Un par de naúfragos - Cristina Muñiz

                                            Foto de una pareja de ancianos consolándose mutuamente después de perder su casa por un incendio - foto de stock

 



Eran dos náufragos sin una tabla de salvación a donde agarrarse. Deambulaban como un par de sombras por la casa en penumbra o se sentaban a mirar sin ver la pantalla de colores a la espera de la llegada de la noche y con ella el fin de otro día desdichado. Salían a la calle lo imprescindible, cogidos de la mano, ausentes del mundo y de ellos mismos. Las visitas semanales de su sobrina y los viajes al pueblo eran su único contacto con el mundo exterior. Sofía llegaba todos los sábados cargada de comida y de un torrente de palabras cariñosas y alegres que ellos se esforzaban en no escuchar al igual que se alejaban del exceso de luz y del aire fresco que penetraba por las ventanas abiertas de par en par. Luego, cuando quedaban a solas, regresaban a su rutina diaria.

Era Semana Santa y su sobrina los llevó al pueblo. El viaje de tres horas se les hizo eterno, encerrados en su mutismo, Sofía centrándose en la carretera animada por una música tenue. Al llegar, antes de descargar el equipaje, se dirigieron al cementerio donde descansaban los muertos familiares, entre ellos los padres de Sofía y el único hijo de Adela y Fernando, fallecido en un accidente de tráfico dos años atrás.

Lo vieron ya a lo lejos, descansando plácidamente sobre la tumba de Alfonso, como si aquel fuera el lugar más cómodo de la tierra o quizá como si lo estuviera custodiando pensó su madre agradecida. El perro no se asustó con su presencia y clavó una mirada tierna y cariñosa en la de Adela que no pudo evitar emitir una leve sonrisa. Fernando le hizo un gesto con la mano para que marchara y el chucho descendió de la tumba con lentitud, hasta perderse en la lejanía.

–¿Por qué no adoptáis un perro, tía?

Adela y Fernando la miraron como si hubiera dicho la peor de las blasfemias.

–¿A qué viene eso? –preguntó Adela.

–Tía, no sé si te habrás dado cuenta pero ese perro te ha arrancado una sonrisa. Y hacía mucho tiempo que yo no veía una sonrisa en tu rostro. Un perro os hará compañía, alegrará la casa, os obligará a salir…

–No digas barbaridades –respondió Fernando molesto. Y vámonos a casa que ya son horas y estoy cansado.

La vida continuó donde la habían dejado, con las visitas semanales de Sofía, su insistencia en la adopción de un chucho y la obstinación de sus tíos en continuar viviendo como un par de náufragos.

En agosto regresaron al pueblo y al cementerio y en el corazón de Adela anidaba la esperanza de volver a encontrarlo sobre la tumba de su hijo, pero no estaba allí.

–¿Te acuerdas del chucho, Fernando?

–Sí –reconoció él, pues abrigaba el mismo deseo que su mujer por mucho que luchara por matarlo.

Y, esta vez, ante la tumba de su hijo, por fin, los dos, accedieron a regañadientes a los ruegos reiterados de Sofía.

Era una tarde calurosa y radiante de verano. Los animales, desde sus jaulas de la perrera municipal, los miraban ausentes. Una mirada compartida por Adela y Fernando que no se fijaban en ninguno en particular, como si hubieran decidido marchar con las manos vacías pese a una Sofía incansable “mirad este, qué mono, y aquel otro tan chiquitín, y ese de ahí es de un color precioso...” hasta que en una esquina, solo, tumbado. con las orejas gachas, lo vieron. Al sentir su presencia el chucho reaccionó, se levantó, estiró las orejas y moviendo el rabo se acercó a ellos con una mirada tan llena de paz que no pudieron negarse a aceptar a ese perro que parecía estar esperándolos, como si él los hubiera elegido.

Ha pasado un año y, desde aquel día, Adela y Fernando ya no se esconden entre las sábanas o entre las sombras de la casa. Se levantan temprano para pasear a Lucero, el pequeño ser peludo que ha espantado la soledad de sus corazones y les ha devuelto la sonrisa. Y cuentan, a quien quiera oírlo, que ese chucho de color marrón ha sido el salvavidas que los ha arrancado del más profundo y espantoso de los naufragios.

 

 

 

 

 

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