Martín mira a sus padres. Su número acaba de salir. Tiene catorce
años y dentro de dos, a los dieciséis, deberá enfrentarse a la
gran prueba. Andrés sonríe mientras le coloca su mano paterna,
fuerte y cálida, sobre el hombro izquierdo. Por las mejillas de su
madre resbalan unas lágrimas mezcla de miedo y orgullo. Cerca de
ellos, su amigo Juan, le lanza una mirada cómplice; su número
también ha salido. Cuando finaliza el sorteo, los elegidos, todos
ellos de catorce años, reciben felicitaciones y halagos. Después,
acompañados por sus padres, asisten al banquete celebrado en su
honor. Al atardecer, cansados y aturdidos, regresan a sus casas. Una
vez allí comienza el trabajo. Tienen por delante dos años para
prepararse, pero antes deben elegir el deporte más adecuado.
Andrés, nada más entrar en casa, tira su chaqueta sobre la silla de
la entrada y sin mediar palabra se dirige raudo al escritorio. Sobre
la mesa descansa el estudio que ha hecho sobre los deportes de la
competición de ese año. No puede perder ni un minuto, pues sabe que
su chico no es ágil, ni elástico, ni tan siquiera valiente. Martín
goza de una constitución endeble y su espíritu viaja acorde con su
cuerpo. Debe encontrar algo donde pueda destacar, donde pueda quedar
entre los diez primeros.
Andrés se evade unos instantes recordando su participación en la
prueba, treinta años atrás. Su padre no le había ayudado mucho y
eso aún le duele. A su hijo no le pasará lo mismo. Él estará a su
lado para prepararle, para protegerle, para darle un empujón o
cuantos hagan falta. Andrés había participado en la carrera, uno de
los mayores espectáculos de la gran prueba. Y había llegado el
primero, cubriéndose de gloria y asegurando con ello un gran futuro.
Aquel triunfo le había abierto las puertas de la mejor universidad
del país, le había asegurado un buen empleo, una buena casa, una
buena posición económica y el respeto y admiración eterna de sus
conciudadanos. Conciudadanos que van a estar muy pendientes de la
participación de su hijo mayor.
Martín no ha salido a su padre. No tiene su complexión atlética ni
la firmeza de su carácter. Y mucho menos su optimismo. Martín tiene
las piernas cortas de su abuelo materno y su musculatura no presagia
nada bueno. Además padece de asma desde los tres años y eso limita
los deportes en los que puede participar.
Esa noche Andrés no consigue dormir, pensando, ideando mil y un
métodos para instruir a Martín en el deporte. Tampoco puede dormir
Elena, temerosa ante el reto al que debe enfrentarse su hijo. Sabe
que participar en la gran prueba es un honor reservado a unos pocos.
Pero ella hubiera preferido que no saliera elegido y pudiera llevar
una vida normal, sin grandes ambiciones, pero también alejada del
peligro del fracaso. Martín tampoco logra pegar ojo esa noche,
dudando de si mismo, temiendo decepcionar a sus padres, a sus
familiares, a sus amigos, a sus vecinos, a sí mismo.
El día después del sorteo, padre e hijo comienzan los
entrenamientos. Andrés decide empezar por la carrera, aún a
sabiendas de que su hijo no tiene la constitución adecuada para
ello, pero es el deporte que mejor conoce, con el que mejor lo puede
ayudar. Sin embargo, como todos suponían, Martín corre demasiado
despacio y se ahoga demasiado deprisa. Tras una semana de intentos
vanos, deciden probar con otro deporte.
