Cogió
el
bolígrafo
y
dibujó la silla
tal como la había imaginado, con sus líneas rectas y limpias, puro
minimalismo, igual que su propia vida. En un lateral del respaldo
grabó su nombre, quizás con el deseo de ser recordado. Después
subió al asiento y estirando el brazo dibujó una horca en el techo.
Introdujo la cabeza en ella y movió los pies con brusquedad,
buscando el vacío. Pero la silla y la horca permanecieron quietas,
imperturbables, pues el hombre había olvidado dibujarse a sí mismo.
Tuvo que volver a rehacer su obra, esta vez de madera y cuerda. A él
ya se tenía.
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