El
calor del verano se acercaba asfixiante. Ni con un ventilador
ni con mil de ellos se aliviaba aquella sensación pegajosa e
incómoda que el asfalto urbano devolvía hacia arriba. Las ganas de
vacaciones de todo el mundo iban en aumento.
Los
niños deseaban ir a la playa, rebozarse de arena, hacer castillos,
bañarse y saltar de ola en ola,
atiborrarse de helados y pizzas... Fuera uniformes, fuera deberes y
fuera despertador.
La
madre, como ávida lectora que era de novelones histórico-románticos,
soñaba con visitas a parajes idílicos y recorrer el interior de
mansiones medievales, habitadas en tiempos remotos por elegantes
damas y caballeros cultos y refinados.
–Lo
que me gustaría vivir en un casoplón
de esos... –suspiraba mientras ojeaba catálogos de viajes llenos
de fabulosas fotos de lugares lejanos.
El
padre, más básico, prefería irse a pescar al río con la roulotte.
–Una
excursión
al campo de vez en cuando tonifica los pulmones. – sentenciaba en
modo Tarzán palmeándose la panza.
Ella
le miraba con los ojos vueltos y pensaba en aquel joven atractivo y
ocurrente del que se había enamorado. ¿Dónde estaría? En algún
castillo fabuloso de esos, seguro. ¿Por qué no me fui con él sin
mirar atrás cuando esto
llegó?
Mientras,
él seguía imitando a un Tarzán de capa caída con sus hijos
enganchados a sus piernas en modo lianas, gritando a todo pulmón por
el pasillo de la casa.
Harta
de voces y de no llegar a un acuerdo común, decidió organizar un
plan B alternativo. Reunió a varias amigas y algunas compañeras de
la oficina, todas madres de familia y sufridas esposas, y pensaron en
un viaje solo para chicas, a algún balneario lujoso. En plan single
ladies maduritas. Para
relajarse, lejos de maridos y niños; que también les hacía falta
volver a ser ellas mismas de vez en cuando.
A
sus maridos la idea no les hizo tanta gracia. Fue como si les
obligaran a cenarse toda la verdura
fría que había sobrado al
mediodía. Todos protestaron.
– ¿Qué
haremos con los niños? ¿Y qué comeremos? ¿Cómo se enciende la
vitro? ¿Y la compra? ¿Y la plancha? ¿Cómo funciona la lavadora?
¿Y mis calcetines? ¿Y...?
Las
quejas de aquel coro griego infantiloide no ablandaron a ninguna de
ellas, que siguieron diseñando con entusiasmo su plan viajero.
Los
niños estarían en buenas manos. Ya estaba todo planeado para
aquella semana. Como todos eran mayorcitos, aunque ninguno superaba
los 12 años, los apuntarían a un campamento que combinaba
Zoo-Granja-Escuela. Allí podrían respirar aire puro y ver toda
clase de bichos: desde una gallina hasta burros enanos, pasando por
una ardilla
rayada o vacas lecheras. Y de paso aprenderían algo de provecho en
los talleres de repostería, cuidando a los animales o cosechando en
la huerta. Sus futuras parejas seguro que lo agradecerían.
– ¿Y
a ellos? ¿A dónde les mandamos?
– ¿Ellos?
Que se queden de Rodríguez y que se apañen como puedan, que ya va
siendo hora. Que todos tienen dos manos y un cerebro.
–O
si no, que llamen a sus mamás...
La
mención de la suegra en algunos casos era palabra prohibida que les
estremecía el cuerpo de arriba abajo como un mal calambrazo.
– ¿Y
qué llevamos en las maletas? –Con la ropa enseguida se olvidaron
el tema fatal.
–De
todo. En modo botiquín. Por si acaso.
Mientras
ellas hacían sus maletas o iban a la pelu para estar bien guapas en
sus merecidas vacaciones, ellos recorrían la casa en pijama, sin
afeitar, en plan lastimero, arrastrando el mando de la tele o de la
play.
Un
par de días antes de su viaje de placer, todos los niños pusieron
rumbo a la granja-escuela. A disfrutar de una experiencia única. O
eso esperaban ellas. Por dentro temían la llamada telefónica
inesperada de algún monitor, avisando de una repentina picadura,
enfermedad, erupción o alergia alimentaria desconocida hasta el
momento en sus cartillas sanitarias.
Pero
las temidas llamadas no llegaron.
Y
las maletas se cerraron. Ellos, en chándal y sin afeitar, las
llevaron en coche a la estación. Se recolocaron los bultos en los
portaequipajes y ellas se acomodaron en sus correspondientes asientos
del tren lanzadera rumbo
al castellano Balneario Cervantes, a disfrutar de un descanso, tan
ansiado como bien merecido.
Mientras,
ellos permanecían en el andén con sus barbas de tres días, sus
panzas al viento y la mirada perdida a lo lejos, como si, de repente,
se hubieran quedado solos en el mundo.
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