Cosa del destino - Cristina Muñiz Martín
Caminaba
aburrida por Avilés, mi ciudad natal, cuando vi el bolso en el
escaparate. No soy nada caprichosa y no suelo comprar por instinto,
pero aquel bolso de dos asas, con la imagen de la Torre Eiffel sobre
un fondo claro me cautivó. Entré en la tienda y lo compré. Ya en
casa, lo coloqué en la cómoda, frente a la cama, desde donde lo
admiraba todos los días. El monstruo de hierro parecía llamarme,
como si albergara en su interior un duende invisible y provocador.
Siempre me había sentido atraída por París, como me sentía
atraída por otras muchas ciudades del mundo. Sin embargo, según
pasaban los días, mi atracción por la ciudad de la luz iba en
aumento, llegando a ser uno de mis mayores deseos y mi principal tema
de conversación. Poco antes de las Navidades conseguí un trabajo en
unos grandes almacenes, donde tras cuarenta días de trabajo con
jornadas de diez horas diarias, recibí mil cien euros. No los dejé
en el banco. Los llevé a casa y los escondí en el interior del
bolso que seguía mirando todas las noches, sabiendo que ya podía ir
a París, aunque no tenía con quien y sola no me apetecía. El 5 de
enero recibí una llamada nerviosa de mi amiga Lola “tía,
organízalo todo, nos vamos a París, me han tocado tres mil euros de
lotería” No podía creer que tuviera tanta suerte. Los próximos
días los dediqué a buscar por internet vuelos y alojamientos y tres
semanas más tarde mi amiga y yo volamos a París. Recorrimos la
ciudad embutidas en abrigos, gorros, guantes y bufandas, pues hacía
un frío espantoso. Una tarde, paseando por el Barrio Latino, paramos
en una librería de viejo. Tras ojear un rato varios libros me decidí
por una edición antigua con ilustraciones de “La vuelta el mundo
en ochenta días” de Julio Verne, escrito en francés, idioma que
domino. Por la noche, sentada en la cama, entretenida pasando las
páginas para admirar los dibujos, encontré una nota “ Me llamo
Pierre, llámame” y a continuación un número de teléfono. Se lo
enseñé a Lola y entre risas marqué el número. Me contestó una
voz agradable. Quedamos a tomar un café en el mismo lugar donde
había encontrado el libro. Fui sola, pues Lola dijo que quizás
fuera cosa del destino, ella es así, muy de creer en esas cosas.
Pierre resultó ser un chico encantador, simpático y de buen ver,
con el que pasé un rato estupendo. Le hablé de mi viaje y de Lola y
se ofreció a hacernos de guía durante el resto de nuestra estancia.
Con él admiramos rincones que nunca hubiéramos descubierto por
nosotras mismas, comimos en bares en los que nunca hubiéramos
entrado y acabamos sentados sobre un puente del Sena, con las piernas
colgando en el vacío, viendo caer la tarde, intercambiando teléfonos
y promesas de seguir en contacto. En el vuelo de regreso coincidimos
con Ángel, hijo de una amiga de mi madre, que regresaba a casa tras
pasar unos años fuera y que se convirtió en un miembro más de
nuestra pandilla de amigos. Han pasado cinco años de todo aquello y
he visitado París muchas más veces. Ahora ya no tengo que buscar
vuelo, pues tras mucho ir de acá para allá, conseguí trabajo de
azafata en una compañía aérea. Tampoco necesito mirar
alojamientos, pues Ángel y yo, siempre tenemos una habitación
disponible en casa de Lola, Pierre y su pequeño de dos años. Así
que acabé dándole la razón a Lola; todo aquello tuvo que ser cosa
del destino.
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