Mi madre dijo que eran habladurías de la gente, que qué iban a
tener esas dos pobres, que menuda tontería.
Pero mi padre insistió. Según su amigo, médico en el hospital
comarcal, la hermana mayor había ingresado el año anterior por una
peritonitis que casi le cuesta la vida. Y en medio de los delirios de
la fiebre habló de un tesoro escondido en su casa. Tres días más
tarde, cuando el médico pasó por la habitación de la enferma, la
sorprendió contándole a su hermana que temía haber contado en
sueños lo del tesoro, y al percatarse de la presencia del médico se
puso pálida, abrió mucho los ojos y la boca y a continuación se
desmayó como si acabara de llevar un gran susto.
Mi madre no quiso creerlo, pero yo si. Esa noche apenas pude dormir,
pues en contra de mi costumbre, deseaba ver la llegada del nuevo día
para ir a la escuela. Se lo conté a mis amigos en cuanto los vi y
nos costó aguantar las clases antes de salir al recreo. Nos reunimos
ansiosos en el patio. Queríamos urdir un plan importante, como los
de los ladrones de las películas, esos que entran en museos y casas
de ricos, pero lo primero de todo era saber quién iba a ser el jefe.
Eso llevó tiempo, porque todos queríamos ser el jefe. Ezequiel
acabó con la discusión al momento, con tan solo enseñarnos los
puños. Los demás, no rechistamos y comenzamos a diseñar el plan.
Para empezar dibujamos el plano de la casa. En la planta baja, la
puerta de entrada y un gran escaparate. A la derecha del mostrador la
escalera que subía al primer piso, donde tenían la vivienda. En la
planta de arriba tres ventanas. No pudimos poner más en el plano,
pues no sabíamos ni cómo era el interior de la tienda.
Ezequiel pensó en quemar la mercería, para hacer salir a las
hermanas, como si fueran conejos, dijo. El problema que él no vio y
sí los demás era cómo íbamos a poder entrar nosotros en la casa
si había un incendio. Entonces Gabriel habló de una inundación. De
esta manera ellas escaparían igual y nosotros podríamos entrar sin
problemas. A todos nos pareció una gran idea, aunque no conseguimos
imaginar la manera de inundar la tienda, pues la intención de Marcos
de meter una manguera por la puerta, no parecía muy acertada y para
llegar a las ventanas del primer piso necesitaríamos una escalera y
todo el mundo nos vería.
Pasamos casi toda la tarde discutiendo sin llegar a nada hasta que,
de repente, se me encendió una bombilla en la cabeza y lo vi todo
claro. Entraríamos dos de nosotros en la tienda, como si fuéramos a
comprar algo, para distraerlas, y los otros dos entrarían más
tarde, sin ser vistos, subirían por la escalera y se colarían en la
casa.
El problema es que en cuanto nos vieran entran en la tienda igual nos
corrían a escobazos, pero debíamos intentarlo. Otro problema era a
quién le tocaba despistarlas y a quién le tocaba entrar en la casa.
Lo arreglamos con el juego de las pajas. Quien sacara las largas las
despistaba, y quien sacara las cortas entraba.
Nos tocó entrar a Marcos y a mí. Menudos nervios pasamos la noche
anterior y durante todo el día en la escuela. Por la tarde, al salir
de clase, nos dirigimos a la mercería. Previamente habíamos hecho
un estudio en nuestras casas para saber qué se vendía allí.
Decidimos pedir un hilo de coser de color raro, con una cremallera a
juego, para que les llevara mucho tiempo buscarlo.
Ezequiel y Gabriel entraron en la mercería silbando, para disimular
mejor. Por suerte había dos señoras, así que ellos se pusieron
para el extremo izquierdo del mostrador, dejando libre el lado
derecho, justo el que daba paso a la escalera.
Las hermanas conejo no les quitaban ojo. Ellos se portaron como dos
niños modositos, aunque eso sí, haciendo amago de tocar algo,
aunque sin tocarlo. Lo suficiente para poner a las hermanas en alerta
y captar toda su atención.
Cuando marcharon las dos clientas, con nuestros amigos y las dueñas
en la parte izquierda del mostrador -ellas dándose continuamente la
vuelta para buscar el hilo y las cremalleras en las altas
estanterías- Marcos y yo nos deslizamos silenciosos por el interior
de la tienda y alcanzamos la escalera. Subimos muy despacio, teniendo
buen cuidado de no hacer crujir los escalones de madera y entramos en
la casa. Instintivamente nos llevamos los dos la mano a la nariz.
Olía a meados y a tocino rancio. Por poco vomito.
No sabíamos bien dónde mirar, pero pensamos que el tesoro estaría
escondido en un cofre de oro o en un baúl como los de los piratas.
Entramos en la cocina, pero con una mirada nos dijimos que no, que
allí no se podía guardar un tesoro. Después abrimos otra puerta
que era el cuarto de baño y no, allí tampoco podían estar. Por fin
llegamos a una sala espaciosa y con pocos muebles. Una mesa y dos
sillas, un aparador, dos mecedoras viejas y un sofá ajado. Allí
tampoco había ningún tesoro. Entramos en los dormitorios, que daban
miedo, por lo oscuros y por lo viejos, pero no había más que un
armario, una cama y una mesita en cada uno. Abrimos los armarios con
cuidado, para comprobar que en su interior solo guardaban un vestido
de repuesto, una chaqueta y un abrigo raído.
