Érase una vez una
ratita que no podía ser más tonta. Se llamaba Estuarda. Era guapa y
tenía un cuerpo de escándalo, pero eso no le daba derecho a mirar
por encima del hombro a todas las demás ratitas del vecindario, a
las que despreciaba vilmente cada vez que tenía ocasión. Además
era una ignorante y una superficial, defectos que estaban a la vista
de todos, pero que nadie del género masculino parecía ver, de hecho
la mayoría de los caballeros del vecindario babeaban por ella. Daba
igual que fueran burros, caballos, gatos o gallos de corral. Todos
estaban embobados con la ratita, cosa que indignaba profundamente a
todas las demás ratitas, y no porque desearan ser ellas el centro
de atención, sino porque no entendían que aquellos animales fueran
tan idiotas como para no ver lo mala que era aquella fémina.
A Estuarda le
gustaba vestir de forma provocativa y pavonearse delante del
personal, bien dando paseos por la plaza y sentándose en una terraza
tomando una caña. Una vez, al salir de su casa, se encontró un
billete de cincuenta euros y decidió ir a comprarse un vestido
precioso que había visto en Zara. El vestido le quedaba como el
culo, pero le resaltaba el canalillo de las tetas que daba gusto, así
que de aquella guisa se sentó en el bar de Don Agapito el castor y
se dedicó a pavonearse delante de todo animal que entraba a tomar
un refrigerio. Tal era la calentura que provocaba que recibió varias
proposiciones de matrimonio. Primero se le acercó Indalecio el
burro, que era más feo que picio, y ni corto ni perezoso le pidió
matrimonio. Ella le preguntó qué estaría dispuesto a hacer por
ella todas las noches, a lo que el burro soltó un rebuzno capaz de
asustar al pueblo entero y de paso le contestó que la noche estaba
para dormir, que él trabajaba como un burro (como lo que era) todo
el santo día, y que de noche no estaba para muchas historias.
Estuarda, que lo que quería era que le dieran marcha, lo largó con
viento fresco.
Al rato se le
acercó Ludovico, un Fox Terrier la mar de majo y simpático.
Igualmente le pidió matrimonio y ella le hizo la misma pregunta que
a Indalecio el burro. Ludovico soltó un ladrido muy suave y le dijo
que desgraciadamente no iban a poder pasar muchas noches juntos
puesto que trabajaba como guardia de seguridad en una finca en las
afueras y estaba siempre de turno de noches, salvo los fines de
semana. La ratita lo mandó a paseo sin más preámbulos.
Minutos más tarde
hizo su aparición Robustiano el conejo, que fue interrogado igual
que sus predecesores. El conejillo movió un poco su nariz y sonrió
dejando al descubierto su prominente dentadura blanquísima y fina, y
contestó que por las noches le gustaba procrear. De todos es sabido
que los conejos tienen fama de animales prolíficos. Estuarda también
lo rechazó sin miramientos por dos razones, la primera porque le
gustaba mucho retozar, pero ser madre no entraba en sus planes, y la
segunda porque percibió cierta halitosis en el aliento de Robustiano
que le provocó un asco tremendo.
Igual suerte
corrieron Senén el cerdo, Melanio el coyote y Gerardo el murciélago.
Todas aquellas idas y venidas estaban siendo observadas de lejos por
Remigio el ratón de campo, que si bien estaba enamorado de Estuarda,
también era consciente de lo tonta que era, y esperaba pacientemente
la ocasión idónea para hacerla entrar en razón. Por el momento se
acercó a ella y le propuso relaciones. Estuarda le miró de arriba
abajo antes de hacerle la consabida pregunta. Remigio no era ni guapo
ni feo, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, era un ratón normal y
corriente, responsable, trabajador, amable, simpático, honrado y
cordial. Una joya. Pero ella se pensaba que se merecía algo más y
cuando Remigio le dijo que por las noches haría lo que se terciara,
a veces dormir, a veces ver algún partido de fútbol de la liga
ratonil de primera división y por supuesto divertirse en la cama
cuando a ambos les apeteciera. No convenció a Estuarda aquella
perorata y también lo mandó a tomar viento. Pero lejos de
amilanarse, Remigio se retiró con una media sonrisa en los labios.
Había perdido una batalla, pero no la guerra y se sentó en su
esquina, a seguir observando.
Apareció entonces
René el gato, que era tan idiota y presuntuoso como Estuarda. Venía
enfundado en un traje de cuero negro que realzaba su musculatura,
meneando el rabo con mucho estilo, y con esa pinta y una media
sonrisa arrebatadora, cautivó a la ratita en menos que canta un
gallo. Aún así ella le hizo la pregunta de rigor a lo que él, con
un guiño de ojo le contestó:
-Me lo dices o me
lo cuentas, preciosa.
Estuarda no se lo
pensó dos veces. Se levantó de su silla y se fue con el gato en
cuanto éste la invitó a pasar la tarde en su casa de la sierra.
Allí se lo pasaron de vicio, aunque a la ratita no se le pasó por
alto que en ocasiones René tenía que hacer verdaderos esfuerzos
para no sacar las uñas, como si le gustara el sado o algo así. Pero
lo peor fue cuando se dispusieron a cenar y Estuarda vio que en la
mesa sólo había un servicio de cubiertos. Entonces cayó en la
cuenta... un gato... una rata.... ¿la prepararía asada o por el
contrario la degustaría así, al natural, cruda? Se dio cuenta de
que le quedaban unos minutos de vida y aunque quiso escapar, el gato
fue más rápido y la atrapó entre sus garras. Mas cuando ya le iba
a atestar el primer bocado apareció por allí Remigio, que se veía
venir algo así y los había seguido hasta el chalet, y con un golpe
de kárate certero y sorpresivo mandó a René al otro barrio y salvó
a Estuarda de una muerte segura y horrible.
Aquel episodio
fue un revulsivo para nuestra ratita, que se dio cuenta de que debía
cambiar de actitud si no quería acabar en las garras de cualquier
desaprensivo que le ofreciera sexo fácil. Así que decidió hacerse
novia de Remigio y formalizar un poco. Fueron bastante felices,
aunque ella, de vez en cuando, retozaba en la ratonera de algún
ratón de ciudad, más que nada para salirse un poco de la rutina.
Ella era así, qué le iba a hacer.
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