Mi bisabuela había
sido bruja, pero bruja de las de verdad, de las de antes, de esas que
mataban en la hoguera, a la vista del pueblo entero. Y encima vivía
en una casa de piedra de aspecto tétrico en el medio del bosque.
Dicha casa, que a su muerte nadie tuvo muy en cuenta, fue pasando de
generación en generación hasta llegar a mi madre, a la que
igualmente le importaba un pito, hasta que se pusieron en contacto
con ella para decirle que se la iban expropiar, que por allí iba a
pasar una autopista y que le daban no sé qué cantidad de dinero.
Mamá no puso ninguna objeción, al contrario, al fin iba a librarse
de aquel inmueble por el que no sentía el más mínimo interés.
Un día fuimos hasta
allí, por si en su interior hubiera algo aprovechable y me llamó la
atención un cojín con la
cara de un perro. Cuando se lo enseñé a mi madre tampoco pudo
reprimir su asombro.
-Pero si es Toby ¿De dónde habrá salido ese cojín?
El Toby en cuestión era un perro que habían tenido mis abuelos
cuando mamá era pequeña y que murió atropellado por un tren, una
pena, según mi madre, porque era una animal muy bueno. El caso es
que en la casa no había nada que mereciera la pena, y salimos de
allí únicamente con el cojín.
Unos
días después ocurrió una desgracia. En casa teníamos un
gato, Silvestre, se llamaba, y
era una bolita de pelo blanca. Nunca salía de casa, pero aquel día
lo hizo, lo atropelló un coche y pasó a mejor vida. Fue horrible,
pobrecillo. Pero creo que más horrible fue darme cuenta de que en el
cojín de mi bisabuela ya no estaba la cara de Toby, sino la de mi
gato. Al principio pensé que estaba soñando, pero después caí en
la cuenta de que si mi bisabuela era bruja, en su casa podía tener
cualquier cosa extraña, y el cojín debía de ser una de ellas. Esta
mañana lo quemé. No me apetece saber quién va a morir.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario