Nunca
había probado la sidra
y en el único viaje que hice a Asturias no me pude escapar de ello.
Está rica, muy rica, tanto que bebí y bebí sin darme cuenta de que
me estaba poniendo beodo perdido. Cuando quise levantarme di el
cante. Perdí el equilibrio y caí sobre el camarero que en aquellos
momentos escanciaba un vaso de sidra a los de la mesa de al lado. Él,
a su vez, se cayó al suelo regando a los comensales de los
alrededores, además de partirse dos dientes contra el suelo y
comenzar a sangrar como un cerdo. Yo quise ayudarle, qué menos, y
resbalé, y no me caí en el sitio, no, me fui deslizando por toda la
sidrería cual patinador artístico. En mi viaje arrastré unos
cuantos manteles a los que intenté asirme sin mucho éxito, junto
con los menús correspondientes. Cuando la pared del fondo paró mi
deslizamiento a ninguna parte, intenté ponerme en pie y resbalé de
nuevo, cayendo encima de un caballo de madera,
de esos que son balancines y que debía de ser del hijo de los dueños
o de alguien de por allí. Si llega a estar el niño meneándose en
el caballito lo aplasto seguro. Ya no recuerdo más. Desperté en una
ambulancia y en cuanto me recuperé me volví a Cádiz. La sidra no
me sienta bien, prefiero el fino.
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