Encerrada entre las cuatro
paredes de una oscura mazmorra, voy deshojando las horas, o tal vez
los días que me quedan para que mi vida se consuma finalmente entre
las llamaradas de la hoguera a la que he sido condenada. Nadie se
apiada de mi, únicamente Rodrigo Sepúlveda, el fraile que me trae
una jarra y un mendrugo de pan todas las mañanas como único
sustento diario, ha tenido la deferencia de hacerme llegar los útiles
con los que poder dejar por escrito el testimonio de mis últimos
días.
Juro por Dios que soy
inocente y ruego a ese mismo Dios que me acoja en su seno con
benevolencia y piedad, pues de la misma manera he intentado vivir
durante los pocos años que se me ha permitido disfrutar de esa vida
que pronto me tocará abandonar.
Me llamo Carmen Sordo
González y he tenido la mala suerte de caer entre las garras de Don
Nuño Freyre de Andrade, señor Feudal de los territorios de Ferrol y
Pontedeume, sanguinario y cruel donde los haya, no en vano lo apodan
“O mao” porque a malo y déspota no hay quien le gane. Pero quizá
sea mejor que comience a contar mi historia, cuyo final se prevé
triste y desventurado, por el principio de mis días.
Mi padre era Gonzalo Sordo
Ventureira, siervo que fue de Don Fernando Perez de Andrade “O Bo”
(El Bueno), primer señor feudal de Pontedeume, en virtud del
privilegio otorgado en Burgos por Enrique de Trástamara en
recompensa por su apoyo en la guerra contra el rey Pedro I el Cruel.
Decía mi difunto padre que Don Fernando era un buen hombre y así
debió ser, pues se ganó el apodo de “El Bueno” por las grandes
obras que hizo, sobre todo con los campesinos, a los que ayudaba
cuando las cosechas no venían como era debido, perdonándoles, en
muchas ocasiones, la renta estipulada.
Mi padre contrajo matrimonio
con Jimena Gonzalez, una muchacha procedente de Burgos, sirvienta
personal de la esposa de Don Fernando, y fue por ello que entre ambos
se estableció una relación de cordialidad que traspasaba con creces
la mera relación entre el señor y su siervo. Mi madre, a pesar de
que dejó su trabajo para dedicarse a los quehaceres de la casa, no
dejó de visitar con frecuencia a la señora del castillo, de
carácter tan bueno y dulce como el de su esposo, atendiendo a los
ruegos de la misma, y en muchas de aquellas visitas mi padre la
acompañaba y mantenía gratas conversaciones con Don Fernando
Justo un año después de
su matrimonio nací yo. El parto fue difícil y mi madre salvó la
vida seguramente por la intervención divina, si no no se explica,
pero jamás llegó a recuperarse del todo y cuando yo tenía cinco
años murió de unas fiebres que un buen día hicieron acto de
presencia para no abandonarla jamás, debilitando su menudo y frágil
cuerpo hasta conseguir llevarla a la tumba. De nada sirvieron los
remedios que ella misma se aplicaba, pues gustaba de pasear por el
campo y recoger hierbas medicinales con las que curaba las más
diversas dolencias, mas no pudo con la suya, seguramente más grave
de lo que nadie pudiera imaginar. Durante los cinco años que pasé a
su lado la acompañé con frecuencia en sus escapadas campestres,
llegando a aprender lo que quiso y pudo enseñarme sobre remedios con
aquellas hierbas que con tanto cariño recogía, y tal fue mi interés
que cuando me hice mayor no dudé un instante en continuar con su
labor, que llegó a convertirse en mi único modo de sustento cuando
mi padre, que jamás volvió al ser el mismo a partir de la muerte de
su esposa, se fue al otro mundo a hacerle compañía.
Dieciocho años tenía yo
cuando mi padre me abandonó para siempre y sola en el mundo me quedé
con la única compañía de una gata y dos perros que aliviaban un
poco mi soledad con sus juegos y su cariño. Tuve la suerte de que, a
aquellas alturas, mi fama de curandera ya había traspasado los
límites del pueblo y poseía una considerable clientela que acudía
a mí a curarse de sus dolencias. No obstante, aunque a priori ello
parezca lo mejor que podría haberme ocurrido, por algunos círculos
comencé a ganarme fama de bruja y meiga, atributos que estaban bien
lejos de mi persona, y contra los que me tuve que enfrentar en más
de una ocasión, pues generaban cierta desconfianza, sobre todo entre
los que acudían a mí por primera vez, influenciados por los
comentarios de las lenguas viperinas que no dudaban en vilipendiarme
sin razón.
A aquellas alturas,
fallecido Don Fernando, el señorío de Pontedeume y Ferrol había
pasado a manos de Nuño Freyre de Andrade, después del reinado
efímero de su tío Pedro Fernández de Andrade, que murió sin
sucesión. Tuvo Don Nuño cinco hijos varones y una sola hembra
llamada Teresa, un ángel de piel blanca, dulce sonrisa y rostro
melancólico, único ser en el mundo que, a decir de las habladurías,
lograba suavizar un poco el agrio carácter de su padre.
Ocurrió que un buen día, o
tal vez debiera decir un mal día, la muchacha cayó enferma. Todo
comenzó cuando la melancolía y la tristeza se asentaron en su alma,
por lo que en el castillo todos pensaron que no era sino mal de
amores lo que la muchacha padecía, pero el caso es que cada vez
estaba más débil y los doctores no lograban encontrar solución a
lo que fuera que la estaba corroyendo por dentro. Teresa se iba sin
que nadie pudiera hacer nada por evitarlo, ante la desesperación de
su padre que veía como el ser que más quería en el mundo se iba
consumiendo poco a poco. Fue entonces cuando alguien en el castillo
habló de mí, de Carmen, la curandera del bosque a la que acudían
gentes de todas partes de Galicia para curar sus dolencias. No había
enfermedad que no aliviara ni herida que no curara y con Teresa no
podía ser diferente. Ese fue el discurso que me soltó el propio
señor del castillo cuando una tarde se presentó en mi casa con su
séquito y, sin darme opción, me condujo hasta los aposentos de su
pequeña. La muchacha estaba echada en su cama con el rostro lívido
y demacrado. Los ojos hundidos, surcados por unas ojeras violáceas
que le daban aspecto espectral, suplicaban a la muerte que la viniera
a liberar de su sufrimiento. Me acerqué a ella y levanté un poco la
ropa de la cama. Entonces pude ver lo que nadie había sido capaz de
descubrir. Sus brazos estaban llenos de pústulas rojas y supurantes.
Teresa tenía viruelas y ningún remedio había para aquella
enfermedad mortal de necesidad. Así se lo dije a su padre y él,
enfurecido ante mi noticia, desenfundó su espada y me la puso en la
garganta.
-Todo el mundo habla de ti –
me dijo con aquella voz ronca y cavernosa – de todas partes acuden
a ti gentes a las que curas de sus males. Si puedes hacerlo con ellos
también lo harás con mi hija. De lo contrario te arrepentirás toda
tu vida.
No me atreví a contestarle y
salí de allí temblando como una hoja, presintiendo que mi final
estaba cerca, pues nada, ningún remedio conocido por mí, tenía la
virtud de curar tan maligna enfermedad.
Indagué todo lo que pude
entre los libros que mi madre me había dejado por toda herencia, y
no pude encontrar solución alguna al mal de Teresa. Durante los días
siguientes, presionada por las insistencias y amenazas de su padre,
probé una y otra vez, primero con esta hierba, después con aquella
otra, pero todo fue inútil y al tercer día Teresa falleció,
condenándome son su muerte a pagar con mi vida la tozudez de su
padre.
Don Nuño me echó del
castillo dando grandes voces, loco de dolor por la muerte de su hija,
amenazándome con condenarme a la hoguera, pues mis malas artes no
eran sino las de una bruja y como las brujas había de morir. Y
aunque pasé los días siguientes temerosa de ver aparecer a sus
secuaces dispuestos a acabar conmigo, la calma debió de imponerse en
su corazón y me dejó en paz, aunque, como pude comprobar más
tarde, esa paz fuera sólo ficticia.
Todas las mañanas, cuando
bien temprano me levantaba y comenzaba mis tareas diarias, dirigía
mi mirada expectante hacía el castillo de Don Nuño, que se
levantaba altivo en la cima de la colina, por si pudiera adivinar
algún movimiento extraño indicador de que mi señor estaba
dispuesto a cumplir su amenaza mas, por fortuna, nada ocurría y poco
a poco mi alma fue encontrando sosiego, pues atribuí su castigo al
fragor del momento.
Semanas más tarde comenzaron
a correr rumores por el pueblo sobre la formación de una revuelta de
campesinos contra el señor del castillo motivada por la opresión a
la que estaban sometidos y por las continuas subidas de impuestos con
las que Don Nuño los sangraba, sumiéndolos en la pobreza y la
miseria como en un profundo agujero del que cada vez era más difícil
salir, por no decir imposible. No le di demasiada importancia a las
habladurías, pues otras veces los campesinos habían intentado
revelarse y todo había quedado en nada, más en esta ocasión
resultó ser cierto lo que la gente murmuraba.
Una noche alguien llamó a
mi puerta. Desperté sobresaltada y pude escuchar, además de los
golpes, una jaleo desmesurado , un ir y venir de gente. Abrí la
puerta temerosa y me encontré a mi primo, el hidalgo Ruy Sordo, que
me suplicaba que lo dejara entrar. Así lo hice y después de
ofrecerle un poco de comida le pedí que me explicara lo que estaba
ocurriendo. Al parecer él mismo era el dirigente de una hermandad
compuesta por tres mil hombres, en su mayoría labriegos, aunque
también había artesanos procedentes de otras villas, cuyo único
fin era derrocar al señor Don Nuño y terminar con su despótico
reinado. Pero nada había salido como se esperaba y el ataque al
castillo había sido repelido con firmeza. Ahora lo buscaban
probablemente para enviarlo a la horca. Me pedía que le diera cobijo
y no me que quedó más remedio que hacerlo. Ruy era mi única
familia y no podía dejarlo en la estacada aun a sabiendas de que si
daban con él en mi casa, podía darme por muerta.
Dos días tardaron en dar
con Ruy, supongo que no era muy difícil. Ni él tenía otro sitio a
dónde ir, ni yo otro lugar donde esconderlo y por supuesto, con él
caí yo también. Nos llevaron a presencia del señor, que fue
implacable. A mi primo lo acusó de traidor y alborotador y a mí,
después de fijar sus fríos ojos en los míos, me habló con
firmeza:
-No quisiste curar a mi
pequeña y ahora colaboras en una revuelta contra mí. La primera vez
te perdoné, pero ahora no podrás librarte. Ruy Sordo morirá en la
horca y tú.....tú morirás en la hoguera, pues no te mereces una
muerte tan rápida. Debes sufrir, como sufrió mi hija.
De nada sirvieron mis ruegos
y mis lamentos. En nada me favorecieron las palabras de mi primo
intercediendo por mí, atestiguando una y otra vez que yo no había
tenido nada que ver en la Hermandad. Dos hombres me trajeron a esta
mazmorra húmeda y oscura donde ya he perdido la cuenta de los días,
de las horas, de los minutos que me quedan para que el fuego devore
mi cuerpo por algo de lo que soy completamente inocente.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario