Los borceguís - Cristina Muñiz Martín


                                            


Alonso despertó mucho antes de lo acostumbrado. Se desperezó en su jergón de paja y deseó estar ardiendo de fiebre. Se tocó la frente. Estaba fría. Caviló durante un buen rato qué excusa podía poner para no cumplir su cometido. No halló ninguna. Había que entregar los borceguís a la mujer del conde ese mismo día y con su padre enfermo no tenía escapatoria.
Alonso recordaba con nitidez todas y cada una de las veces que había entrado en el castillo. Ya el primer día, mientras su progenitor tomaba las medidas a los pies de la condesa, se había visto arrastrado tras una gruesas cortinas primero, y por estrechos pasillos y escaleras después, hasta una alcoba, donde una dama, ardiente y presurosa, le había abierto las puertas a los misterios de la edad adulta. Después, tras depositar en sus manos unos maravedís, recompuso su hermoso vestido de tafetán de seda verde y su elaborado peinado y, poniendo un dedo en la boca en señal de silencio, lo invitó a seguirla. Alonso caminó tras ella, turbado e inquieto, con un extraño y desconocido temblor en las piernas. No sabía si le había gustado o no la experiencia, se encontraba demasiado confundido y perplejo para saberlo, y tenía miedo de que su padre se lo notara en cuanto le viera la cara. Ya hacía tiempo que se sentía un hombre, a sus ya cumplidos trece años, pero nunca, hasta ese día, había probado mujer. Por suerte, su padre no notó nada, ni siquiera su falta, pues un criado había sido encargado de decirle que lo llevaban a las cocinas para darle un tazón de sopa caliente. Sin embargo, Alonso no tardó en saber que la dama con la que había yacido era la mujer del jefe de la guardia, un hombre corpulento, de mal genio y peor fama. Alonso rezó para que no le hicieran más encargos a su padre que lo obligaran a acompañarlo hasta el castillo. Pero como si Dios hubiera decidido castigarle por lo que había hecho, del castillo comenzaron a llegar muchos más encargos de los acostumbrados. Cinco veces acudió Alonso al castillo y cinco veces se vio reclamado por una mano femenina para calmar los ardores de su dueña.
La dama, poseedora de unos pechos generosos y unas carnes abundantes y blandas, lo tumbaba bruscamente en la cama para, a continuación, colocarse sobre él subiendo sus faldas. Lo montaba así durante un buen rato en el que Alonso se sentía transportado a otro mundo, un mundo de sensaciones placenteras que gustaba de evocar en sus noches solitarias. Además, disfrutaba de la comodidad de la cama, de la suavidad de las telas y de la visión de muebles y objetos desconocidos para él. Pero cuando llegaba el momento de abandonar la estancia, a Alonso lo atacaba el temor de encontrarse enfrente de la espada del jefe de la guardia, y ese temor no le abandonaba ni de día ni de noche. De día se ponía a temblar cada vez que oía acercarse a su casa los cascos de un caballo y de noche sus sueños se poblaban de pesadillas en las que se veía a sí mismo en el fondo del foso atravesado por una espada, sirviendo de comida a las alimañas.
Alonso cabalgaba pálido y nervioso a entregar el encargo. Cuando vio aparecer ante él la figura imponente del castillo, las tripas se le retorcieron y por tres veces tuvo que apearse del caballo para dar cumplida cuenta de sus necesidades. Aún más lívido que al salir de casa, atravesó la inmensa puerta sin poder evitar lanzar una mirada al ancho y temido foso. Un criado lo llevó a través de pasillos conocidos hasta la amplia sala donde lo esperaba la condesa con dos de sus damas. Allí estaba ella, guiñándole un ojo con descaro, ante las risas cómplices de la condesa y de la otra dama.
Alonso, ruborizado, con un sudor tibio y húmedo recorriendo su cuerpo, sacó, con manos temblorosas, los borceguís de la bolsa de tela adamascada y se los probó a la condesa. Ésta sonrió complacida mientras las damas lanzaban gritos de admiración ante la belleza y perfección del trabajo. La condesa se levantó y dio unos pasos, contemplando su calzado nuevo. Después, ordenó pagar a Alonso y retirarse a los criados, excepto a las dos damas.
--¿Has tomado alguna vez un baño, muchacho? --preguntó de pronto la condesa con una sonrisa pícara.
--Si, señora. A veces—respondió Alonso con timidez, desconcertado por la pregunta.
--Pues hoy tomarás uno muy especial. Sígueme.
La condesa pasó a un cuarto más pequeño, seguida de las dos damas y de Alonso. Allí había una especie de estanque con bordes de ladrillo, lleno de un agua transparente y caliente, a juzgar por el vaho que desprendía. Las damas despojaron a su señora de sus pesados ropajes mientras Alonso las observaba paralizado. Era una mujer hermosa, con la piel blanca y la carne tersa, que ya desnuda se introdujo en el agua. Las dos damas se dirigieron entonces hacia Alonso y, entre risas, le fueron quitando todas sus ropas. Después, tomándolo de ambas manos lo llevaron hasta su señora que, con una seña, le indicó que entrara en el agua. Alonso se metió en el estanque, temblando de frío y de miedo, sin poder quitar de su cabeza ni al jefe de la guardia ni al conde. Si lo encontraban allí seguro que no se contentaban con tirarlo al foso. Más bien lo torturarían, lo condenarían a una muerte cruel o lo dejarían pudrirse en el interior de un lúgubre calabozo.. Las dos damas, sin parar de reír, también se desnudaron para acompañarlos en su cálido baño. Las tres mujeres se acercaron a él y comenzaron a juguetear con el cuerpo desnudo del asustado muchacho. Alonso no tardó en dejarse atrapar en una telaraña gozosa que aceleraba sus latidos y agitaba su respiración. Cuando el cuerpo de la condesa se abrió a él como una ofrenda, Alonso la poseyó ya sin pensar en nada, hasta culminar en un estallido de placer.
Tras unas gruesas cortinas, el conde los espiaba con la cara enrojecida, las aletas de la nariz dilatadas, los músculos contraídos, a punto ya de explotar por las caricias ardientes y llenas de pasión del jefe de la guardia.





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