Todos tenemos en nuestro interior una bestia, que en algún momento
de nuestras vidas ha surgido y según transcurra la misma llegamos a
despertarla o adormecerla, he ahí el dilema que a todos nos supone.
El bien o el mal, el ying o el yang, el cielo o el infierno, esta es
la historia de alguien que no quiso luchar contra esa bestia.
Su familia fue masacrada durante la guerra, sus padres, hermanos
mayores, tíos y abuelos murieron todos el mismo día en que llegaron
al pueblo las huestes triunfadoras. Ellos lo único que conocían
era la tierra y como arrancarle lo suficiente para subsistir, por
desgracia fueron los primeros en fallecer a manos de los ganadores.
Su hermano pequeño y él lo vieron todo, escondidos en lo alto del
palomar, lugar al que habían subido para robar huevos a las palomas,
les hizo ser testigos privilegiados en aquel aciago día.
El pánico atenazó sus gargantas y no pudieron soltar ni un grito,
ni una lágrima, pese al terror vivido.
Cuando apareció su tío abuelo, los vecinos que lograron salvar la
vida ya habían enterrado a todos en el cementerio, y se habían
hecho cargo de ellos hasta su llegada, luego, traumatizados por la
reciente experiencia sufrida, cogieron sus escasas pertenencias y se
fueron con él a la ciudad.
Tanto los religiosos como los seglares que se hicieron cargo de
ellos, los acogieron con cariño y generosidad, aunque la vida de un
internado en nada se parecía a la que habían vivido hasta entonces.
No tuvieron más remedio que aprovechar a conciencia las facilidades
que les daban para instruirse y ser personas de bien el día de
mañana. Poco a poco la rutina consiguió hacerles olvidar el pasado
y centrarse en su porvenir.
Al cabo de unos años su hermano decidió hacerse sacerdote e ingresó
en el seminario, pero a él los hábitos no le convencían, por lo
que terminó sus estudios y comenzó a trabajar en una tienda de
ropa.
Con el dueño hizo buenas migas, le acogió como a un hijo y le
enseñó todos los secretos de la sastrería, al ser bien mañoso
tanto con la aguja como con la lengua, en poco tiempo se hizo famoso,
logrando tener una buena clientela entre lo más granado de la
sociedad de aquella pequeña ciudad.
Era invitado a tertulias, charlas y variopintos actos sociales, y
todos presumían de ser clientes del mejor sastre de la provincia.
En una de aquellas reuniones conoció a su esposa, una linda
muchacha, recatada y dicharachera a la vez, que ocupó durante largo
tiempo sus sueños, hasta que se decidió a pedirla en matrimonio.
Su suegro no era personaje altanero y al comprobar que su hija
también estaba de acuerdo, se la concedió.
Disfrutaron durante años de una felicidad familiar y prosperidad
profesional que era envidiada por algunos y admirada por otros. Para
mayor gozo fueron bendecidos con un hijo, el heredero, que consiguió
granjearse el cariño de los suyos y la amistad de su entorno, por
ser inteligente como su padre y tener labia y desparpajo como su
madre.
Eso le llevó a enamorarse bien joven de una señorita de un pueblo
cercano. Tras el oportuno noviazgo, llegaron al matrimonio, que se
celebró, por supuesto, en el pueblo de la novia, y allí fue donde
despertó la bestia de nuestro protagonista, que no era el novio de
la boda, sino su padre.
Tenía unos siete años cuando había contemplado con pavor el
asesinato de su familia, más con el paso del tiempo aquello fue
relegado a lo más recóndito de su memoria, y aunque en ocasiones,
charlando con amigos o clientes, pudiera aparecer la terrible palabra
“guerra”, sólo era otra más, a pesar de oírla no nacían
sentimientos de rabia, dolor o ira, parecía que su día a día había
borrado para siempre su horror.
Hasta aquel día en que recaló en aquel pueblo, para la boda, un
pueblo al que reconoció nada más entrar, y esa bestia que llevaba
dentro adormecida, despertó sus recuerdos, despertó el dolor y
despertó una sed de venganza que hasta entonces no conocía.
Tal vez hubiera pasado como una boda especial en un lugar muy
querido, si no fuera porque, uno a uno, fue reconociendo en los
parroquianos a los hombres que escopeta en mano dispararon a su
familia, y los mataron.
Consiguió con gran esfuerzo guardar las apariencias, fue
hipócritamente educado, sobre todo por amor a su querido hijo y que
no notara el cambio. Al día siguiente, en la soledad de su
sastrería, comenzó a urdir la venganza.
Bien afamado en la comarca, decían que era el mejor y el más
comedido en los precios, además de saber usar diestramente las
tijeras y el metro. De la mano de su consuegro consiguió atraer a
los caballeros del pueblo, ofreciéndoles buenos precios y una moda
confeccionada a su medida, haciéndoles parecer más esbeltos y
gentiles que con cualquier otra ropa encima.
Es sabido que la venganza se sirve en frío, y así fue como él se
tomó su tiempo para idear su estratagema.
Por las conversaciones que tenía con cada cliente, iba sonsacando de
qué pie cojeaban o cual era su punto débil, y al mostrarse sin
ningún pudor en deshabillé, se confiaban incautos en las manos
expertas de nuestro hombre. Quien mentalmente anotaba sus puntos
flacos.
Uno a uno fueron cayendo, una borrachera inoportuna en un día de
helada, una comida copiosa con alergia a algún alimento, un esfuerzo
desmesurado al estropearse el auto, en fin, múltiples motivos que
apenaban al pueblo pero sólo a la mala suerte podían culpar.
Nuestro sastre intentaba quitar importancia a los fallecimientos,
para que el siguiente de la lista no llegara a sospechar y cayera
incautamente bajo las redes de su plan.
Lo curioso es que todos y cada uno de los fallecidos, se habían ido
al otro barrio en jueves, y habían redactado antes sus últimas
voluntades dejando todas sus posesiones al Hospicio, donde los pobres
huérfanos pasaban penurias debido a la escasez de medios.
Algunas viudas y huérfanos del pueblo tuvieron que acudir a la
beneficencia o subsistir de los favores de familiares, al ser
desheredados de los bienes que hasta entonces poseían. Toda la
población comenzó a perder su esplendor y a sus gentes invadir la
tristeza y el dolor.
La ultima familia del pueblo que no había sido tocada por la
desgracia era la del consuegro del sastre, hasta que el buen señor
tras encargarle unas camisas recibió una misiva que decía “Vuelva
el jueves y le corto la otra”.
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