La enfermedad de la que me ocupo es como una veleta. Parece que sigue
un patrón, pero de pronto cambia la dirección del viento y todo el
trabajo realizado no sirve para nada.
A mi paciente, varón, 59 años, le había operado hacía tres años.
Seguí todos los protocolos, le traté con quimioterapia, y parecía
que todo iba bien. Pero de pronto el tumor apareció de nuevo, cada
vez en un órgano distinto, haciendo de su vida un infierno.
Cuando fui a visitarle en su último ingreso, necesitaba ayuda para
levantarse de la cama y no toleraba alimentos, ni siquiera líquidos.
Le propuse unas pruebas, para ver qué era lo que le impedía
digerir, y él negó con la cabeza. Cogió mi mano y me dijo: No
estés triste, doctora, tú has hecho todo lo que has podido. Quédate
con eso y estate tranquila.
En la ventana había un ficus, y yo intenté llenar mi mente con él,
porque tendría que salir de aquella habitacion, sonreir y seguir con
mi vida y mis pacientes.
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