La vista desde la torre era desoladora.
Mirara a donde mirara no había más que
guerreros y máquinas de asedio. Siendo optimista, les superaban en
proporción de cuarenta a uno. Si presentaban batalla iba a ser una
carnicería. Si rendían el castillo sin luchar, les habían
prometido que vivirían.
Pero ¿qué clase de vida? La de los
aldeanos una vida de esclavitud, en el mejor de los casos, y la suya
una vida de deshonra. ¿Podría soportarlo? ¿Sería peor que ir al
infierno con la conciencia llena de las muertes de todos los que
dependían de él?
Tomó las estrechas escaleras para bajar
al patio, comprendiendo por primera vez a su padre cuando le hablaba
de la soledad del mando.
Allí le esperaban sus caballeros,
enfundados cada uno en su mejor armadura; hombres valientes y leales
a los que conocía desde niño.
Rodeaban al lepiota que había traído la
oferta de rendición. Otro guerrero, surcado de cicatrices, que le
miraba con una sonrisa burlona.
Y entonces, al ver esa sonrisa, tomó su
decisión.
“Cortadle la cabeza. Esa será nuestra
respuesta”.
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