La ratita viciosilla y engreída - Gloria Losada



Érase una vez una ratita que no podía ser más tonta. Se llamaba Estuarda. Era guapa y tenía un cuerpo de escándalo, pero eso no le daba derecho a mirar por encima del hombro a todas las demás ratitas del vecindario, a las que despreciaba vilmente cada vez que tenía ocasión. Además era una ignorante y una superficial, defectos que estaban a la vista de todos, pero que nadie del género masculino parecía ver, de hecho la mayoría de los caballeros del vecindario babeaban por ella. Daba igual que fueran burros, caballos, gatos o gallos de corral. Todos estaban embobados con la ratita, cosa que indignaba profundamente a todas las demás ratitas, y no porque desearan ser ellas el centro de atención, sino porque no entendían que aquellos animales fueran tan idiotas como para no ver lo mala que era aquella fémina.
A Estuarda le gustaba vestir de forma provocativa y pavonearse delante del personal, bien dando paseos por la plaza y sentándose en una terraza tomando una caña. Una vez, al salir de su casa, se encontró un billete de cincuenta euros y decidió ir a comprarse un vestido precioso que había visto en Zara. El vestido le quedaba como el culo, pero le resaltaba el canalillo de las tetas que daba gusto, así que de aquella guisa se sentó en el bar de Don Agapito el castor y se dedicó a pavonearse delante de todo animal que entraba a tomar un refrigerio. Tal era la calentura que provocaba que recibió varias proposiciones de matrimonio. Primero se le acercó Indalecio el burro, que era más feo que picio, y ni corto ni perezoso le pidió matrimonio. Ella le preguntó qué estaría dispuesto a hacer por ella todas las noches, a lo que el burro soltó un rebuzno capaz de asustar al pueblo entero y de paso le contestó que la noche estaba para dormir, que él trabajaba como un burro (como lo que era) todo el santo día, y que de noche no estaba para muchas historias. Estuarda, que lo que quería era que le dieran marcha, lo largó con viento fresco.
Al rato se le acercó Ludovico, un Fox Terrier la mar de majo y simpático. Igualmente le pidió matrimonio y ella le hizo la misma pregunta que a Indalecio el burro. Ludovico soltó un ladrido muy suave y le dijo que desgraciadamente no iban a poder pasar muchas noches juntos puesto que trabajaba como guardia de seguridad en una finca en las afueras y estaba siempre de turno de noches, salvo los fines de semana. La ratita lo mandó a paseo sin más preámbulos.
Minutos más tarde hizo su aparición Robustiano el conejo, que fue interrogado igual que sus predecesores. El conejillo movió un poco su nariz y sonrió dejando al descubierto su prominente dentadura blanquísima y fina, y contestó que por las noches le gustaba procrear. De todos es sabido que los conejos tienen fama de animales prolíficos. Estuarda también lo rechazó sin miramientos por dos razones, la primera porque le gustaba mucho retozar, pero ser madre no entraba en sus planes, y la segunda porque percibió cierta halitosis en el aliento de Robustiano que le provocó un asco tremendo.
Igual suerte corrieron Senén el cerdo, Melanio el coyote y Gerardo el murciélago. Todas aquellas idas y venidas estaban siendo observadas de lejos por Remigio el ratón de campo, que si bien estaba enamorado de Estuarda, también era consciente de lo tonta que era, y esperaba pacientemente la ocasión idónea para hacerla entrar en razón. Por el momento se acercó a ella y le propuso relaciones. Estuarda le miró de arriba abajo antes de hacerle la consabida pregunta. Remigio no era ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, era un ratón normal y corriente, responsable, trabajador, amable, simpático, honrado y cordial. Una joya. Pero ella se pensaba que se merecía algo más y cuando Remigio le dijo que por las noches haría lo que se terciara, a veces dormir, a veces ver algún partido de fútbol de la liga ratonil de primera división y por supuesto divertirse en la cama cuando a ambos les apeteciera. No convenció a Estuarda aquella perorata y también lo mandó a tomar viento. Pero lejos de amilanarse, Remigio se retiró con una media sonrisa en los labios. Había perdido una batalla, pero no la guerra y se sentó en su esquina, a seguir observando.
Apareció entonces René el gato, que era tan idiota y presuntuoso como Estuarda. Venía enfundado en un traje de cuero negro que realzaba su musculatura, meneando el rabo con mucho estilo, y con esa pinta y una media sonrisa arrebatadora, cautivó a la ratita en menos que canta un gallo. Aún así ella le hizo la pregunta de rigor a lo que él, con un guiño de ojo le contestó:
-Me lo dices o me lo cuentas, preciosa.
Estuarda no se lo pensó dos veces. Se levantó de su silla y se fue con el gato en cuanto éste la invitó a pasar la tarde en su casa de la sierra. Allí se lo pasaron de vicio, aunque a la ratita no se le pasó por alto que en ocasiones René tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no sacar las uñas, como si le gustara el sado o algo así. Pero lo peor fue cuando se dispusieron a cenar y Estuarda vio que en la mesa sólo había un servicio de cubiertos. Entonces cayó en la cuenta... un gato... una rata.... ¿la prepararía asada o por el contrario la degustaría así, al natural, cruda? Se dio cuenta de que le quedaban unos minutos de vida y aunque quiso escapar, el gato fue más rápido y la atrapó entre sus garras. Mas cuando ya le iba a atestar el primer bocado apareció por allí Remigio, que se veía venir algo así y los había seguido hasta el chalet, y con un golpe de kárate certero y sorpresivo mandó a René al otro barrio y salvó a Estuarda de una muerte segura y horrible.
Aquel episodio fue un revulsivo para nuestra ratita, que se dio cuenta de que debía cambiar de actitud si no quería acabar en las garras de cualquier desaprensivo que le ofreciera sexo fácil. Así que decidió hacerse novia de Remigio y formalizar un poco. Fueron bastante felices, aunque ella, de vez en cuando, retozaba en la ratonera de algún ratón de ciudad, más que nada para salirse un poco de la rutina. Ella era así, qué le iba a hacer.
 


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