La distinguida
dama de la alta sociedad del siglo XVII, doña Isabel de
Alvargonzález y del Río -Rodríguez de Antoñana, era tonta de
remate, aunque ella lo ignoraba, cosa que por otra parte suele pasar,
que los tontos no se den cuenta de que lo son, me refiero. El caso es
que precisamente por su tontuna no había encontrado marido y estaba
ya entrando en una edad peligrosa. Su madre, viuda y arruinada, que
salía a flote casando a sus hijas con caballeros adinerados, se
estaba poniendo muy nerviosa. O casaba a su hija solterona o no sabía
cómo iba a mantener el fastuoso palacio en el que vivían de allí
a un año. Pero sus problemas se terminaron cuando conoció a Pedro
Quincoces, que no era noble, pero si rico, aunque su dinero no
proviniese de actividades muy legales precisamente. La viuda le
propuso desposarse con su hija a cambio de colaborar con él en sus
sórdidos negocios y él vio en ello vía libre para ampliar sus
quehaceres. Le regaló a Isabelita un ramo de caléndulas
y se le declaró
después de ir a tomar café al palacio tres o cuatro veces invitado
por la madre. La muchacha se enamoró como la tonta que era. La
escena, en medio del jardín, resultó tan rematadamente empalagosa
que hasta una graciosa libélula que por allí volaba sintió ganas
de vomitar.
La boda se celebró por todo lo alto. A partir de entonces
Isabelita, aparte de tonta, se sintió feliz y su madre comenzó a
repartir droga escondida en los bajos de sus fastuosos vestidos. Es
que Pedro Quincoces fue un antepasado de uno de los mayores clanes de
la droga de Galicia. ¿Que no sabían que esos negocios se remontaban
tan atrás? Pues ya ven lo que son las cosas. Nunca te acostarás
sin saber una cosa más, dice el dicho.
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