idiota. Sin embargo la relación no iba a ser fácil, por un lado vivíamos lejos, por otro él tenía pareja, en eso fue sincero, no me mintió, me mintió en todo lo demás y yo le creí. Me mintió cuando me dijo que me quería, que no sabía, no entendía por qué se había enamorado de mí cuando con ella las cosas le iban bien, me mintió cuando me dijo que en aquel momento no podía dejarla porque había muchos compromisos entre ambos que se lo impedían y que lo mejor era que no nos diéramos prisa, que dejáramos que el tiempo pusiera las cosas en su sitio, y repito, yo le creí. En lugar de escuchar a ese mismo tiempo al que él apelaba, que de vez en cuando me susurraba al oído que era muy valioso y que no merecía la pena que lo perdiera con tipos como aquel, nada, yo ni caso, yo erre que erre, enamorada.
Teníamos la suerte de que, aunque vivía en Vigo, por motivos de trabajo tenía que pasar la semana en La Coruña, y como yo tres días a la semana teletrabajaba, pues fenomenal, me cogía un bus que me llevaba de Santander a la bonita ciudad gallega y me pasaba a su lado dos o tres días, en aquel piso cutre, incómodo e impersonal, que a mis ojos era poco menos que el Palacio de Versalles por el simple hecho de que era allí donde podíamos vivir nuestro amor en libertad.
Poco tiempo teníamos para divertirnos, puesto que tanto uno como otro debíamos seguir haciendo frente a nuestras obligaciones laborales, pero daba igual. Siempre sacábamos un hueco para salir a comer fuera o a cenar, o simplemente tomarnos unas cañas por la Marina. Luego en casa, entre pitillos, café y una simple hamburguesa para cenar, veíamos la tele, a charlábamos o follábamos, sobre todo eso, la verdad, había que aprovechar.
Mi hija mayor Lara, que ya se había independizado y vivía con su novio en Londres, donde trabajaban ambos de enfermeros, me apoyaba y me decía que hacía bien, que disfrutara, que después de haber pasado treinta años al lado de un tío que me había dado más disgustos que satisfacciones, era lo que me merecía; su hermano Fran, que todavía vivía conmigo y tenía el sentido común que nos faltaba a las dos, me decía que estaba loca, así, sin más, pues vale, para mí, en aquellos momentos, bendita locura.
Pero todo se acaba, sobre todo lo bueno, y un día en el trabajo le dijeron que lo de La Coruña tocaba a su fin, que tenía que volver a Vigo. Había llegado el momento de tomar decisiones importantes, puesto que ya no podríamos vernos tan frecuentemente como hasta entonces. Fui yo quien planteó la cuestión y la conversación fue larga, ardua y complicada, y la conclusión muy simple, para él, claro: dejemos que el tiempo nos vaya diciendo. Al principio tragué, pero fue ahí
cuando me di cuenta de que estaba haciendo el imbécil totalmente. Aguanté casi un año más, durante el cual no nos vimos nunca, eso sí mensajitos de watsap todos los días a las mismas horas, hasta que un buen día lo mandé a tomar por culo. Hasta aquí hemos llegado majo, que te den. Fue como consecuencia de algo que me dijo, no recuerdo el qué, pero era algo que me daba a entender
que a aquellas alturas yo me estaba convirtiendo en un problema, que no podíamos seguir así toda la vida. No lo decía claramente, pero lo daba a entender, es decir aparte de un sinvergüenza y un mentiroso, era un cobarde. Le facilité el trabajo y además me di la satisfacción de ser yo la que terminara el asunto.
Lo pasé mal, lo confieso, porque yo le quería, pero bueno, ya tengo una edad y sé que casi nada es eterno, salvo la propia eternidad. Mi mejor amiga Cristina, fue mi mayor consuelo. Yo le decía que no entendía por qué todo había terminado así, si yo siempre había pensado que íbamos en el mismo barco, y ella me contestaba que estaba equivocada, que durante un tiempo habíamos ido a lapar en distintos barcos, el suyo había llegado al puerto que él había querido, el mío había naufragado. Tiene razón, y como un naufragio siempre deja restos, pues estas málditas lágrimas que no acaban de irse no son más que los restos del naufragio, de mi naufragio. Por eso a veces lloro, aunque cada vez menos.
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