El petimetre - Marian Muñoz


                                            


Andaba el petimetre enfrascado en la obligación de catalogar todas las existencias de aquella tienda de especias. Incluso debía contabilizar la albahaca que el tendero había introducido en el almirez para dar mayor consistencia al popurrí de esencias del cocido de Doña Servanda. La desazón estaba acechando el cacumen del petimetre que concentrado intentaba cumplir fielmente con la tarea que le habían encomendado, el silencio que allí reinaba le intimidaba.
Era el único ser vivo en aquella estancia, los productos que allí se vendían configuraban un paisaje lo más parecido a la cabaña de un hechicero.
La pica del lápiz se rompió por el nerviosismo, detuvo su tarea para volver a sacar punta con la navaja, cuidando de no tirar la viruta al suelo o contaminar alguna especia.
Enfrascado como estaba en ello, pegó un brinco al oír el sonido de la aldaba golpeando la puerta de entrada. Por poco no tira el contenido del almirez cercano. Era menester no abrir a nadie hasta terminar fehacientemente con su trabajo, gozaba de la confianza de quien lo había encargado, y no sólo no quería defraudarlo, sino que gustaba de ser fiel cumplidor de sus obligaciones.
Pero quien fuera, seguía golpeando la puerta con la aldaba, no se conformaba con el silencio por respuesta.
El petimetre desasosegado e inquieto, era consciente que aquel ruido además de atemorizarle le estaba desconcentrando, y no podría terminar a tiempo su trabajo, por lo que la desazón no paraba de aturdir su cacumen.
Con gesto nervioso alisó sus caros ropajes y con el lapicero bien afilado reanudó la tarea de catalogar todo lo que allí hubiera.
El silencio imperó de nuevo en la estancia, y consiguió culminar su tarea con cierta presteza. Estaba recogiendo sus elementos de trabajo y guardándolos en su portafolio, cuando al dirigirse hacia la puerta, oyó de nuevo el sonido de la aldaba golpeándola. Nadie podía entrar en aquel lugar, estaba precintado por la autoridad y tan sólo él tenía autorización para poder inventariar y catalogar todo lo que allí hubiera.
No se explicaba cómo alguien podía querer entrar a un sitio tan repelente, la apariencia exterior no distaba mucho de su interior, paredes mugrientas, estanterías llenas de tarros con restos de animales sabe Dios en qué líquidos, capazos de mimbre llenos de variadas especias, plantas y flores colgadas bocabajo del techo secándose emitiendo olores dispares, un sinfín de tierras de diferentes colores y texturas, así como velas y licores varios.

Tomó un respiro para seguir contando a sus nietos, que le miraban embobados y sin entender un ápice de lo que decía, el origen de aquella piedra brillante que a lo largo de generaciones había estado en la familia.

Tras terminar su labor y con gran temor abrió la puerta. Se encontró afuera con un lacayo del rey, quien pomposamente le puso en la mano una vieja bolsa de cuero marrón, diciéndole:
  • En pago a vuestra gran sabiduría y acierto con la enfermedad de la odalisca del rey.
Iba a explicarle al lacayo que él no era el hechicero, que era un simple interventor del Gobernador, que estaba catalogando todo aquello, más apenas hubo abierto la boca para explicarse, el lacayo ya estaba montado en su caballo y partiendo presto de vuelta al castillo.
No había ningún alma más en los alrededores, e intrigado, abrió aquella pequeña bolsa, en cuyo interior halló esta piedra brillante.

  • ¡Ooohhh, abuelo! ¡ Cómo brilla y parece que huele!.
  • Así es
  • ¿Y hace cuanto tiempo que la tienes tú?
  • Pues desde que murió mi abuelo hace sesenta años.
  • ¿Y nos la vas a regalar?
  • ¡Claro! Pero con una condición, que busquéis a su propietario y se la entreguéis.
  • Pero abuelo, ¿Cómo vamos a saber quién es? Tú no has podido ¿verdad?
  • Sí, yo le encontré, pero estaba tan colgado de sus hierbas que se pasaba el día viajando mentalmente, y no conseguí encontrarle cuerdo para explicarle porque le daba esta piedra.
Veréis, vuestro tatarabuelo comprendió desde el primer instante que esta piedra no le pertenecía, indagó donde tenía el Gobernador encerrado al hechicero para poder entregarle un bien tan preciado. Quizás la piedra pudiera restituirle la libertad, más tuvo muy mala suerte, porque cuando le halló sólo encontró las cenizas ya que había sido quemado en la hoguera por brujo.
Desde entonces, de generación en generación, un miembro de nuestra familia tiene la obligación de encontrar al heredero del hechicero y poder entregarle la piedra.
Pero se ve que sus descendientes siguen rodeándose de hierbas, especias y otros polvos afines, y no llegamos a tiempo de conseguirlo.
Seguiré intentándolo, pero mi tiempo se acaba, y esta dichosa misión le tocará a uno de vosotros, y quien sabe, tal vez, por fin, esta familia consiga cumplir el cometido histórico de restituir la piedra brillante a sus legítimos dueños.




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