Andaba el petimetre enfrascado en la obligación de catalogar todas
las existencias de aquella tienda de especias. Incluso debía
contabilizar la albahaca que el tendero había introducido en el
almirez para dar mayor consistencia al popurrí de esencias del
cocido de Doña Servanda. La desazón estaba acechando el cacumen
del petimetre que concentrado intentaba cumplir fielmente con la
tarea que le habían encomendado, el silencio que allí reinaba le
intimidaba.
Era el único ser vivo en aquella estancia, los productos que allí
se vendían configuraban un paisaje lo más parecido a la cabaña de
un hechicero.
La pica del lápiz se rompió por el nerviosismo, detuvo su tarea
para volver a sacar punta con la navaja, cuidando de no tirar la
viruta al suelo o contaminar alguna especia.
Enfrascado como estaba en ello, pegó un brinco al oír el sonido de
la aldaba golpeando la puerta de entrada. Por poco no tira el
contenido del almirez cercano. Era menester no abrir a nadie hasta
terminar fehacientemente con su trabajo, gozaba de la confianza de
quien lo había encargado, y no sólo no quería defraudarlo, sino
que gustaba de ser fiel cumplidor de sus obligaciones.
Pero quien fuera, seguía golpeando la puerta con la aldaba, no se
conformaba con el silencio por respuesta.
El petimetre desasosegado e inquieto, era consciente que aquel ruido
además de atemorizarle le estaba desconcentrando, y no podría
terminar a tiempo su trabajo, por lo que la desazón no paraba de
aturdir su cacumen.
Con gesto nervioso alisó sus caros ropajes y con el lapicero bien
afilado reanudó la tarea de catalogar todo lo que allí hubiera.
El silencio imperó de nuevo en la estancia, y consiguió culminar su
tarea con cierta presteza. Estaba recogiendo sus elementos de
trabajo y guardándolos en su portafolio, cuando al dirigirse hacia
la puerta, oyó de nuevo el sonido de la aldaba golpeándola. Nadie
podía entrar en aquel lugar, estaba precintado por la autoridad y
tan sólo él tenía autorización para poder inventariar y catalogar
todo lo que allí hubiera.
No se explicaba cómo alguien podía querer entrar a un sitio tan
repelente, la apariencia exterior no distaba mucho de su interior,
paredes mugrientas, estanterías llenas de tarros con restos de
animales sabe Dios en qué líquidos, capazos de mimbre llenos de
variadas especias, plantas y flores colgadas bocabajo del techo
secándose emitiendo olores dispares, un sinfín de tierras de
diferentes colores y texturas, así como velas y licores varios.
Tomó un respiro para seguir contando a sus nietos, que le miraban
embobados y sin entender un ápice de lo que decía, el origen de
aquella piedra brillante que a lo largo de generaciones había estado
en la familia.
Tras terminar su labor y con gran temor abrió la puerta. Se
encontró afuera con un lacayo del rey, quien pomposamente le puso en
la mano una vieja bolsa de cuero marrón, diciéndole:
- En pago a vuestra gran sabiduría y acierto con la enfermedad de la odalisca del rey.
Iba a explicarle al lacayo que él no era el hechicero, que era un
simple interventor del Gobernador, que estaba catalogando todo
aquello, más apenas hubo abierto la boca para explicarse, el lacayo
ya estaba montado en su caballo y partiendo presto de vuelta al
castillo.
No había ningún alma más en los alrededores, e intrigado, abrió
aquella pequeña bolsa, en cuyo interior halló esta piedra
brillante.
- ¡Ooohhh, abuelo! ¡ Cómo brilla y parece que huele!.
- Así es
- ¿Y hace cuanto tiempo que la tienes tú?
- Pues desde que murió mi abuelo hace sesenta años.
- ¿Y nos la vas a regalar?
- ¡Claro! Pero con una condición, que busquéis a su propietario y se la entreguéis.
- Pero abuelo, ¿Cómo vamos a saber quién es? Tú no has podido ¿verdad?
- Sí, yo le encontré, pero estaba tan colgado de sus hierbas que se pasaba el día viajando mentalmente, y no conseguí encontrarle cuerdo para explicarle porque le daba esta piedra.
Veréis, vuestro tatarabuelo comprendió desde el primer instante que
esta piedra no le pertenecía, indagó donde tenía el Gobernador
encerrado al hechicero para poder entregarle un bien tan preciado.
Quizás la piedra pudiera restituirle la libertad, más tuvo muy mala
suerte, porque cuando le halló sólo encontró las cenizas ya que
había sido quemado en la hoguera por brujo.
Desde entonces, de generación en generación, un miembro de nuestra
familia tiene la obligación de encontrar al heredero del hechicero y
poder entregarle la piedra.
Pero se ve que sus descendientes siguen rodeándose de hierbas,
especias y otros polvos afines, y no llegamos a tiempo de
conseguirlo.
Seguiré intentándolo, pero mi tiempo se acaba, y esta dichosa
misión le tocará a uno de vosotros, y quien sabe, tal vez, por fin,
esta familia consiga cumplir el cometido histórico de restituir la
piedra brillante a sus legítimos dueños.
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