Alonso despertó mucho antes de lo acostumbrado. Se desperezó en su
jergón de paja y deseó estar ardiendo de fiebre. Se tocó la
frente. Estaba fría. Caviló durante un buen rato qué excusa podía
poner para no cumplir su cometido. No halló ninguna. Había que
entregar los borceguís a la mujer del conde ese mismo día y con su
padre enfermo no tenía escapatoria.
Alonso recordaba con nitidez todas y cada una de las veces que había
entrado en el castillo. Ya el primer día, mientras su progenitor
tomaba las medidas a los pies de la condesa, se había visto
arrastrado tras una gruesas cortinas primero, y por estrechos
pasillos y escaleras después, hasta una alcoba, donde una dama,
ardiente y presurosa, le había abierto las puertas a los misterios
de la edad adulta. Después, tras depositar en sus manos unos
maravedís, recompuso su hermoso vestido de tafetán de seda verde y
su elaborado peinado y, poniendo un dedo en la boca en señal de
silencio, lo invitó a seguirla. Alonso caminó tras ella, turbado e
inquieto, con un extraño y desconocido temblor en las piernas. No
sabía si le había gustado o no la experiencia, se encontraba
demasiado confundido y perplejo para saberlo, y tenía miedo de que
su padre se lo notara en cuanto le viera la cara. Ya hacía tiempo
que se sentía un hombre, a sus ya cumplidos trece años, pero nunca,
hasta ese día, había probado mujer. Por suerte, su padre no notó
nada, ni siquiera su falta, pues un criado había sido encargado de
decirle que lo llevaban a las cocinas para darle un tazón de sopa
caliente. Sin embargo, Alonso no tardó en saber que la dama con la
que había yacido era la mujer del jefe de la guardia, un hombre
corpulento, de mal genio y peor fama. Alonso rezó para que no le
hicieran más encargos a su padre que lo obligaran a acompañarlo
hasta el castillo. Pero como si Dios hubiera decidido castigarle por
lo que había hecho, del castillo comenzaron a llegar muchos más
encargos de los acostumbrados. Cinco veces acudió Alonso al castillo
y cinco veces se vio reclamado por una mano femenina para calmar los
ardores de su dueña.
La dama, poseedora de unos pechos generosos y unas carnes abundantes
y blandas, lo tumbaba bruscamente en la cama para, a continuación,
colocarse sobre él subiendo sus faldas. Lo montaba así durante un
buen rato en el que Alonso se sentía transportado a otro mundo, un
mundo de sensaciones placenteras que gustaba de evocar en sus noches
solitarias. Además, disfrutaba de la comodidad de la cama, de la
suavidad de las telas y de la visión de muebles y objetos
desconocidos para él. Pero cuando llegaba el momento de abandonar la
estancia, a Alonso lo atacaba el temor de encontrarse enfrente de la
espada del jefe de la guardia, y ese temor no le abandonaba ni de día
ni de noche. De día se ponía a temblar cada vez que oía acercarse
a su casa los cascos de un caballo y de noche sus sueños se poblaban
de pesadillas en las que se veía a sí mismo en el fondo del foso
atravesado por una espada, sirviendo de comida a las alimañas.
Alonso cabalgaba pálido y nervioso a entregar el encargo. Cuando
vio aparecer ante él la figura imponente del castillo, las tripas se
le retorcieron y por tres veces tuvo que apearse del caballo para dar
cumplida cuenta de sus necesidades. Aún más lívido que al salir de
casa, atravesó la inmensa puerta sin poder evitar lanzar una mirada
al ancho y temido foso. Un criado lo llevó a través de pasillos
conocidos hasta la amplia sala donde lo esperaba la condesa con dos
de sus damas. Allí estaba ella, guiñándole un ojo con descaro,
ante las risas cómplices de la condesa y de la otra dama.
Alonso, ruborizado, con un sudor tibio y húmedo recorriendo su
cuerpo, sacó, con manos temblorosas, los borceguís de la bolsa de
tela adamascada y se los probó a la condesa. Ésta sonrió
complacida mientras las damas lanzaban gritos de admiración ante la
belleza y perfección del trabajo. La condesa se levantó y dio unos
pasos, contemplando su calzado nuevo. Después, ordenó pagar a
Alonso y retirarse a los criados, excepto a las dos damas.
--¿Has tomado alguna vez un baño, muchacho? --preguntó de pronto
la condesa con una sonrisa pícara.
--Si, señora. A veces—respondió Alonso con timidez,
desconcertado por la pregunta.
--Pues hoy tomarás uno muy especial. Sígueme.
La condesa pasó a un cuarto más pequeño, seguida de las dos damas
y de Alonso. Allí había una especie de estanque con bordes de
ladrillo, lleno de un agua transparente y caliente, a juzgar por el
vaho que desprendía. Las damas despojaron a su señora de sus
pesados ropajes mientras Alonso las observaba paralizado. Era una
mujer hermosa, con la piel blanca y la carne tersa, que ya desnuda se
introdujo en el agua. Las dos damas se dirigieron entonces hacia
Alonso y, entre risas, le fueron quitando todas sus ropas. Después,
tomándolo de ambas manos lo llevaron hasta su señora que, con una
seña, le indicó que entrara en el agua. Alonso se metió en el
estanque, temblando de frío y de miedo, sin poder quitar de su
cabeza ni al jefe de la guardia ni al conde. Si lo encontraban allí
seguro que no se contentaban con tirarlo al foso. Más bien lo
torturarían, lo condenarían a una muerte cruel o lo dejarían
pudrirse en el interior de un lúgubre calabozo.. Las dos damas, sin
parar de reír, también se desnudaron para acompañarlos en su
cálido baño. Las tres mujeres se acercaron a él y comenzaron a
juguetear con el cuerpo desnudo del asustado muchacho. Alonso no
tardó en dejarse atrapar en una telaraña gozosa que aceleraba sus
latidos y agitaba su respiración. Cuando el cuerpo de la condesa se
abrió a él como una ofrenda, Alonso la poseyó ya sin pensar en
nada, hasta culminar en un estallido de placer.
Tras unas gruesas cortinas, el conde los espiaba con la cara
enrojecida, las aletas de la nariz dilatadas, los músculos
contraídos, a punto ya de explotar por las caricias ardientes y
llenas de pasión del jefe de la guardia.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario