Vuelva el jueves y le corto la otra - Marian Muñoz






Todos tenemos en nuestro interior una bestia, que en algún momento de nuestras vidas ha surgido y según transcurra la misma llegamos a despertarla o adormecerla, he ahí el dilema que a todos nos supone. El bien o el mal, el ying o el yang, el cielo o el infierno, esta es la historia de alguien que no quiso luchar contra esa bestia.

Su familia fue masacrada durante la guerra, sus padres, hermanos mayores, tíos y abuelos murieron todos el mismo día en que llegaron al pueblo las huestes triunfadoras. Ellos lo único que conocían era la tierra y como arrancarle lo suficiente para subsistir, por desgracia fueron los primeros en fallecer a manos de los ganadores.
Su hermano pequeño y él lo vieron todo, escondidos en lo alto del palomar, lugar al que habían subido para robar huevos a las palomas, les hizo ser testigos privilegiados en aquel aciago día.
El pánico atenazó sus gargantas y no pudieron soltar ni un grito, ni una lágrima, pese al terror vivido.

Cuando apareció su tío abuelo, los vecinos que lograron salvar la vida ya habían enterrado a todos en el cementerio, y se habían hecho cargo de ellos hasta su llegada, luego, traumatizados por la reciente experiencia sufrida, cogieron sus escasas pertenencias y se fueron con él a la ciudad.
Tanto los religiosos como los seglares que se hicieron cargo de ellos, los acogieron con cariño y generosidad, aunque la vida de un internado en nada se parecía a la que habían vivido hasta entonces.
No tuvieron más remedio que aprovechar a conciencia las facilidades que les daban para instruirse y ser personas de bien el día de mañana. Poco a poco la rutina consiguió hacerles olvidar el pasado y centrarse en su porvenir.

Al cabo de unos años su hermano decidió hacerse sacerdote e ingresó en el seminario, pero a él los hábitos no le convencían, por lo que terminó sus estudios y comenzó a trabajar en una tienda de ropa.
Con el dueño hizo buenas migas, le acogió como a un hijo y le enseñó todos los secretos de la sastrería, al ser bien mañoso tanto con la aguja como con la lengua, en poco tiempo se hizo famoso, logrando tener una buena clientela entre lo más granado de la sociedad de aquella pequeña ciudad.
Era invitado a tertulias, charlas y variopintos actos sociales, y todos presumían de ser clientes del mejor sastre de la provincia.

En una de aquellas reuniones conoció a su esposa, una linda muchacha, recatada y dicharachera a la vez, que ocupó durante largo tiempo sus sueños, hasta que se decidió a pedirla en matrimonio. Su suegro no era personaje altanero y al comprobar que su hija también estaba de acuerdo, se la concedió.
Disfrutaron durante años de una felicidad familiar y prosperidad profesional que era envidiada por algunos y admirada por otros. Para mayor gozo fueron bendecidos con un hijo, el heredero, que consiguió granjearse el cariño de los suyos y la amistad de su entorno, por ser inteligente como su padre y tener labia y desparpajo como su madre.
Eso le llevó a enamorarse bien joven de una señorita de un pueblo cercano. Tras el oportuno noviazgo, llegaron al matrimonio, que se celebró, por supuesto, en el pueblo de la novia, y allí fue donde despertó la bestia de nuestro protagonista, que no era el novio de la boda, sino su padre.
Tenía unos siete años cuando había contemplado con pavor el asesinato de su familia, más con el paso del tiempo aquello fue relegado a lo más recóndito de su memoria, y aunque en ocasiones, charlando con amigos o clientes, pudiera aparecer la terrible palabra “guerra”, sólo era otra más, a pesar de oírla no nacían sentimientos de rabia, dolor o ira, parecía que su día a día había borrado para siempre su horror.

Hasta aquel día en que recaló en aquel pueblo, para la boda, un pueblo al que reconoció nada más entrar, y esa bestia que llevaba dentro adormecida, despertó sus recuerdos, despertó el dolor y despertó una sed de venganza que hasta entonces no conocía.
Tal vez hubiera pasado como una boda especial en un lugar muy querido, si no fuera porque, uno a uno, fue reconociendo en los parroquianos a los hombres que escopeta en mano dispararon a su familia, y los mataron.

Consiguió con gran esfuerzo guardar las apariencias, fue hipócritamente educado, sobre todo por amor a su querido hijo y que no notara el cambio. Al día siguiente, en la soledad de su sastrería, comenzó a urdir la venganza.

Bien afamado en la comarca, decían que era el mejor y el más comedido en los precios, además de saber usar diestramente las tijeras y el metro. De la mano de su consuegro consiguió atraer a los caballeros del pueblo, ofreciéndoles buenos precios y una moda confeccionada a su medida, haciéndoles parecer más esbeltos y gentiles que con cualquier otra ropa encima.

Es sabido que la venganza se sirve en frío, y así fue como él se tomó su tiempo para idear su estratagema.

Por las conversaciones que tenía con cada cliente, iba sonsacando de qué pie cojeaban o cual era su punto débil, y al mostrarse sin ningún pudor en deshabillé, se confiaban incautos en las manos expertas de nuestro hombre. Quien mentalmente anotaba sus puntos flacos.

Uno a uno fueron cayendo, una borrachera inoportuna en un día de helada, una comida copiosa con alergia a algún alimento, un esfuerzo desmesurado al estropearse el auto, en fin, múltiples motivos que apenaban al pueblo pero sólo a la mala suerte podían culpar.

Nuestro sastre intentaba quitar importancia a los fallecimientos, para que el siguiente de la lista no llegara a sospechar y cayera incautamente bajo las redes de su plan.

Lo curioso es que todos y cada uno de los fallecidos, se habían ido al otro barrio en jueves, y habían redactado antes sus últimas voluntades dejando todas sus posesiones al Hospicio, donde los pobres huérfanos pasaban penurias debido a la escasez de medios.

Algunas viudas y huérfanos del pueblo tuvieron que acudir a la beneficencia o subsistir de los favores de familiares, al ser desheredados de los bienes que hasta entonces poseían. Toda la población comenzó a perder su esplendor y a sus gentes invadir la tristeza y el dolor.

La ultima familia del pueblo que no había sido tocada por la desgracia era la del consuegro del sastre, hasta que el buen señor tras encargarle unas camisas recibió una misiva que decía “Vuelva el jueves y le corto la otra”.




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