En casa de mis
abuelos, en un pueblo perdido de Extremadura, todos los veranos había
murciélagos en el desván.
La tía Regina, que dormía en el cuarto en el que estaban las
escaleras que subían al desván, más de una vez se había tenido
que levantar en mitad de la noche a matarlos a alfombrazos. Al
principio le daba un poco de asco, pero poco a poco se fue
acostumbrando. A mí me producían pavor y mucho más desde que
ocurrió aquello, de hecho no he vuelto al pueblo. Aquella noche se
había escuchado mucho jaleo en el corral.
Las gallinas, los cerdos y las vacas estaban revolucionados. Los
abuelos y mis padres parecían no darse cuenta, pero yo no dormí
nada en absoluto, pues a los sonidos de los animales se unían las
siluetas de los murciélagos volando detrás de mi ventana. Cuando
nos levantamos por la mañana todos los animales se encontraban
muertos menos una cerda que estaba preñada. El veterinario dijo que
habían sido los murciélagos, que les habían trasmitido alguna
enfermedad. Ellos también desaparecieron. Cuando la marrana dio a
luz trajo al mundo tres cerdos normales y uno con alas de murciélago
que salió volando en cuanto vino al mundo. Nadie se explica
semejante fenómeno, pero hay quien dice que alguna noche de verano
el cerdo murciélago se ve volando, al acecho de cualquiera que vaya
solo por la calle, para convertirlo en vampiro o algo parecido. Yo
por si acaso no me he arriesgado.
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