Ecologistas en acción - Marian Muñoz

                                          chica de ojos marrones se asoma con miedo a través de persianas venecianas - vecina fisgona fotografías e imágenes de stock

 

 

 

Mi vecino se subió a la azotea con una cuerda larga, un gorro de papel de periódico en la cabeza y una sierra mecánica. Acababa de retirar la última prenda del tendal e instintivamente permanecí quieta intentando pasar desapercibida pues la visión daba mucho miedo.

Apenas hice ruido al respirar cuando veo que deja la sierra en el suelo y con la cuerda en la mano se inclina exageradamente hacia afuera por el pequeño muro de la azotea, en equilibrio precario. No cabía duda que ese gorro, el cual ni se movía, mostraba a la legua un trastorno mental grave, no sé si con tendencias suicidas o peor aún, con afán de dañar a alguien.

Si le hablaba o decía algo temía asustarle y cayera al vacío. Sin apenas moverme y susurrando llamé al 112 avisando de un suicida en mi azotea. La policía debía estar cerca porque enseguida se oyeron sirenas y en apenas unos minutos aparecieron de sopetón, cogieron al vecino por las piernas y se lo llevaron a rastras escaleras abajo. ¡Hay que ver con qué poca delicadeza! Temía que del susto cayera, pero no, el tío no debía tener tendencias suicidas porque ni siquiera el gorro, a pesar de la ligera brisa, se le movió.

Sorprendentemente ninguno miró hacia mí, mis pintas debieron confundirse con el paisaje de la ropa tendida. Después de unos minutos y como nadie más llegaba pude por fin moverme sin temor. Habían dejado la cuerda colgando y la sierra justo donde la había puesto su dueño. Antes de bajar la ropa seca a casa me entró curiosidad por ver qué era lo que intentaba mi vecino. Con mucho tiento me asomo al murete y compruebo que la había atado al árbol plantado en el último balcón del edificio, ese árbol que de marzo a noviembre se llenaba de aves de todo tipo y cuyos excrementos caían a los balcones más abajo, entre ellos el mío.

Habíamos protestado muchas veces, le habíamos requerido para que lo trasladara de sitio, pero él hacía oídos sordos a nuestras súplicas. El más afectado era éste vecino suicida, por culpa de ese árbol su balcón se llenaba a todas horas de cagadas y hojas muertas y no me extrañaría que harto del problema intentara cortar el árbol.

Me asomé un poco más con cuidado de no perder el equilibrio y observé que lo tenía atado y bien atado, así que se me ocurrió continuar la labor tan precipitadamente parada. Usar la sierra no era factible porque además de darme miedo no tenía idea de cómo funcionaba. Pero como soy ingeniosa y estando tan bien atado, pensé en tirar hacia arriba del árbol, pesaría demasiado, claro y no tengo tanta fuerza, pero rodeando con la cuerda una chimenea de aireación para hacer de palanca, seguro que lo conseguía.

Me puse manos a la obra tirando con todas mis fuerzas, al principio resistía, pero poco a poco parecía ir venciendo a la gravedad, hasta que de repente la cuerda se me escapó, como si de un látigo se tratara, con un chasquido pegó un golpe a la chimenea derribándola. La cuerda cayó vertiginosamente a la calle impulsada por el maldito árbol, me asomé con cuidado de no ser vista comprobando si alguien había sido dañado. Gracias al cielo que el desperfecto sólo fue un agujero bien grande en el toldo de la perfumería del bajo del edificio. No parecía haber nadie herido. Instintivamente me largué lo más rápido que pude de la azotea, bajando de dos en dos los peldaños de la escalera hasta entrar en casa. Esperé aguantando el aliento por si alguien llamaba a la puerta y me denunciaba, pero no, sólo se oían las sirenas de los bomberos, la policía y las ambulancias. Al cabo de una hora o así me asomé por el balcón lleno de tierra y hojarasca, mucha gente en corro por la calle, pero nadie miraba hacia mí.

Por fin habíamos acabado con el maldito problema del árbol. Tengo que decir que soy ecologista, estoy en contra del cambio climático y todas esas zarandajas, pero la madre naturaleza tiene que estar donde debe y no en un balcón de ciudad.

Lo último que supe del asunto es que el seguro de la perfumería había denunciado al dueño del árbol, éste a su vez había denunciado al vecino, pero como no estaba en la azotea cuando ocurrió el accidente, pues denunció a la policía por no haber desatado la cuerda y el seguro de la comunidad había denunciado a la policía y al vecino por el derribo de la chimenea. Yo chitón que en boca cerrada no entran moscas.

 

 

 

 

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Palabras de amor - Marga Pérez

                                          Hombre, Escribir, Plan, Escritorio



Esto será lo último que escriba. No tengo nada más que decir. Estoy cansado de vaciarme, de transformar en palabras lo que soy... Pensé que vivir era algo más interesante, la verdad, que pasar por este mundo tendría un atractivo especial pero, en mis treinta y ocho años de vida, no lo veo. Dije todo lo que quería decir. Punto. ¿Para qué seguir? Palabras, palabras…La verdad es que nunca fui de hablar, todo lo contrario, soy de los de pasar. No hay nada de tanto interés como para salir del mutismo, y, cuando lo hago, reciben mi voz como si el mismo Dios hablara… es curioso... Me aburren las chorradas que todos dicen y yo desconecto… Cansinos…¿ Eso es vivir?

Cuando conocí a Silvia me fui al lado opuesto. Lo de hablar fue lo más de lo más. Estaba enamorado y me esforzaba por hablar. Ella me miraba absorta, no decía nada, sólo me miraba sin desviar los ojos de mis felinos ojos. Mi madre me los dejó en herencia a falta de otros bienes y atraían lo mismo a unos y a otras, una pena que ella sólo tuviera oídos para mis ojos y no se enterase de lo que trataba de darle. Lo supe cuando, sin esperarlo, me echó en cara que no hubiese nada detrás de los ojos que la habían enamorado. Yo ya le había contado todo de mi y había vuelto a mi silencio habitual. Mudo, decía ella… ¿Mudo? Nunca llegó a saber cómo soy, está claro… Por qué no escribes, dijo un día de pasada como si no fuera algo importante ni lo hubiera planeado, sesión tras sesión, con su psicólogo. Sí, me dijo, por qué no pones por escrito eso que no eres capaz de expresar, ya verás, te vendrá bien… nos vendrá bien...

Le había contado todo lo que sabía de mi, TODO, y ella no se había enterado. Así y todo le hice caso y empecé a escribir. No me guardé nada de nada, todo lo puse en aquellas hojas. TODO. Escribir fue para mi un inmenso acto de amor, lo mismo que hablar lo había sido cuando la conocí. Quería agradar a Silvia, arreglar lo nuestro. Quería que ella viese cuánto la quería, nada más, pero su hermano trabajaba en una editorial y publicó mi primer libro, un segundo y hasta un tercero... No entiendo por qué gusté tanto. No escribía para ellos. No era mi intención ser famoso ni gustar a nadie desconocido, sólo a Silvia... Me llamaban de la tele, de la radio. La gente me paraba por la calle… no lo podía soportar. Cuanto más me distanciaba de Silvia más me acercaba a gente que no conocía de nada y que quería saber más y más de mi… ¿Para qué?… No entendía nada ... Me fui, me escondí en un pueblo perdido … no quería vivir así. Silvia me había dejado, me dijo, con las maletas en la puerta, que no podía con mi silencio... se fue y, como pude, me encerré en aquel pueblo en medio de la nada, a cal y canto, solo con mi vacío. Soy palabras y misteriosos ojos felinos. He desaparecido… No tiene sentido seguir… Creí que sería más rápido. Me aseguraron que con una pastilla sería suficiente… y aquí estoy habla que habla, sin ton ni son diciendo tontunas que a nadie importan… Silvia, te quiero… Ah! He donado mis ojos. Los derechos de autor quedan para la investigación de cerebros vacíos. El mío será el primero, es la condición que puse… estarán llegando… Oigo el moto del coche...¡Putas pastillas! Y sigo vio...sient que m voy deshciend por dentro.. que el fnal no est lejos, qu ls letrs se me espan sin ontrl. O puo ms…

