El hombre juzgado - Cristina Muñiz Martín


                                                 


El hombre juzgado dice que él no ha tenido la culpa, que si hizo lo que hizo fue porque no podía hacer otra cosa. Le pregunta al juez si sabe lo que es vivir en una habitación, compartiendo un piso de alquiler. El juez responde que las preguntas las hace él y que lo único que importa es saber quién mató a su compañero de piso. El hombre juzgado se declara culpable del asesinato, insistiendo en que compartían un piso de alquiler, de ahí el problema. El juez le pregunta qué problema hay en vivir en un piso de alquiler. El hombre juzgado responde que la convivencia. El juez le pregunta por qué lo mató, por qué lo hizo. El hombre juzgado contesta que porque no soportaba sus ronquidos. Ese no es motivo para matar a un hombre, dice el juez. Además, usted no se entregó a la justicia y siguió allí, en el piso, con su compañero muerto en la cama, donde lo encontró la policía por las denuncias de los vecinos ante el mal olor. ¿Por qué no se entregó en cuanto lo mató? Porque necesitaba dormir, dice el hombre juzgado. Dormir horas, muchas horas, dormir y dormir, solo eso. Dormir sin sentir esos ronquidos que se habían alojado en mi cabeza como si no existiera más sonido en este mundo El juez condena al hombre a la cárcel, pero no puede dejar de pensar en eĺ. Parecía un hombre cuerdo, que hablaba de la muerte de su compañero como la cosa más normal del mundo. Y no, no tenía pinta de psicópata, como tantos que había juzgado. El juez ordena un examen psiquitátrico. La valoración de los médicos es que el hombre es normal, inteligente y culto y que no padece ninguna patología, ni siquiera se presume un momento de locura temporal. El juez pide una segunda valoración con el mismo resultado. Obsesionado con el caso, lo manda llevar de nuevo a su presencia. El hombre juzgado se ratifica en todo lo dicho. Maté a mi compañero de piso de alquiler porque roncaba, porque el sonido atronador de sus ronquidos me taladraba la cabeza. Ahora, en la cárcel, estoy solo en una celda y duermo bien, señor juez, dice el hombre juzgado. Le doy las gracias por ello. Sé que no lo entiende, pero me ha salvado la vida. El hombre juzgado vuelve a la carcel. El juez no puede dejar de pensar en él. Está acostumbrado a tratar con personas de todo tipo, especialmente criminales pero, no sabe por qué, ese hombre lo está desconcertando, igual que le desconcierta su obsesión por él. Esa noche no consigue dormir, su cabeza dando vueltas, buscando una explicación. El insomnio alarga la noche poblándola de sombras y pensamientos incoherentes. De pronto, su mujer comienza a roncar. El juez la pone de lado, le tapa la nariz, le hace ruidos, pero los ronquidos, lejos de cesar, se hacen más fuertes. El juez marcha a dormir a otra habitación, pero también desde allí escucha los ronquidos. Los sigue escuchando muchas más noches. Los ronquidos de su mujer se acaban alojando en su cabeza como si no existirera más sonido en este mundo. Ya no ve en ella a la mujer de la que siempre estuvo enamorado. Ya no ve en ella a la madre de sus cuatro hijos. Ya no ve en ella a la mujer elegante, esbelta y agradable que es la envida de sus amigos. No, ahora, cuando el juez ve a su mujer, solo ve una sombra emitiendo ronquidos. Ronquidos de día y de noche. Ronquidos a la hora de comer y viendo la televisión. Ronquidos cuando pasean y cuando van de compras. Ronquidos. Un mundo plagado de ronquidos. Mientras tanto su cara se va tornando ojerosa, cadavérica, por la falta de sueño. Una noche, desesperado, coge una almohada y axfisia a su mujer. Después va a la habitación de al lado y duerme durante tres días, hasta que sus hijos, aletardos ante la falta de noticias, llegan a casa y encuentran a su madre muerta. El juez es juzgado, evaluado mentalmente y enviado a la cárcel. Allí lo ingresan en la celda con el hombre juzgado. Se reconocen, hablan y se entienden. Están bien los dos juntos. Menos al llegar la noche. Al llegar la noche los dos temen quedarse dormidos, pues, quizás, ellos también ronquen, no lo saben, pero puede ser. Pasan las noches en vela, hablando sin cesar para espantar el sueño, hasta que su aspecto alerta a los guardias. Los envían a enfermería y allí quedan ingresados, uno junto al otro, en dos camas gemelas. Aunque les dan todo tipo de pastillas para facilitarles el descanso, el hombre juzgado y el juez no paran de hablar, ayudándose mutuámente a mantener su vigilia. Su estado se deteriora a pasos agigantados. El médico, sin saber qué hacer para facilitarles el sueño, intenta sedarlos, pero ambos se resisten, aún tienen sus derechos. Una semana después están muertos. Las respectivas familias no quieren saber nada de sus cuerpos. Los entierran en el cementerio de la cárcel, uno junto al otro, en dos tumbas gemelas. Allí entablan una amistad que se tornará eterna, disfrutando del suave sonido del silencio, ya libres, los dos, del miedo a quedarse dormidos.


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