Siempre
me había llamado la atención aquella casa. Tenía una veleta
en forma de gallo en lo alto del tejado. Era grande, señorial, con
las paredes mal pintadas y desconchadas aquí y allá, con las
ventanas de madera medio desgastadas por el tiempo y la lluvia y las
contraventanas casi cerradas. Cuando era niña, al regresar a casa
del colegio, mis amigas y yo intentábamos atisbar a través del
cristal los secretos que guarecía en su interior, pero solo
alcanzábamos a ver una maceta con un ficus
reseco sobre una antigua baldosa dibujada de forma churrigueresca.
Uno de esos días en que se nos dio por curiosear, una de mis amigas
soltó que aquella casa era peligrosa, que sus padres le habían
dicho que en su interior había muertos y pistolas, y que era mejor
que no nos acercáramos demasiado si no queríamos formar parte del
elenco de fiambres que al parecer poblaban su interior. El miedo fue
superior a la lógica y no nos volvimos a acercar. Con el tiempo la
casa fue comprada por un constructor que la tiró para levantar en el
solar un bloque de edificios horroroso. Cuando hicieron los cimientos
encontraron varios esqueletos que al parecer llevaban allí muertos y
enterrados más de cien años. Por lo visto lo que nos contó nuestra
amiga no era leyenda urbana. No se encontraron sin embargo las
pistolas. Cuando se lo dijo a sus padres éstos cruzaron una mirada
muy elocuente y le dijo él a ella:
-Te lo dije. Tu bisabuelo las guardó en una caja de madera y las
tiró al río.
Habíamos encontrado al asesino.
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