Las piedras de colores - Cristina Muñiz Martín

 

A los niños nos llamaba la atención aquella fachada de madera tan vieja y desvaída que parecía haber sido sacada del principio de los siglos. Las termitas, a través del tiempo, habían ido perforándola formando dibujos que a nosotros se nos antojaban fantásticos. En aquel entonces, no teníamos ni idea de qué hacían las termitas, ni por supuesto nos daba por pensar cómo las dueñas, dos hermanas tan viejas como la tienda, no hacían nada para impedir que esos diminutos animales siguieran comiendo y destruyendo la madera. Mis amigos y yo nos colocábamos delante del escaparate, sacando la lengua , poniendo los ojos en blanco, lamiendo los cristales, haciendo dibujos con la saliva, hasta que la hermana mayor nos veía y echaba a correr con la escoba en la mano. Nosotros, permanecíamos quietos, al grito mudo de cobarde el último, hasta que la mujer llegaba a la altura de la puerta. Por supuesto que nunca nos pillaba. Nuestras piernas eran jóvenes y ella, supongo ahora, rondaría los setenta años. Era una mujer menuda, de corta estatura y cabeza diminuta en la que apenas había sitio para albergar unos ojos minúsculos, una nariz no mayor que una avellana y una boca que parecía estar dibujada por un lápiz de punta fina y ya casi sin color. De su barbilla brotaban pelos largos y oscuros, y por debajo de su labio superior emergían un par de dientes grandes y largos, como los de los conejos. Era seria, malhumorada, arisca y se encolerizaba con facilidad. La hermana pequeña, parecía una calcomanía de la mayor, aunque su cuerpo era más robusto y su carácter más endeble.
Mi madre dijo que eran habladurías de la gente, que qué iban a tener esas dos pobres, que menuda tontería.
Pero mi padre insistió. Según su amigo, médico en el hospital comarcal, la hermana mayor había ingresado el año anterior por una peritonitis que casi le cuesta la vida. Y en medio de los delirios de la fiebre habló de un tesoro escondido en su casa. Tres días más tarde, cuando el médico pasó por la habitación de la enferma, la sorprendió contándole a su hermana que temía haber contado en sueños lo del tesoro, y al percatarse de la presencia del médico se puso pálida, abrió mucho los ojos y la boca y a continuación se desmayó como si acabara de llevar un gran susto.


Mi madre no quiso creerlo, pero yo si. Esa noche apenas pude dormir, pues en contra de mi costumbre, deseaba ver la llegada del nuevo día para ir a la escuela. Se lo conté a mis amigos en cuanto los vi y nos costó aguantar las clases antes de salir al recreo. Nos reunimos ansiosos en el patio. Queríamos urdir un plan importante, como los de los ladrones de las películas, esos que entran en museos y casas de ricos, pero lo primero de todo era saber quién iba a ser el jefe.
Eso llevó tiempo, porque todos queríamos ser el jefe. Ezequiel acabó con la discusión al momento, con tan solo enseñarnos los puños. Los demás, no rechistamos y comenzamos a diseñar el plan. Para empezar dibujamos el plano de la casa. En la planta baja, la puerta de entrada y un gran escaparate. A la derecha del mostrador la escalera que subía al primer piso, donde tenían la vivienda. En la planta de arriba tres ventanas. No pudimos poner más en el plano, pues no sabíamos ni cómo era el interior de la tienda.
Ezequiel pensó en quemar la mercería, para hacer salir a las hermanas, como si fueran conejos, dijo. El problema que él no vio y sí los demás era cómo íbamos a poder entrar nosotros en la casa si había un incendio. Entonces Gabriel habló de una inundación. De esta manera ellas escaparían igual y nosotros podríamos entrar sin problemas. A todos nos pareció una gran idea, aunque no conseguimos imaginar la manera de inundar la tienda, pues la intención de Marcos de meter una manguera por la puerta, no parecía muy acertada y para llegar a las ventanas del primer piso necesitaríamos una escalera y todo el mundo nos vería.
