Single Ladies - Esperanza Tirado


                                                   


El calor del verano se acercaba asfixiante. Ni con un ventilador ni con mil de ellos se aliviaba aquella sensación pegajosa e incómoda que el asfalto urbano devolvía hacia arriba. Las ganas de vacaciones de todo el mundo iban en aumento.
Los niños deseaban ir a la playa, rebozarse de arena, hacer castillos, bañarse y saltar de ola en ola, atiborrarse de helados y pizzas... Fuera uniformes, fuera deberes y fuera despertador.
La madre, como ávida lectora que era de novelones histórico-románticos, soñaba con visitas a parajes idílicos y recorrer el interior de mansiones medievales, habitadas en tiempos remotos por elegantes damas y caballeros cultos y refinados.
Lo que me gustaría vivir en un casoplón de esos... –suspiraba mientras ojeaba catálogos de viajes llenos de fabulosas fotos de lugares lejanos.
El padre, más básico, prefería irse a pescar al río con la roulotte.
Una excursión al campo de vez en cuando tonifica los pulmones. – sentenciaba en modo Tarzán palmeándose la panza.
Ella le miraba con los ojos vueltos y pensaba en aquel joven atractivo y ocurrente del que se había enamorado. ¿Dónde estaría? En algún castillo fabuloso de esos, seguro. ¿Por qué no me fui con él sin mirar atrás cuando esto llegó?
Mientras, él seguía imitando a un Tarzán de capa caída con sus hijos enganchados a sus piernas en modo lianas, gritando a todo pulmón por el pasillo de la casa.
Harta de voces y de no llegar a un acuerdo común, decidió organizar un plan B alternativo. Reunió a varias amigas y algunas compañeras de la oficina, todas madres de familia y sufridas esposas, y pensaron en un viaje solo para chicas, a algún balneario lujoso. En plan single ladies maduritas. Para relajarse, lejos de maridos y niños; que también les hacía falta volver a ser ellas mismas de vez en cuando.
A sus maridos la idea no les hizo tanta gracia. Fue como si les obligaran a cenarse toda la verdura fría que había sobrado al mediodía. Todos protestaron.
¿Qué haremos con los niños? ¿Y qué comeremos? ¿Cómo se enciende la vitro? ¿Y la compra? ¿Y la plancha? ¿Cómo funciona la lavadora? ¿Y mis calcetines? ¿Y...?
Las quejas de aquel coro griego infantiloide no ablandaron a ninguna de ellas, que siguieron diseñando con entusiasmo su plan viajero.
Los niños estarían en buenas manos. Ya estaba todo planeado para aquella semana. Como todos eran mayorcitos, aunque ninguno superaba los 12 años, los apuntarían a un campamento que combinaba Zoo-Granja-Escuela. Allí podrían respirar aire puro y ver toda clase de bichos: desde una gallina hasta burros enanos, pasando por una ardilla rayada o vacas lecheras. Y de paso aprenderían algo de provecho en los talleres de repostería, cuidando a los animales o cosechando en la huerta. Sus futuras parejas seguro que lo agradecerían.
¿Y a ellos? ¿A dónde les mandamos?
¿Ellos? Que se queden de Rodríguez y que se apañen como puedan, que ya va siendo hora. Que todos tienen dos manos y un cerebro.
O si no, que llamen a sus mamás...
La mención de la suegra en algunos casos era palabra prohibida que les estremecía el cuerpo de arriba abajo como un mal calambrazo.
¿Y qué llevamos en las maletas? –Con la ropa enseguida se olvidaron el tema fatal.
De todo. En modo botiquín. Por si acaso.
Mientras ellas hacían sus maletas o iban a la pelu para estar bien guapas en sus merecidas vacaciones, ellos recorrían la casa en pijama, sin afeitar, en plan lastimero, arrastrando el mando de la tele o de la play.
Un par de días antes de su viaje de placer, todos los niños pusieron rumbo a la granja-escuela. A disfrutar de una experiencia única. O eso esperaban ellas. Por dentro temían la llamada telefónica inesperada de algún monitor, avisando de una repentina picadura, enfermedad, erupción o alergia alimentaria desconocida hasta el momento en sus cartillas sanitarias.
Pero las temidas llamadas no llegaron.
Y las maletas se cerraron. Ellos, en chándal y sin afeitar, las llevaron en coche a la estación. Se recolocaron los bultos en los portaequipajes y ellas se acomodaron en sus correspondientes asientos del tren lanzadera rumbo al castellano Balneario Cervantes, a disfrutar de un descanso, tan ansiado como bien merecido.
Mientras, ellos permanecían en el andén con sus barbas de tres días, sus panzas al viento y la mirada perdida a lo lejos, como si, de repente, se hubieran quedado solos en el mundo.


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