Cuando llegaron del instituto de investigación, sólo encontraron este documento y un montón de letras viscosas desperdigadas alrededor

 

 

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Costumbres - Esperanza Tirado

                                        Primer plano de la pared de alicatado de limpieza de la persona - foto de stock

 


Mañana podrá comprarle sus malditos cuadernos, masculla mientras fregotea el baño grande de la casa. Su hijo le ha salido finolis. Y más después de que la señora le regalara aquellos cuentos llenos de colores. Que se le agrandaron los ojos que no le cabían en esa carita escuálida. Que no hubieran sido mejor unos bollos rellenos…

Esas costumbres traen cruces envenenadas, bien lo sabe ella. Que desde que dejó la otra casa, la sombra del joven señorito se le aparece en la carita de su hijo. 

Cuando se embarcó para casarse en las Américas, ella logró llorar mares, despedazando letras llenas de promesas.



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Salero innato - Marian Muñoz


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En la Vizcaya profunda donde la civilización se turna con las ancestrales normas vascas de convivencia, vivía Leire con sus padres y hermanos en un caserío, lejos del gran Bilbao. Quizás porque era niña o por razón desconocida asemejaba bien poco con los varones de la casa. Menuda y espigada, muy morena y siempre risueña, con desparpajo gustaba de contar chistes que nadie entendía. En cuanto sonaban notas musicales movía armoniosamente su cuerpo y sus brazos siguiendo el ritmo, algo raro en su familia más bien patosos y toscos en sus andares, buena gente que la amaban con locura, aunque no la entendieran.

En un caserío siempre hay tareas a las que dedicarse y en cuanto cumplían cinco años se les encomendaba alguna responsabilidad acorde con la edad. Sus hermanos pronto destacaron en tareas donde la fuerza o destreza era más necesitada, pero a ella le habían dejado la considerada más liviana, cuidar gallinas y recoger huevos. Su constitución física no era reflejo de cuanto comía, quizás por ser delgaducha sus movimientos eran más armoniosos que los del resto de casa. En las fiestas del pueblo desde bien pequeña se mostraba la más bailona, dejando a todos boquiabiertos por giros o pasos que intuitivamente realizaba. Pronto la apuntaron al grupo de danza tradicional con el que recorría fiestas y verbenas de los alrededores.

Sus hermanos eran desde bien pequeños de hombros cuadrados, con ojos y pelo claro, ella era todo lo contrario, por esa razón su padre anduvo mosqueado en más de una ocasión. No quería dudar de su paternidad, pero era tan evidente su escaso parecido que empezó a sopesar si su Edurne no le habría sido infiel. Que él recordase desde la boda nunca se habían separado, así que no comprendía en qué momento habría tenido la oportunidad. Quizás un intercambio al nacer en el hospital, ¡sí eso debía ser!, para asegurarse acudió al médico del pueblo informándose como hacer una prueba de ADN, imaginaba su alto coste, pero necesitaba salir de dudas.

Mientras iniciaba los trámites Leire dio el cante en la boda de un tío suyo con una chica del sur. La fiesta fue por todo lo alto, llegaron parientes de la novia quienes trajeron palmeros para el baile pos comida, montando una jarana andaluza no compartida por la familia vasca. Pero la pequeña con su amplio vestido dominguero se lanzó a la pista con gracia y salero imitando movimientos de algunas mujeres, siendo el asombro de propios y extraños, produciendo un enfado descomunal a su padre. No había duda, llevaba el baile andaluz en sus venas, decididamente no era vasca.

