La última vez - Clara Conde




Relato inspirado en la fotografía
Su cuerpo desnudo se adapta al mío con una sabiduría aprendida con los años. Dos cuerpos conocidos, que se van recordando en cada pliegue de piel, en cada músculo. Dos pares de manos buscando sus rincones favoritos.
Noto que se pone tensa y el hechizo se rompe. Se separa un poco, me mira a los ojos, y yo leo en los suyos todas las preguntas: porqué ella, porqué ahora. No tengo las respuestas y supongo que eso es lo que ve.
No dice nada. Se levanta y empieza a vestirse, dándome la espalda, dejando que me ahogue a solas en mi cama.
Va poniéndose prenda a prenda con lentitud. No con sensualidad, sólo sin prisa. La conozco lo suficiente para saber que me está concediendo tiempo; unos minutos de cortesía en los que quizá yo pueda encontrar las palabras adecuadas, esas respuestas que ella necesita.
Juro que lo estoy intentando. A mí también me gustaría saber por qué he querido acostarme con ella hoy. Me gusta, claro, siempre me ha gustado. Y la quiero muchísimo, pero no la amo. No puedo decirle esto hoy, en este momento; son frases que ya le he repetido hasta la saciedad.
Y el tiempo se me acaba, ya se está calzando la primera bota.
Hoy he tenido un día horrible en el trabajo, eso sí que es cierto. Y la casa estaba tan vacía al llegar y yo necesitaba un poco de charla, un café en compañía, calor humano…
Fui muy egoísta llamándola, lo reconozco. Pero la necesitaba. Nunca me voy a acostumbrar a que ya no esté disponible para mí, a que no calme mis dolores y mis fantasmas, a que no me acompañe a celebrar mis éxitos. A que se haya construido una vida aparte de mí, a pesar de que soy yo quien no he querido hacer con ella ese proyecto.
Ahora es mi cuñada. Mi relación con ella tiene que reinventarse por necesidad.
Somos adultas, como me ha dicho tantas veces, cansada de vivir a trompicones conmigo. Ya no están las adolescentes que se conocieron en aquella playa, el día de la botella.
Yo estaba en cuclillas en la arena, mirando una botella medio enterrada, y ella se acercó y se puso a mi lado, en la misma postura. Fue ella quien la recogió y la limpió, comprobando que dentro había un papel enrollado, muy amarilleado, pero aparentemente intacto.
Sus ojos se iluminaron de emoción, lo recuerdo muy bien, y yo quedé prendada de aquella carita con pecas, rodeada de una melena enmarañada por el salitre.
Inmediatamente mi intención fue abrir la botella y leer el mensaje, pero no me dejó. Debía seguir su viaje, decía ella. Intenté engatusarla, hacerle imaginar a alguien pidiendo socorro, pero se mostró firme. Aquel mensaje rebosaba amor, ella sentía las vibraciones, y no estaba dispuesta a profanarlo.
A mí me mataba la curiosidad.
Pero no la abrimos.
Ella se encargó de guardarla, y quedamos al día siguiente cerca del faro, para devolver la botella al mar.
Y así empezó nuestra historia. Con su candidez, que ni siquiera mi carácter ha podido estropear.
Me está mirando. No me había dado cuenta, y ya está completamente vestida.
Me gustaría escuchar su voz, que dijera algo, porque imagino que esta va a ser la última vez que estemos a solas. Pero sólo me mira. Y yo la miro a ella.
Es un silencio terrible, que duele, pero cuando se da la vuelta y sale de la habitación es peor. Ahora sí que duele.
Voy tras ella para alcanzarla antes de que se vaya del todo, pero sigo sin saber qué decir, y nos quedamos mirándonos otra vez. Aún tiene algunas pecas, no me es difícil ver a la niña romántica que cree en los cuentos de hadas.
Al cerrarse la puerta de la calle suena a despedida y se me rompe un trozo de corazón. Pero en contra de mis principios me permito ser optimista y pensar que ahora ella me odia un poco y eso es bueno para que me olvide. Es bueno para ella.





 
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