Inauguración - Marián Muñoz




Me acerqué con disimulo a un grupo muy numeroso, no tenía ni idea de quienes eran ni de que iban a hacer en el castillo de Rocalada.
Este es un castillo que tras muchos años de obras, altibajos en la reconstrucción por faltar fondos para la misma, lograron finalizar y hacer un museo en él.
Nadie del pueblo podía visitarlo hasta que no se inaugurase, y suponía que aquella gente serían personalidades que iban a hacerlo.
Me daba coraje que unos extraños entraran en el recinto amurallado antes que los de la vecindad.  Con mucho sigilo me colé en medio de la muchedumbre, todos tenían pintan de ser señoritos de la capital, ropas caras, peinados engominados y variados perfumes flotando en el ambiente.
El señor alcalde iba enseñando todas la salas, explicando detalles de todo lo que por allí veían, por precaución me escondí detrás de un general del ejercito, era el más alto de todos y sólo él conseguía taparme para que nadie me reconociera y me echaran de tan importante acontecimiento.
De los muros interiores del castillo colgaban bonitos tapices, banderas antiguas, armas, cascos, todo ello eran vestigios del pasado, según contaba el alcalde, pero que no tenía ni idea de donde podrían haberlos sacado, porque hacía pocos años todo esto no eran más que unas hileras de piedras gruesas y muchos hierbajos repletos de basura y ratones.
La siguiente estancia era la última, allí se encontraba una gran mesa con sillas de madera supuestamente históricas, el salón de los grandes banquetes, coronado por un enorme y hermoso tapiz multicolor, en el que se dibujaba una escena de caza que impresionaba a todos, bueno, a todos menos a mi, que no me gustaba nada, y ojeando por allí, vi en un atril un libro antiguo sin escribir.
No se habían dado cuenta de que estaba en blanco, vaya fallo, así que desenvainando mi lapicero de la oreja, me dispuse a rellenar aquel espacio vacío.
“Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.
Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que decís, ¡mostrádnosla! Que si ella fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte vuestra nos es pedida.
Si os la mostrara -replicó Don Quijote- ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia esta en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia.  Que, ahora vengáis uno a uno, como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo”.
No me dio tiempo a escribir más, pues el grupo se dirigía hacia donde estaba, para admirarlo, pensaba, deseando que no se percatasen del vacío del mismo, más para colmo de males, veo que uno a uno sacan sus plumas estilográficas y escriben y firman en sus páginas en blanco, alabando la buena caligrafía y el párrafo tan oportuno que de Don Quijote había.
¡OH cielos que horror! Era un libro de firmas, e ignorante de mi, todo preocupado, no lo sabía.

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