Guardia y custodia - Pilar Murillo




Relato inspirado en la fotografía

 _Somos dos tíos fuertes ¿a que sí? – dijo aquel niño de apenas cinco años que era yo a un padre que era como un Dios.-.
Mi padre, se agacha a mi altura, me revuelve el cabello y me sonríe tristemente.
_ ¿Vendrás a verme papá?
_ En cuanto tenga trabajo. Será pronto… Escucha, al acostarte, mira al cielo, las estrellas que veas, las estaré viendo yo, será como estar juntos.
_ ¿Y si no hay estrellas?
_Siempre se pueden ver de noche.
_No Papá, a veces está muy oscuro y no se ve nada, sólo la luz de las farolas.
_ Tan solo tienes que mirar al cielo y estaremos juntos.
Mi madre me coge de la mano y comienza a andar. Yo me suelto y abrazo a mi padre.
_ Te quiero papi.

Esa fue la última vez que lo vi. Sé que alguna vez llamaba y mi madre le decía que estaba dormido o que estaba en la calle jugando.
Cuando cumplí diez años le hacía muchas preguntas a mi madre sobre mi progenitor, acababa mandándome al cuarto a estudiar. Pero yo no estudiaba, comenzaba a leer libros de aventuras que me alejaban de aquellos pensamientos malos. ¿Realmente mi padre no podía hacer el esfuerzo de venir a buscarme? ¿O de venir a verme?. Mi madre no le sobraba tiempo para decirme que es que no la quiso nunca y que yo para él era un estorbo. Cuando decía eso me dolía mucho la barriga y a veces me faltaba el aire. Quería llorar, pero no me salía ni una lágrima. A pesar de lo mal que mi madre describía a mi padre yo seguía mirando el cielo y cuando había estrellas elegía a una y le hablaba como si fuese mi padre.
Con el tiempo mi madre se echó novio, al principio era gracioso conmigo y jugábamos en el jardín al fútbol. Todo cambió cuando deciden vivir juntos, de repente un día los oigo discutir, que si ahora con su embarazo no puedo darle tanto trabajo a mi madre y cosas parecidas contra mi, vamos que yo estorbaba ante la llegada de un nuevo hermanito. Esa noche lloré con lagrimas de verdad, mirando a las estrellas “¿Donde estas papá?” clamaba al cielo, pero mi padre no estaba allí arriba, así que era inútil.
En septiembre comenzaba el curso y mi traslado a un colegio interno. En la puerta me despedí abrazado a mi madre que ya se le notaba la barriga, la pareja de mamá, me saludo con la mano, “Venga que eres un tío de casi once años, nada de mariconadas.” Los vi irse en su coche, luego la señorita Valdés me acompañó a una gran sala llena de camas y me indicó cual era la mía. No tuve un buen recibimiento de mis compañeros. Alguien me echó pimienta en la almohada y me pasé la noche estornudando, también me faltaba la manta. Por la mañana me dormí y me perdí la primera clase. La directora del centro me mandó llamar para darme una buena reprimenda, yo quise excusarme contando la mala noche que había pasado por culpa de algún compañero juguetón, “Esas cosas son normales, jovencito, siempre se le ha dado la bienvenida a los nuevos de una forma especial”. Para mi no era una bienvenida corriente, pero aún faltaba lo mejor. Al salir del despacho de la directora, a la vuelta del pasillo me estaba esperando cuatro chavales, había uno que era robusto y alto, me cogieron entre dos para debajo de las escaleras. El grandote me dio tal puñetazo en la boca del estomago que me quedé sin respiración tirado en el suelo, los otros me dieron patadas por donde pillaron y me dijeron “Esto te pasa por chivato” y se fueron corriendo. La señorita Valdés era una maestra joven y muy guapa, me vio cojeando y andar doblado y vino en mi ayuda, pero yo por temor a que me espiasen la rechacé, siendo un mal educado. Por la tarde el profesor de ciencias nos dice que tendríamos la clase en la misma naturaleza, que es como se aprende. El colegio estaba cerca de un acantilado. Todos íbamos de uno en uno detrás del maestro, yo iba el último para que dejasen de castigar mi trasero con patadas o mi nuca con collejas. Me hice el rezagado y me acerqué todo lo que pude al acantilado y así descubrí un estrecho sendero como de cabras, y viendo que nadie me echaba de menos bajé sendero abajo hasta la arena. Encontré un palo y por mi cabeza se me pasó la idea de que era una espada y yo era el corsario negro, así pues, esgrimía la espada con habilidad contra las rocas, hasta que un destello me dio en los ojos, fui hacia él y ya cerca eche a correr para coger una botella, tirada en la playa tapada con un corcho y dentro tenía una especie de pergamino o mensaje. Lo saqué y leí “Querido hijo, sigue mirando a las estrellas, sigue hablando conmigo, si no lo haces, desapareceré de tu recuerdo”
Despierto sudoroso en medio de algo así como una pesadilla, ya no tengo 11 años, si no treinta y por éste sueño el recuerdo de mi padre vuelve a mi. Me levanto, me ducho, preparo el desayuno después de bajar a mi gato blanco de la meseta y suena el teléfono. Era mi madre que me espeta “Tu padre ha muerto”.
Odié a mi madre por hacerme huérfano de padre desde mi niñez y odié a mi padre por no haber luchado por mi. La semana que viene dejaré de ser soltero. Nadie me quitará a mis hijos si los tengo, por muy mal que me lleve con mi pareja.







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