Lucía - Isabel Marina

                                           

Sobre la mesa, el café de cada mañana y el periódico. Me gustaba sentarme un rato cada día, ahora que tenía tiempo libre, a leer y a charlar con Paco, el amable y simpático camarero. Solían ir las mismas personas a la misma hora que yo, tres o cuatro jubilados y un grupo de amas de casa que armaban bastante alboroto.
Aquel día, apareció alguien nuevo, una mujer rubia que se sentó en una mesa, de cara a la pared. No sé por qué, pero llamó mi atención poderosamente. Había algo en ella conocido, y eso que sólo la había visto de perfil. De repente, caí en la cuenta. Era Lucía.
Hacía treinta años que no la veía, desde que salíamos en la pandilla a las discotecas de entonces, cuando éramos unos críos. Estaba muy cambiada, envejecida, como todos, supongo, pero desprendía un halo de tristeza que contrastaba con el recuerdo que tenía de ella, una chica alegre, vivaz, con ganas de beberse la vida de golpe. Su energía era arrolladora y contagiosa, y yo la miraba embobado, a mis dieciocho años, mientras cantábamos como locos aquella canción de Los Secretos: “Déjame, no juegues más conmigo…” Recordé lo enamorado que había estado de ella. Con sólo estar a su lado, era suficiente para mí, pues, ni por asomo, me hubiera atrevido a confesarle mis sentimientos. Muchos años después de que la vida fuera separando al grupo, aún seguía acordándome de ella.
Dudé si debía o no acercarme a Lucía. Habían pasado tantos años, que tal vez la incomodara. Siempre he sido algo retraído. Además, estaba esa postura suya, de cara a la pared. Ella, que siempre estaba atenta a todo lo que ocurría a su alrededor, parecía querer esconderse del mundo.
Decidí a pesar de todo saludarla, le toqué en el hombro suavemente y le pregunté: “Hola, Lucía, ¿cómo estás?”. Verla frente a frente me produjo una impresión profunda. Ya no era la misma. Bajo sus preciosos ojos azules, se destacaban dos grandes ojeras. Las arrugas también habían hecho mella en su rostro. Pero Lucía, al reconocerme, me obsequió con una de aquellas sonrisas suyas, me dio un cálido abrazo y me invitó a sentarme a su lado.
Me puso al corriente de su vida rápidamente. Había estado destinada en varias ciudades como periodista, y se había casado con Fidel. Aquello no me sorprendió. Fidel era el guapo del grupo, el que las traía locas a todas, y ya se veía en aquella época que él se había fijado en Lucía. Charlamos durante un buen rato de los viejos tiempos, de lo bien que lo pasábamos, de la intensidad de la juventud. Yo le expliqué que me había convertido en un perfecto solterón, tras varias relaciones fallidas, y que me había acomodado a este tipo de vida, en compañía de mi madre, que ya estaba muy mayor.
Lucía me explicó que habían decidido no tener hijos. No los deseaban ninguno de los dos. Y también estaba el trabajo. Fidel tenía una empresa de arquitectura que apenas le dejaba tiempo. Ella había cogido una excedencia, me explicó, para reencontrarse consigo misma y parar un poco su ritmo de vida.
A medida que hablaba, su rostro se iba ensombreciendo. “Cómo nos cambian los años a todos, verdad. Cómo vamos perdiendo las ilusiones”. Yo intentaba averiguar lo que pasaba por su cabeza. De repente, dijo que se tenía que ir, que la estaban esperando. Me miró a los ojos y me dijo que quería volver a verme. Sacó un papel y escribió su teléfono.
Tardé una semana en llamarla. A veces, cuando se traen al presente relaciones tan antiguas, no resulta bien. Pero había como una súplica en sus palabras “Llámame”.
Lucía eligió la siguiente vez una cafetería antigua, y nos sentamos en una mesa apartada. Se había arreglado y maquillado. Y empezó a hablar otra vez de los tiempos de la juventud, de aquella canción de Los Secretos con la que habíamos disfrutado tanto. De repente, me preguntó: “¿Has sido feliz?” y yo le contesté “Más o menos, por momentos, como todos, supongo”. “¿Y tú?”, le pregunté. Me miró fijamente y una lágrima se escapó de sus ojos. “He desperdiciado mi vida”. Traté de hacerle ver que todos en cierto sentido desperdiciamos nuestra vida, que todos podíamos haber hecho más, haber aprovechado más las oportunidades de ser feliz. Le pregunté por Fidel. Siempre está ocupado, me dijo. Llega tarde a casa, y viaja mucho, incluso fines de semana. Se habían mudado a un chalet a las afueras, lleno de amplitud y comodidades, pero se sentía sola. Esa era su vida.