Pasamos casi toda la tarde discutiendo sin llegar a nada hasta que, de repente, se me encendió una bombilla en la cabeza y lo vi todo claro. Entraríamos dos de nosotros en la tienda, como si fuéramos a comprar algo, para distraerlas, y los otros dos entrarían más tarde, sin ser vistos, subirían por la escalera y se colarían en la casa.
El problema es que en cuanto nos vieran entran en la tienda igual nos corrían a escobazos, pero debíamos intentarlo. Otro problema era a quién le tocaba despistarlas y a quién le tocaba entrar en la casa. Lo arreglamos con el juego de las pajas. Quien sacara las largas las despistaba, y quien sacara las cortas entraba.
Nos tocó entrar a Marcos y a mí. Menudos nervios pasamos la noche anterior y durante todo el día en la escuela. Por la tarde, al salir de clase, nos dirigimos a la mercería. Previamente habíamos hecho un estudio en nuestras casas para saber qué se vendía allí. Decidimos pedir un hilo de coser de color raro, con una cremallera a juego, para que les llevara mucho tiempo buscarlo.
Ezequiel y Gabriel entraron en la mercería silbando, para disimular mejor. Por suerte había dos señoras, así que ellos se pusieron para el extremo izquierdo del mostrador, dejando libre el lado derecho, justo el que daba paso a la escalera.
Las hermanas conejo no les quitaban ojo. Ellos se portaron como dos niños modositos, aunque eso sí, haciendo amago de tocar algo, aunque sin tocarlo. Lo suficiente para poner a las hermanas en alerta y captar toda su atención.
Cuando marcharon las dos clientas, con nuestros amigos y las dueñas en la parte izquierda del mostrador -ellas dándose continuamente la vuelta para buscar el hilo y las cremalleras en las altas estanterías- Marcos y yo nos deslizamos silenciosos por el interior de la tienda y alcanzamos la escalera. Subimos muy despacio, teniendo buen cuidado de no hacer crujir los escalones de madera y entramos en la casa. Instintivamente nos llevamos los dos la mano a la nariz. Olía a meados y a tocino rancio. Por poco vomito.
No sabíamos bien dónde mirar, pero pensamos que el tesoro estaría escondido en un cofre de oro o en un baúl como los de los piratas. Entramos en la cocina, pero con una mirada nos dijimos que no, que allí no se podía guardar un tesoro. Después abrimos otra puerta que era el cuarto de baño y no, allí tampoco podían estar. Por fin llegamos a una sala espaciosa y con pocos muebles. Una mesa y dos sillas, un aparador, dos mecedoras viejas y un sofá ajado. Allí tampoco había ningún tesoro. Entramos en los dormitorios, que daban miedo, por lo oscuros y por lo viejos, pero no había más que un armario, una cama y una mesita en cada uno. Abrimos los armarios con cuidado, para comprobar que en su interior solo guardaban un vestido de repuesto, una chaqueta y un abrigo raído.
En las mesitas, un único libro, con las tapas descompuestas y alguna hoja suelta. Miramos debajo de la cama, y nada; allí no había ni polvo. Por lo menos son limpias, pensé extrañado por el mal olor de la casa. Al final fuimos a la sala. Abrimos el aparador y en él vimos un par de botes de galletas. Con un gesto mudo estuvimos de acuerdo en abrirlas. Yo cogí un bote y Marcos el otro. En el de Marcos había unas galletas nada apetitosas. En el mío caramelos de colores.
Marcos cogió uno verde, brillante y se lo metió en la boca, haciéndolo bailar en la lengua para que yo lo viera. Yo cogí uno grande, rojo, también brillante, e hice lo mismo. Pero al meterlo en la boca lo sentí frío y sin sabor. A Marcos le pasó lo mismo. Estas son tan ratas que hasta tienen caramelos sin sabor, dijo. Es que no son caramelos, son piedras, respondí yo. Pero bueno, por lo menos nos servirán para jugar. Marcos asintió, metió la mano en la caja y cogió un puñado. Yo hice lo mismo.
Bajamos las escaleras muy despacio. Ezequiel y Gabriel estaban mirando una enorme caja de hilos de mil colores. Ezequiel decía “éste”, después “no, no, éste no, ese otro” para después decir “no, no, aquel otro de allí”. Las dos hermanas estaban pendientes de ellos, temiendo fueran a cometer alguna trastada. No había nadie más en la tienda, así que pudimos salir sin ser vistos.
Ya en la calle, con nuestro botín en los bolsillos, aunque sin tesoro, respiramos hondo y dejamos pasar unos minutos. Después nos pusimos delante del escaparate y lo aporreamos con fuerza. Ezequiel dijo que ya no quería el hilo, que no había el color que quería su madre. Salió corriendo de la tienda seguido de Gabriel.
Fuimos hacia el río, a nuestro lugar preferido, donde un árbol caído hacía de barco y las aguas remansadas formaban un lago poblado de dragones. Allí sacamos las piedras para enseñárselas a nuestros amigos e informarles que no habíamos encontrado ningún tesoro. Ezequiel dijo que mi padre era un mentiroso y yo estuve tentando de meterle un buen puñetazo, pero me aguanté, pues a los amigos hay que perdonarles ciertas cosas, sobre todo si son más grandes y más fuertes que tú.
Nos sentamos en círculo y colocamos las piedras sobre mi camiseta . Eran muy bonitas. Fuimos cogiendo una a una y al hacerlo vimos que cambiaban de color, como si la luz del atardecer tuviera poderes sobre ellas. Pensamos en regalárselas a nuestras madres, pero entonces deberíamos explicar de dónde las habíamos sacado. Estuvimos un rato mirándolas, embelesados con su color, con el brillo que despedían, con la especie de cristales que parecían contener en su interior.
--Sí son bonitas, sí –dijo Ezequiel, de repente—pero para qué queremos estas piedras. Nos van a llamar niñas si nos ven con ellas.
Se nos encendió la alarma. Era verdad, no podíamos quedarnos con ellas, pero tampoco las podíamos devolver, ni regalárselas a nuestras madres, ni mucho menos esconderlas en casa.
--Qué rollo --dijo Gabriel-- tanto aguantar a esas pesadas para no encontrar el tesoro. ¿vosotros mirasteis bien?
--Claro que sí, miramos por toda la casa y allí no había ni cofres de oro ni baúles de piratas ni nada por el estilo—respondí yo ofendido.
Decidimos tirarlas al agua, en el remanso, donde no había corriente. Y así, cuando fuéramos a bañarnos podíamos bucear y ver si seguían brillando bajo el agua. Marchamos para casa desilusionados por no encontrar el tesoro y por ser conscientes de que en las películas contaban muchas mentiras, pues robar era muy fácil y no hacía falta hacer ni planes ni planos.
Unos días después, al salir de la escuela, vimos que en la plaza estaba casi todo el pueblo, así como un coche de la policía. Nos acercamos para ver qué pasaba y nos dijeron que a las hermanas conejo les habían robado. Nos miramos asustados, sin saber qué pensar, pues nosotros no habíamos robado más que unas piedras que no valían para nada.
Pero estábamos confundidos, pues según el periódico, alguien había entrado en casa de las hermanas y se habían llevado con ellos dos rubís, tres esmeraldas, cinco topacios azules, un diamante, cuatro amatistas y alguna cosa más. Lo que tenía desconcertada a la policía es que los ladrones, grandes especialistas por las características del robo, hubieran dejado en el mismo lugar donde cogieron esas piedras preciosas otras cuarenta y tres. Y ahí tuvimos una nueva desilusión al ver que los policías podían ser tan tontos.
Meses después, cuando ya ni la policía investigaba el robo, una niña encontró una piedra roja mientras se bañaba en el río y se la enseñó a su madre. La madre la miró sorprendida y se dirigió al cuartel de policía, pues intuía que podía ser una de las piedras robadas. No tardaron en acordonar el río y recuperar todas las piedras, menos un topacio azul que pareció haberse esfumado en las profundidades.
Han pasado los años, tantos que Ezequiel, Marcos, Gabriel y yo, ya cumplimos los cincuenta, pero aún se sigue contado en el pueblo, como si se tratara de una leyenda, el misterio del robo de las piedras preciosas.
Por nuestra parte, tras un pacto de sangre, tuvimos y seguimos teniendo la boca cerrada.


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