Trueno, celoso de la admiración que despertaba Rayo, ordenó
ejecutarlo. El temor a sufrir la misma suerte hizo disolverse al
hielo que habitaba en las nubes que, presurosas, huyeron espantadas.
El aire escapó hasta situarse a ras de tierra. Las estrellas
apagaron su luz. Desde entonces, el cielo, sin más huéspedes que el
sol y la luna, se mostró límpido y azul de día y triste en la
tenebrosa noche. Pasado un tiempo, cuando la tierra reseca clamó por
un poco de agua para calmar su sed, Trueno, solo en su trono, rugió
con todas sus fuerzas llamando a la lluvia, pero sus gritos no
consiguieron más que amedentrar a los hombres. Fue entonces cuando
reconoció su error. Él, solo, no era nadie.
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