Volvimos a vernos varias semanas después en un restaurante del centro. Recordamos a todos los amigos del grupo. Las escapadas a la sierra, las noches locas de discoteca, las risas sin ningún motivo, todo aquello que se pierde al alcanzar la madurez. Yo la miraba y en un lugar recóndito de mi corazón sabía que aún sentía algo por ella, aunque eso resultase increíble a estas alturas de mi vida. Será eso que dicen del primer amor, que nunca se olvida. Ese día Lucía me trajo algunos reportajes que había escrito a lo largo de su vida. Los que valieron la pena en la vida de un periodista, me explicó. Y al despedirnos en la plaza de Opera se puso de repente triste y me dijo: “Sé todo lo feliz que puedas. No hay más que una vida”.
Leí en casa los extraordinarios reportajes de Lucía con fruición. Abordaban temas sociales con un estilo soberbio y delicado. Y durante varios días no dejé de pensar en ella, en volverla a ver, en disfrutar de su conversación y averiguar qué le estaba ocurriendo para haber perdido aquella alegría de la juventud. Desempolvé una de las viejas fotos del grupo, en las que ella aparecía siempre sonriendo, siempre feliz. Supuse que tal vez su vida matrimonial no la satisfacía demasiado, porque apenas me había hablado de Fidel. Durante esos días, Lucía entró en mi cabeza como una obsesión. A todas horas me preguntaba por qué quería verme, precisamente a mí, a una persona que había desaparecido de su vida hacía tantos años.
Ella no tardó en llamarme. “Hoy, me dijo, me gustaría recordar viejos tiempos”. Quería ir a una sala de fiestas de esas que ponen música para carrozas. La noté cambiada, algo demacrada. Pero ese día parecía contenta y alegre. Era la Lucía de mi juventud. Con su rubia melena al viento, me susurró: “Hoy quiero bailar toda la noche”. Y eso fue justamente lo que hicimos, entre copa y copa. La música era la de nuestra época, los ochenta. Parecía que algo nos transportaba a nuestra adolescencia. Yo la veía tan hermosa, bailando y cantando sin parar. Respiraba alegría. De repente, sonó por los altavoces la canción de “Los Secretos”. Entonces Lucía se acercó a mí y me pidió que la abrazara fuerte. Acercó su boca a mi boca y me dio un beso suave, casi volátil. Y mirándome a los ojos me dijo: “Fui una tonta. Sabía que me querías y no te hice caso”. Lo único que pude hacer fue abrazarla y sentir una gran compasión hacia ella. Percibí que había sufrido mucho y que seguía sufriendo. Cuando salimos de la discoteca, estábamos completamente borrachos, y seguíamos cantando. Eran las cinco de la mañana.
Mientras esperábamos el taxi en la parada, volvió a abrazarme y me dijo que se iba de viaje, que tardaría mucho en volver. Que necesitaba hacer ese viaje imperiosamente. Intenté que me contara adónde se iba, intenté de todas las formas posibles descifrar el enigma de Lucía. Pero no hubo manera. Me dijo: “Aprovecha el tiempo. Sé todo lo feliz que puedas”. La vi marcharse en el taxi con el corazón en un puño, con la sensación de que no iba a volver a verla.
Volví a casa descorazonado y confuso. Lucía había aparecido en mi vida, la había puesto patas arriba, y de repente me anunciaba que iba a desaparecer no se sabe por cuánto tiempo. No podía dejar de pensar en ella, mientras tomaba el café en el lugar de siempre y releía sus magníficos reportajes.
Un día, tomé la decisión de llamarla. Necesitaba saber de ella. Pero el sistema me decía que el número no existía. No podía comprenderlo. Hice muchos intentos y la respuesta siempre fue la misma.
Los meses fueron pasando y, aunque yo no podía olvidarla, traté de asimilar que había sido un encuentro fugaz en mi vida y se había terminado, como tantas cosas. Volví a mi vida normal, a la cafetería de siempre, deseando encontrármela en cualquier esquina.
Una tarde, a la salida del cine, le vi. Aunque estaba muy cambiado, no tuve dudas. Era Fidel. Me acerqué a él y le saludé. Después de ponernos al día sobre nuestras vidas, me atreví a preguntarle por Lucía. Llevaban dos años divorciados, me explicó. Aquello me extrañó muchísimo. Intenté averiguar algo más sobre ella. “¿No lo sabes?”, me preguntó. “Lucía está muy enferma. Se está muriendo”. Creí volverme loco. “Sí”, me dijo. “Se ha recluido en una casa en el campo. Allí recibe cuidados paliativos, pero no quiere ver a nadie.”
Al día siguiente, cogí el coche y fui como una exhalación al lugar que me había dicho Fidel. Una mujer me abrió la puerta. Insistí tanto en ver a Lucía que me dejó entrar. En una habitación, al fondo del pasillo, estaba ella, delgadísima, pálida, sin pelo. Me acerqué a ella. “Lucía, soy yo”. Poco a poco, fue abriendo los ojos, y me miró. Me sonrió débilmente y me dijo entre balbuceos: “Mejor no hubieras venido”. Y entonces, le besé la escuálida mano dulcemente y, entre lágrimas, empecé a cantarle: “Déjame, no juegues más conmigo”. Pareció animarse un momento, me apretó la mano y susurró: “es mejor que sigas tu camino”.




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