Las pruebas de natación no van mucho mejor. Martín nada bien, pero
no lo suficientemente rápido como para aspirar a uno de los primeros
puestos. En otros deportes tampoco consigue destacar. Sus saltos de
altura son demasiado bajos, los de longitud demasiado cortos, en el
baloncesto no consigue meter ni una sola canasta, en la montaña
demuestra dotes extraordinarias para lesionarse y perderse, a lomos
de un caballo no aguanta ni un minuto derecho, la caza le produce
aversión y miedo, en el boxeo no consigue dar un solo golpe y
tampoco esquivar los del contrario...En la casa se respira la
decepción y el miedo. Elena no para de llorar, angustiada ante los
fracasos de su hijo. Andrés desatiende su trabajo para ayudarle,
dedicando cada minuto de su vida a encontrar ese deporte que pueda
dar a Martín honor y futuro. Martín, exhausto en cuerpo y alma,
siente que no vale nada, que su vida no vale nada. Pero no puede
hacer más de lo que hace. Él se esfuerza cuanto puede, pero su
cuerpo no está diseñado para el deporte, por mucho que su padre
diga que con entrenamiento se puede lograr casi todo. Pero él sabe
que no. Él nunca alcanzará el éxito. Poco a poco, comienza a
dejarse mecer por una suave melancolía, sintiéndose vencido antes
de la batalla, derrotado de antemano. Ya no le importa nada, pues
nada lo espera al otro lado de la fina línea que separa el fracaso
del, para él, inalcanzable éxito. A Martín le gustaría hablar
con sus padres de sus inquietudes, decirles que está cansado de
luchar, que quiere dejar atrás el esfuerzo, el sacrificio inútil y
asumir su destino. Decirles que dejen de luchar por él, que se vayan
haciendo a la idea de lo que va a suceder, pero ellos, de alguna
manera, no se lo permiten. Con quien sí ha hablado es con su amigo
Juan, al que le van bien las cosas. Juan ya ha elegido su deporte;
natación. Y en las pruebas llega siempre el primero, mejorando
continuamente los tiempos. Él tiene el éxito asegurado. Él puede
soñar con ir a la mejor universidad del país para después acceder
a uno de los puestos más altos y bien remunerados. Y Martín se
alegra por su amigo.
Andrés, desesperado, se mantiene despierto hasta altas horas de la
madrugada, estudiando la técnica de todos los deportes, buscando las
claves escondidas que le permitan abrir el cofre de la esperanza para
su hijo. Pero uno tras otro, todos los deportes son descartados. Ya
sólo queda el tiro con arco.
Sin ninguna esperanza, padre e hijo se dirigen al campo de tiro.
Faltan nueve meses para la prueba y quince días para la inscripción
definitiva. Si Martín también falla en esto, entre los dos deberán
elegir el deporte “menos negativo” por llamarlo de alguna manera.
Y Andrés teme ese momento porque ¿cómo enfrentarse a elegir lo
menos malo de algo malo? De todas formas, no quiere pensar mucho en
ello, aunque Elena no deja de recordárselo todos los días.
El monitor le enseña a Martín un arco y le explica cómo debe
usarlo. Él lo escucha sin demasiado interés. Total, para qué,
seguro que su flecha acaba dando en cualquier parte menos en la
diana. Después coge el arco entre sus manos y lo tensa como le van
indicando. En ese momento el chico siente circular por sus brazos una
especie de corriente eléctrica, como si ese utensilio fuera la
continuación de sus brazos, como si su cuerpo hubiera echado toda la
vida de menos ese apéndice, aunque sin ser consciente de ello.
Martín se evade del resto del mundo. Sólo están él, el arco y la
diana. Sus ojos se clavan en el centro de los círculos concéntricos.
Su mente, de manera automática, sin apenas esfuerzo, calcula
distancias, parábolas, tensión, fuerza...Llegado el momento
dispara. La flecha se clava en el centro de la diana, con una
puntuación de nueve. Andrés y el monitor cruzan sus miradas. No es
posible, es fruto de la casualidad, piensan los dos. Pero Martín
dispara otras diez veces y otras diez veces la flecha baila en el
aire para después clavarse en el centro de la diana. De repente,
Andrés comienza a reír de forma estrepitosa, expulsando con sus
carcajadas el miedo acumulado durante tanto tiempo. Martín también
ríe, aún confuso, temiendo despertar de ese maravilloso sueño en
cualquier momento.
Llega el día de la gran prueba, la gran fiesta nacional. El país
entero queda paralizado y en la capital se congregan los jóvenes
elegidos para decidir su futuro. La familia de Martín, compuesta por
sus padres y sus dos hermanos pequeños, salen de casa esperanzados,
aunque también temerosos. Saben que siempre puede haber un fallo,
algún contratiempo de última hora. De todas formas, aún quedan
unas horas por delante. Primero irán a ver alguna de las otras
pruebas, en especial la de natación, donde participa Juan.
Al llegar al lugar donde se desarrolla la prueba, ven la zona vallada
y una multitud ordenada esperando en una cola paciente. Ellos enseñan
su pase especial y una azafata los conduce hasta los asientos
reservados a los elegidos y sus familias. Martín se siente especial
cuando lo vitorea la gente. Sus padres y hermanos se sienten
orgullosos. En la prueba de natación, como en el resto de las
pruebas, participan cien chicos. Martín ve a Juan con su bañador
minúsculo, poniéndose el gorro y las gafas. Cuando todos están
preparados, levantan los brazos, pidiendo la aclamación del público.
Poco después suena el disparo. Los chicos se echan al agua y
comienzan a nadar tan rápido como pueden. Minutos más tarde, se
abren las compuertas por las que salen los diez cocodrilos mecánicos,
programados para atrapar y descuartizar cada uno a nueve cuerpos
humanos. La gente disfruta del espectáculo, riendo y gritando, ajena
al desasosiego de las familias de los elegidos. Los primeros chicos
no tardan en desaparecer bajo el agua teñida de rojo. Los lamentos y
los gritos de terror de los padres, quedan ahogados por el clamor del
gentío. Ya quedan pocos y sólo pueden salvarse diez. Juan sigue en
cabeza, ya muy cerca de la valla de seguridad que protegerá su vida
de los ataques. Pero, de repente, parece que tiene problemas. Andrés
mira a través de sus prismáticos con cara preocupada. Se los pasa a
Martín. Juan tiene un calambre en una pierna. Un chico consigue
adelantarle, luego otro y otro, hasta contar nueve. Sólo quedan en
el agua Juan y otro chico que avanza desesperado hacia la valla. El
griterío es ensordecedor. Martín no puede seguir mirando y le da
los prismáticos a su padre. Cierra los ojos como cuando era niño y
pensaba que así alejaba los peligros. Cuando siente el clamor sabe
que todo ha acabado, que o Juan o el otro chico han caído. Abre los
ojos y mira a sus padres. Están llorando. Salen de allí
apesadumbrados, sabiendo que todo es posible, que nada es seguro. A
las seis de la tarde, Martín y su familia se dirigen al campo de
tiro.
Martín queda en primer lugar, después de que noventa chicos de su
edad, hayan sido elevados por los aires y después soltados a gran
altura, con brusquedad, por grandes aves metálicas y articuladas.
Al anochecer, la familia se retira aliviada. Martín sabe que tiene
asegurada su vida y su futuro. Pero él no es tan fuerte como su
progenitor, ni física ni mentalmente. Él nunca podrá superar la
muerte de su amigo ni las de los demás chicos. Él nunca podrá
olvidar el miedo y la angustia de los participantes y sus familias.
Él nunca podrá olvidar los gritos de júbilo de los espectadores.
Él nunca podrá olvidar el brillo de emoción en miles de ojos a la
vista de la sangre derramada por cuerpos adolescentes.
Tras una noche de insomnio, sabe qué debe hacer. Ha oído hablar de
la existencia de una red secreta que de vez en cuando consigue sacar
a unas cuantas personas del país, aunque es peligroso. Pero él es
un elegido, por lo que nadie sospechará de sus movimientos.
Una semana más tarde comienza a dar los primeros pasos que lo
llevarán lejos de su país, de su familia, de su gente. Lo siente
por sus padres, seguro que sufrirán sin entender su decisión. Pero
él no puede vivir en ese país, en ese mundo. Él no quiere ser un
elegido. Tan sólo aspira a ser una persona normal, rodeado de
personas normales. Personas que nunca permitirían que se celebrara
la gran prueba, y mucho menos que sus hijos participaran en ella.
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