El
hombre juzgado dice que él no ha tenido la culpa, que si hizo lo que
hizo fue porque no podía hacer otra cosa. Le pregunta al juez si
sabe lo que es vivir en una habitación, compartiendo un piso de
alquiler. El juez responde que las preguntas las hace él y que lo
único que importa es saber quién mató a su compañero de piso. El
hombre juzgado se declara culpable del asesinato, insistiendo en que
compartían un piso de alquiler, de ahí el problema. El juez le
pregunta qué problema hay en vivir en un piso de alquiler. El hombre
juzgado responde que la convivencia. El juez le pregunta por qué lo
mató, por qué lo hizo. El hombre juzgado contesta que porque no
soportaba sus ronquidos. Ese no es motivo para matar a un hombre,
dice el juez. Además, usted no se entregó a la justicia y siguió
allí, en el piso, con su compañero muerto en la cama, donde lo
encontró la policía por las denuncias de los vecinos ante el mal
olor. ¿Por qué no se entregó en cuanto lo mató? Porque
necesitaba dormir, dice el hombre juzgado. Dormir horas, muchas
horas, dormir y dormir, solo eso. Dormir sin sentir esos ronquidos
que se habían alojado en mi cabeza como si no existiera más sonido
en este mundo El juez condena al hombre a la cárcel, pero no puede
dejar de pensar en eĺ. Parecía un hombre cuerdo, que hablaba de la
muerte de su compañero como la cosa más normal del mundo. Y no, no
tenía pinta de psicópata, como tantos que había juzgado. El juez
ordena un examen psiquitátrico. La valoración de los médicos es
que el hombre es normal, inteligente y culto y que no padece ninguna
patología, ni siquiera se presume un momento de locura temporal. El
juez pide una segunda valoración con el mismo resultado. Obsesionado
con el caso, lo manda llevar de nuevo a su presencia. El hombre
juzgado se ratifica en todo lo dicho. Maté a mi compañero de piso
de alquiler porque roncaba, porque el sonido atronador de sus
ronquidos me taladraba la cabeza. Ahora, en la cárcel, estoy solo en
una celda y duermo bien, señor juez, dice el hombre juzgado. Le doy
las gracias por ello. Sé que no lo entiende, pero me ha salvado la
vida. El hombre juzgado vuelve a la carcel. El juez no puede dejar
de pensar en él. Está acostumbrado a tratar con personas de todo
tipo, especialmente criminales pero, no sabe por qué, ese hombre lo
está desconcertando, igual que le desconcierta su obsesión por él.
Esa noche no consigue dormir, su cabeza dando vueltas, buscando una
explicación. El insomnio alarga la noche poblándola de sombras y
pensamientos incoherentes. De pronto, su mujer comienza a roncar. El
juez la pone de lado, le tapa la nariz, le hace ruidos, pero los
ronquidos, lejos de cesar, se hacen más fuertes. El juez marcha a
dormir a otra habitación, pero también desde allí escucha los
ronquidos. Los sigue escuchando muchas más noches. Los ronquidos de
su mujer se acaban alojando en su cabeza como si no existirera más
sonido en este mundo. Ya no ve en ella a la mujer de la que siempre
estuvo enamorado. Ya no ve en ella a la madre de sus cuatro hijos. Ya
no ve en ella a la mujer elegante, esbelta y agradable que es la
envida de sus amigos. No, ahora, cuando el juez ve a su mujer, solo
ve una sombra emitiendo ronquidos. Ronquidos de día y de noche.
Ronquidos a la hora de comer y viendo la televisión. Ronquidos
cuando pasean y cuando van de compras. Ronquidos. Un mundo plagado de
ronquidos. Mientras tanto su cara se va tornando ojerosa, cadavérica,
por la falta de sueño. Una noche, desesperado, coge una almohada y
axfisia a su mujer. Después va a la habitación de al lado y duerme
durante tres días, hasta que sus hijos, aletardos ante la falta de
noticias, llegan a casa y encuentran a su madre muerta. El juez es
juzgado, evaluado mentalmente y enviado a la cárcel. Allí lo
ingresan en la celda con el hombre juzgado. Se reconocen, hablan y se
entienden. Están bien los dos juntos. Menos al llegar la noche. Al
llegar la noche los dos temen quedarse dormidos, pues, quizás, ellos
también ronquen, no lo saben, pero puede ser. Pasan las noches en
vela, hablando sin cesar para espantar el sueño, hasta que su
aspecto alerta a los guardias. Los envían a enfermería y allí
quedan ingresados, uno junto al otro, en dos camas gemelas. Aunque
les dan todo tipo de pastillas para facilitarles el descanso, el
hombre juzgado y el juez no paran de hablar, ayudándose mutuámente
a mantener su vigilia. Su estado se deteriora a pasos agigantados. El
médico, sin saber qué hacer para facilitarles el sueño, intenta
sedarlos, pero ambos se resisten, aún tienen sus derechos. Una
semana después están muertos. Las respectivas familias no quieren
saber nada de sus cuerpos. Los entierran en el cementerio de la
cárcel, uno junto al otro, en dos tumbas gemelas. Allí entablan una
amistad que se tornará eterna, disfrutando del suave sonido del
silencio, ya libres, los dos, del miedo a quedarse dormidos.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario