Sobre
la mesa, el café de cada mañana y el periódico. Me gustaba
sentarme un rato cada día, ahora que tenía tiempo libre, a leer y a
charlar con Paco, el amable y simpático camarero. Solían ir las
mismas personas a la misma hora que yo, tres o cuatro jubilados y un
grupo de amas de casa que armaban bastante alboroto.
Aquel
día, apareció alguien nuevo, una mujer rubia que se sentó en una
mesa, de cara a la pared. No sé por qué, pero llamó mi atención
poderosamente. Había algo en ella conocido, y eso que sólo la había
visto de perfil. De repente, caí en la cuenta. Era Lucía.
Hacía
treinta años que no la veía, desde que salíamos en la pandilla a
las discotecas de entonces, cuando éramos unos críos. Estaba muy
cambiada, envejecida, como todos, supongo, pero desprendía un halo
de tristeza que contrastaba con el recuerdo que tenía de ella, una
chica alegre, vivaz, con ganas de beberse la vida de golpe. Su
energía era arrolladora y contagiosa, y yo la miraba embobado, a mis
dieciocho años, mientras cantábamos como locos aquella canción de
Los Secretos: “Déjame, no juegues más conmigo…” Recordé lo
enamorado que había estado de ella. Con sólo estar a su lado, era
suficiente para mí, pues, ni por asomo, me hubiera atrevido a
confesarle mis sentimientos. Muchos años después de que la vida
fuera separando al grupo, aún seguía acordándome de ella.
Dudé
si debía o no acercarme a Lucía. Habían pasado tantos años, que
tal vez la incomodara. Siempre he sido algo retraído. Además,
estaba esa postura suya, de cara a la pared. Ella, que siempre estaba
atenta a todo lo que ocurría a su alrededor, parecía querer
esconderse del mundo.
Decidí
a pesar de todo saludarla, le toqué en el hombro suavemente y le
pregunté: “Hola, Lucía, ¿cómo estás?”. Verla frente a frente
me produjo una impresión profunda. Ya no era la misma. Bajo sus
preciosos ojos azules, se destacaban dos grandes ojeras. Las arrugas
también habían hecho mella en su rostro. Pero Lucía, al
reconocerme, me obsequió con una de aquellas sonrisas suyas, me dio
un cálido abrazo y me invitó a sentarme a su lado.
Me
puso al corriente de su vida rápidamente. Había estado destinada en
varias ciudades como periodista, y se había casado con Fidel.
Aquello no me sorprendió. Fidel era el guapo del grupo, el que las
traía locas a todas, y ya se veía en aquella época que él se
había fijado en Lucía. Charlamos durante un buen rato de los
viejos tiempos, de lo bien que lo pasábamos, de la intensidad de la
juventud. Yo le expliqué que me había convertido en un perfecto
solterón, tras varias relaciones fallidas, y que me había acomodado
a este tipo de vida, en compañía de mi madre, que ya estaba muy
mayor.
Lucía
me explicó que habían decidido no tener hijos. No los deseaban
ninguno de los dos. Y también estaba el trabajo. Fidel tenía una
empresa de arquitectura que apenas le dejaba tiempo. Ella había
cogido una excedencia, me explicó, para reencontrarse consigo misma
y parar un poco su ritmo de vida.
A
medida que hablaba, su rostro se iba ensombreciendo. “Cómo nos
cambian los años a todos, verdad. Cómo vamos perdiendo las
ilusiones”. Yo intentaba averiguar lo que pasaba por su cabeza. De
repente, dijo que se tenía que ir, que la estaban esperando. Me miró
a los ojos y me dijo que quería volver a verme. Sacó un papel y
escribió su teléfono.
Tardé
una semana en llamarla. A veces, cuando se traen al presente
relaciones tan antiguas, no resulta bien. Pero había como una
súplica en sus palabras “Llámame”.
Lucía
eligió la siguiente vez una cafetería antigua, y nos sentamos en
una mesa apartada. Se había arreglado y maquillado. Y empezó a
hablar otra vez de los tiempos de la juventud, de aquella canción de
Los Secretos con la que habíamos disfrutado tanto. De repente, me
preguntó: “¿Has sido feliz?” y yo le contesté “Más o menos,
por momentos, como todos, supongo”. “¿Y tú?”, le pregunté.
Me miró fijamente y una lágrima se escapó de sus ojos. “He
desperdiciado mi vida”. Traté de hacerle ver que todos en cierto
sentido desperdiciamos nuestra vida, que todos podíamos haber hecho
más, haber aprovechado más las oportunidades de ser feliz. Le
pregunté por Fidel. Siempre está ocupado, me dijo. Llega tarde a
casa, y viaja mucho, incluso fines de semana. Se habían mudado a un
chalet a las afueras, lleno de amplitud y comodidades, pero se sentía
sola. Esa era su vida.
Volvimos
a vernos varias semanas después en un restaurante del centro.
Recordamos a todos los amigos del grupo. Las escapadas a la sierra,
las noches locas de discoteca, las risas sin ningún motivo, todo
aquello que se pierde al alcanzar la madurez. Yo la miraba y en un
lugar recóndito de mi corazón sabía que aún sentía algo por
ella, aunque eso resultase increíble a estas alturas de mi vida.
Será eso que dicen del primer amor, que nunca se olvida. Ese día
Lucía me trajo algunos reportajes que había escrito a lo largo de
su vida. Los que valieron la pena en la vida de un periodista, me
explicó. Y al despedirnos en la plaza de Opera se puso de repente
triste y me dijo: “Sé todo lo feliz que puedas. No hay más que
una vida”.
Leí
en casa los extraordinarios reportajes de Lucía con fruición.
Abordaban temas sociales con un estilo soberbio y delicado. Y durante
varios días no dejé de pensar en ella, en volverla a ver, en
disfrutar de su conversación y averiguar qué le estaba ocurriendo
para haber perdido aquella alegría de la juventud. Desempolvé una
de las viejas fotos del grupo, en las que ella aparecía siempre
sonriendo, siempre feliz. Supuse que tal vez su vida matrimonial no
la satisfacía demasiado, porque apenas me había hablado de Fidel.
Durante esos días, Lucía entró en mi cabeza como una obsesión. A
todas horas me preguntaba por qué quería verme, precisamente a mí,
a una persona que había desaparecido de su vida hacía tantos años.
Ella
no tardó en llamarme. “Hoy, me dijo, me gustaría recordar viejos
tiempos”. Quería ir a una sala de fiestas de esas que ponen música
para carrozas. La noté cambiada, algo demacrada. Pero ese día
parecía contenta y alegre. Era la Lucía de mi juventud. Con su
rubia melena al viento, me susurró: “Hoy quiero bailar toda la
noche”. Y eso fue justamente lo que hicimos, entre copa y copa. La
música era la de nuestra época, los ochenta. Parecía que algo nos
transportaba a nuestra adolescencia. Yo la veía tan hermosa,
bailando y cantando sin parar. Respiraba alegría. De repente, sonó
por los altavoces la canción de “Los Secretos”. Entonces Lucía
se acercó a mí y me pidió que la abrazara fuerte. Acercó su boca
a mi boca y me dio un beso suave, casi volátil. Y mirándome a los
ojos me dijo: “Fui una tonta. Sabía que me querías y no te hice
caso”. Lo único que pude hacer fue abrazarla y sentir una gran
compasión hacia ella. Percibí que había sufrido mucho y que seguía
sufriendo. Cuando salimos de la discoteca, estábamos completamente
borrachos, y seguíamos cantando. Eran las cinco de la mañana.
Mientras
esperábamos el taxi en la parada, volvió a abrazarme y me dijo que
se iba de viaje, que tardaría mucho en volver. Que necesitaba hacer
ese viaje imperiosamente. Intenté que me contara adónde se iba,
intenté de todas las formas posibles descifrar el enigma de Lucía.
Pero no hubo manera. Me dijo: “Aprovecha el tiempo. Sé todo lo
feliz que puedas”. La vi marcharse en el taxi con el corazón en un
puño, con la sensación de que no iba a volver a verla.
Volví
a casa descorazonado y confuso. Lucía había aparecido en mi vida,
la había puesto patas arriba, y de repente me anunciaba que iba a
desaparecer no se sabe por cuánto tiempo. No podía dejar de pensar
en ella, mientras tomaba el café en el lugar de siempre y releía
sus magníficos reportajes.
Un
día, tomé la decisión de llamarla. Necesitaba saber de ella. Pero
el sistema me decía que el número no existía. No podía
comprenderlo. Hice muchos intentos y la respuesta siempre fue la
misma.
Los
meses fueron pasando y, aunque yo no podía olvidarla, traté de
asimilar que había sido un encuentro fugaz en mi vida y se había
terminado, como tantas cosas. Volví a mi vida normal, a la cafetería
de siempre, deseando encontrármela en cualquier esquina.
Una
tarde, a la salida del cine, le vi. Aunque estaba muy cambiado, no
tuve dudas. Era Fidel. Me acerqué a él y le saludé. Después de
ponernos al día sobre nuestras vidas, me atreví a preguntarle por
Lucía. Llevaban dos años divorciados, me explicó. Aquello me
extrañó muchísimo. Intenté averiguar algo más sobre ella. “¿No
lo sabes?”, me preguntó. “Lucía está muy enferma. Se está
muriendo”. Creí volverme loco. “Sí”, me dijo. “Se ha
recluido en una casa en el campo. Allí recibe cuidados paliativos,
pero no quiere ver a nadie.”
Al
día siguiente, cogí el coche y fui como una exhalación al lugar
que me había dicho Fidel. Una mujer me abrió la puerta. Insistí
tanto en ver a Lucía que me dejó entrar. En una habitación, al
fondo del pasillo, estaba ella, delgadísima, pálida, sin pelo. Me
acerqué a ella. “Lucía, soy yo”. Poco a poco, fue abriendo los
ojos, y me miró. Me sonrió débilmente y me dijo entre balbuceos:
“Mejor no hubieras venido”. Y entonces, le besé la escuálida
mano dulcemente y, entre lágrimas, empecé a cantarle: “Déjame,
no juegues más conmigo”. Pareció animarse un momento, me apretó
la mano y susurró: “es mejor que sigas tu camino”.
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