La prueba de ADN fue un secreto entre los dos, no deberían contárselo a nadie, pero cuando semanas más tarde llegaron los resultados el hombre se quedó de piedra, era su hija legítima, no había la menor duda. Le costaba asimilar que teniendo sangre vasca desde quince o veinte generaciones atrás, su niña saliera rarita, debía arreglarlo de alguna manera, no podía permitir que su genética degenerara de esa forma.

Leire ajena a la frustración paterna acabó rematando su enfado. Por su cumpleaños pidió un único regalo, un traje de flamenca, aquel baile con movimiento de brazos y giros la había enganchado, la música más alegre y movida que la danza tradicional vasca le encantaba. Sus padres y hermanos se indignaron al ver que su abuela lo había comprado. Era la única que la mimaba pues defendía su arte y su gracejo, también hay que decirlo era la única que conocía el origen de ese particular sentimiento de alegría andaluz.

Antes de enviudar solía visitar una vez al año a una prima en Málaga, apenas cinco días de compartir vivencias y ponerse al día de sus vidas para no perder el contacto cercano y familiar que siempre habían tenido. En uno de los viajes tuvieron ocasión de ir a la feria, por error se separaron y mientras intentaban encontrarse un muchacho la acompañó para que no tuviera miedo con tanto gentío, debido a su amabilidad el último día de estancia quedaron en verse a espaldas de su prima, y en un atardecer mediterráneo engendró a Edurne, la madre de Leire. Siempre había sido fiel a su marido y nunca contó aquel encuentro, sobretodo porque su hija era clavadita a ella, nadie dudó de quien era su padre. Un instante de amor que el tiempo diluyó en olvido, pero cuyo resultado observaba día tras día en su pequeña nieta clavadita a su abuelo biológico. Guardó en su corazón el secreto y defendió la libertad de carácter para Leire porque al arte y al salero no se le pueden poner cortapisas.





 

 

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Corazón - Esperanza Tirado

                                           Restauración alfombra, mordedura de perro II | Expo Alfombra Irán


Sin hacerme ni un poquito de caso abrió la puerta y me empujó afuera. Con suavidad eso sí. Que es un humano pero su parte de corazón perruno la mantiene. Si no tuviera, mitad y mitad, no me habría acogido en su hogar después de haberle defendido cuando le atacaron y casi lo matan. Esperé en la puerta del hospital y puse mi mejor cara perruna para lograr convencerle. Tiene un corazón de oro, pero sus alfombras de lana turca son una joya.


 

 

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Ideas para una siesta de verano - Esperanza Tirado

 

                                                 Crooner, Melodía, Música, Cantando

 

Mi vecino se subió a la azotea con una cuerda larga, un gorro de papel de periódico en la cabeza y una sierra.

Este hombre está para encerrar’, pensé mientras bajaba la mirilla y buscaba en la agenda del móvil el número de emergencias. Por si acaso…

No llegó la sangre al río; tan solo en mi imaginación brotó una terrorrosa historia comitrágica que terminaba en ‘semisuicidio’. Y digo ‘semi’ porque a mis neuronas les faltó encontrar el material con qué rematarlo. Fallos de presupuesto y trasmisores neuronales vacacionando en un estío de los que hacen época.

En fin, que no hubo llamada al 1-1-2. Ni cámaras de televisiones varias con su reportero correspondiente delante, micro en ristre, listos a la caza de un futurible vecino, dispuesto s sus cinco minutos de gloria con su ‘Sí, sí. Era un vecino muy amable. Siempre saludaba.’

Y… fundido a negro.

Mi vecino en cuestión, ajeno a las ideas que sobrevolaban por mi reseca mollera, estaba a sus cosas.

Hacía calor, pero parecía que en mi edificio a nadie le había dado por dormir una siesta reconfortante.

Intenté sosegar mi mente y me di cuenta de que a esta hora, justo después del telediario y del tiempo –mucho calor también este verano, tengan precaución y cúbranse la cabeza, hidrátense con abundante líquido, no hagan deporte en horas punta, insensatas mentes de pez; que cada año hay que recordarles las mismas cuestiones básicas- nadie sesteaba.

En mi modorra zapeante -yo lo intentaba, pero el mando de la tele tenía poderes sobre mi- escuchaba pasos arriba y abajo por la escalera.

No le di importancia. Como no tenemos ascensor –no hay hueco, ya lo medimos un verano parecido a este- imaginé a mis vecinos haciendo ejercicio a la sombra (insensatos), volviendo con la compra (más insensatos aún) o subiendo a tender a la azotea (insensato derritiéndose en tres, dos uno,…)

De pronto, el mando se despegó de mi mano y una poderosa curiosidad invadió todo mi ser.

¿Para qué habría subido a la azotea mi vecino? Y encima, con aquella carga.

¿Sería un espía y tenía que mandar señales o informes a su base de operaciones?

¿Estaría montando un palomar o algo más ilegal para sacarse un sobresueldo?

La sierra afilada me echaba para atrás, literalmente. Escuchando desde el descansillo me llegaban voces, gritos, martillazos y otros ruidos que me acobardaban.

Varias explosiones, o lo que yo creí que lo eran, bajaron haciendo eco por la escalera y casi me hicieron teclear 1-1-2. Pero mantuve mi poca serenidad de investigador vecinal con muy poco que hacer. Tosí levemente, me alisé la ropa arrugada por el intento de siesta, y me agarré al pasamanos, armándome de valor y del palo roto de la escoba.

Poniendo un pie delante de otro seguí el camino que mi vecino había recorrido hacía un rato, mientras yo me montaba películas sin tener ninguna plataforma donde sostenerlas. Así salían, claro. De serie Z, o de octava división.

Cuando llegué arriba me recibió una bofetada de calor como la mano de un gigante.

Las cinco de la tarde en pleno agosto es una buena hora, dirían algunos. Depende de para qué. Si estás debajo de una buena sombra o de un aire acondicionado viendo una peli mala, es la mejor hora.

A esa hora se me ocurrió a mí subir. Y a las voces que seguían voceando sin miedo al sol. También seguían los ruidos y mucha música. Y risas infantiles haciendo coros.

Salí, todo mi cuerpo blanco relucía como una pared recién encalada de un pueblo del Sur.

Y el espectáculo fue mejor que la mejor de mis películas. No era difícil, sinceramente.

Mi vecino, el que había subido cargado de bártulos, gorro en ristre, cantaba una canción subido en un bidón. No le daba el sol; en alguna de sus subidas había colocado una especie de toldo triangular, dando a la azotea el aspecto de un barco sin rumbo y con sombra.

De una radio enorme, de esas antiguas de los ochenta, salía música estridente. Restos de palés de madera de todos los tamaños y colores, sillas desportilladas y unidas con cuerdas eran el escenario y los asientos donde su público aplaudía y coreaba lo que mi vecino soltaba por su boca al compás de la música.

Menuda obra maestra’, me quedé admirado y con la sonrisa puesta.

Y, sin pensarlo tres veces, me subí al escenario cargado con mi medio palo de escoba, como si fuera una espada. Y una obra nueva se fue desarrollando ante todos los pares de ojos que miraban al escenario.

Yo croaba más que cantaba, pero el calor y el aburrimiento se me olvidaron y volví a tener diez años.

Hasta que un ejército de madres subió escaleras arriba para avisar que la cena estaba lista, que alguno se tenía que duchar, que había deberes de las ‘Vacaciones Santillana’ a medias y otros avisos maternos varios.

Y nos quedamos sin público bajo la vela. Y la música cesó.

-Para la próxima sesión, cuenta conmigo,-le pedí a mi vecino. -Tengo grandes ideas con las que amenizar las siestas de este verano.

Y bajé corriendo antes de que mi santa se despertara de la siesta y me reclamara una refrescante cena veraniega. Quizá ya estaría conectada a Netflix, escogiendo película.



 

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