En las mesitas, un único libro, con las tapas descompuestas y alguna
hoja suelta. Miramos debajo de la cama, y nada; allí no había ni
polvo. Por lo menos son limpias, pensé extrañado por el mal olor de
la casa. Al final fuimos a la sala. Abrimos el aparador y en él
vimos un par de botes de galletas. Con un gesto mudo estuvimos de
acuerdo en abrirlas. Yo cogí un bote y Marcos el otro. En el de
Marcos había unas galletas nada apetitosas. En el mío caramelos de
colores.
Marcos
cogió uno verde, brillante y se lo metió en la boca, haciéndolo
bailar en la lengua para que yo lo viera. Yo cogí uno grande, rojo,
también brillante, e hice lo mismo. Pero al meterlo en la boca lo
sentí frío y sin sabor. A Marcos le pasó lo mismo. Estas son tan
ratas que hasta tienen caramelos sin sabor, dijo. Es que no son
caramelos, son piedras, respondí yo. Pero bueno, por lo menos nos
servirán para jugar. Marcos asintió, metió la mano en la caja y
cogió un puñado. Yo hice lo mismo.
Bajamos las escaleras muy despacio. Ezequiel y Gabriel estaban
mirando una enorme caja de hilos de mil colores. Ezequiel decía
“éste”, después “no, no, éste no, ese otro” para después
decir “no, no, aquel otro de allí”. Las dos hermanas estaban
pendientes de ellos, temiendo fueran a cometer alguna trastada. No
había nadie más en la tienda, así que pudimos salir sin ser
vistos.
Ya en la calle, con nuestro botín en los bolsillos, aunque sin
tesoro, respiramos hondo y dejamos pasar unos minutos. Después nos
pusimos delante del escaparate y lo aporreamos con fuerza. Ezequiel
dijo que ya no quería el hilo, que no había el color que quería su
madre. Salió corriendo de la tienda seguido de Gabriel.
Fuimos hacia el río, a nuestro lugar preferido, donde un árbol
caído hacía de barco y las aguas remansadas formaban un lago
poblado de dragones. Allí sacamos las piedras para enseñárselas a
nuestros amigos e informarles que no habíamos encontrado ningún
tesoro. Ezequiel dijo que mi padre era un mentiroso y yo estuve
tentando de meterle un buen puñetazo, pero me aguanté, pues a los
amigos hay que perdonarles ciertas cosas, sobre todo si son más
grandes y más fuertes que tú.
Nos sentamos en círculo y colocamos las piedras sobre mi camiseta .
Eran muy bonitas. Fuimos cogiendo una a una y al hacerlo vimos que
cambiaban de color, como si la luz del atardecer tuviera poderes
sobre ellas. Pensamos en regalárselas a nuestras madres, pero
entonces deberíamos explicar de dónde las habíamos sacado.
Estuvimos un rato mirándolas, embelesados con su color, con el
brillo que despedían, con la especie de cristales que parecían
contener en su interior.
--Sí son bonitas, sí –dijo Ezequiel, de repente—pero para qué
queremos estas piedras. Nos van a llamar niñas si nos ven con ellas.
Se nos encendió la alarma. Era verdad, no podíamos quedarnos con
ellas, pero tampoco las podíamos devolver, ni regalárselas a
nuestras madres, ni mucho menos esconderlas en casa.
--Qué rollo --dijo Gabriel-- tanto aguantar a esas pesadas para no
encontrar el tesoro. ¿vosotros mirasteis bien?
--Claro que sí, miramos por toda la casa y allí no había ni cofres
de oro ni baúles de piratas ni nada por el estilo—respondí yo
ofendido.
Decidimos tirarlas al agua, en el remanso, donde no había corriente.
Y así, cuando fuéramos a bañarnos podíamos bucear y ver si
seguían brillando bajo el agua. Marchamos para casa
desilusionados por no encontrar el tesoro y por ser conscientes de
que en las películas contaban muchas mentiras, pues robar era muy
fácil y no hacía falta hacer ni planes ni planos.
Unos días después, al salir de la escuela, vimos que en la plaza
estaba casi todo el pueblo, así como un coche de la policía. Nos
acercamos para ver qué pasaba y nos dijeron que a las hermanas
conejo les habían robado. Nos miramos asustados, sin saber qué
pensar, pues nosotros no habíamos robado más que unas piedras que
no valían para nada.
Pero estábamos confundidos, pues según el periódico, alguien había
entrado en casa de las hermanas y se habían llevado con ellos dos
rubís, tres esmeraldas, cinco topacios azules, un diamante, cuatro
amatistas y alguna cosa más. Lo que tenía desconcertada a la
policía es que los ladrones, grandes especialistas por las
características del robo, hubieran dejado en el mismo lugar donde
cogieron esas piedras preciosas otras cuarenta y tres. Y ahí tuvimos
una nueva desilusión al ver que los policías podían ser tan
tontos.
Meses después, cuando ya ni la policía investigaba el robo, una
niña encontró una piedra roja mientras se bañaba en el río y se
la enseñó a su madre. La madre la miró sorprendida y se dirigió
al cuartel de policía, pues intuía que podía ser una de las
piedras robadas. No tardaron en acordonar el río y recuperar todas
las piedras, menos un topacio azul que pareció haberse esfumado en
las profundidades.
Han pasado los años, tantos que Ezequiel, Marcos, Gabriel y yo, ya
cumplimos los cincuenta, pero aún se sigue contado en el pueblo,
como si se tratara de una leyenda, el misterio del robo de las
piedras preciosas.
Por nuestra parte, tras un pacto de sangre, tuvimos y seguimos
teniendo la boca cerrada.
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