Purgatorio - Clara Conde

Licencia de Creative Commons




Ramona se despertó con las dulces notas de la primavera de Vivaldi taladrándole el cerebro.

La directora de la residencia no tenía mucha imaginación, o quizás pensaba que los internos se renovaban con la suficiente frecuencia para no tener que cambiar el hilo musical que actuaba de despertador. Ramona vivía allí desde hacía casi cuatro años y había comprobado que la sintonía musical de las mañanas cambiaba cada dos semanas, pero en un ciclo muy corto, con lo cual al cabo de cuatro meses empezaban a repetirse. Así que casi se podía adivinar la fecha del calendario sin mirarlo. Así como la hora. Si había empezado a sonar la música significaba que eran las ocho de la mañana.

No es que fuese desagradable despertar con música, de hecho, era mucho mejor que el zumbido de cualquier despertador; pero Ramona tenía dos cosas en contra: una, que le recordaba a un horrible campamento de verano al que había ido de niña, y otra, que tenía la firme convicción de que, después de haber vivido más de ocho décadas, se había ganado el derecho a despertarse cuando le diera la gana. Esto último había intentado hacérselo entender a la directora que, aunque le había dado la razón de forma condescendiente, también le había explicado que era necesario por el bien común, por el buen funcionamiento del Centro y para asegurar que todo el mundo pudiera recibir la atención que necesitaba y merecía.

Así que el hilo musical despertador seguía funcionando cada mañana en todas las habitaciones, como en el campamento infantil, como en Gran Hermano, o como en algunas cárceles.

Resignada, Ramona puso en funcionamiento sus viejos huesos que, a su vez, hicieron funcionar a sus viejos músculos para dirigirse al baño a ducharse y acicalarse antes de bajar al comedor a desayunar. El dinero le había permitido disfrutar de habitación para ella sola y baño privado, y su determinación le permitía disfrutar del placer de asearse y vestirse sin ayuda de nadie.

En el comedor, Carmen y Aurora le habían guardado un sitio, como siempre, y fue a ocuparlo dándoles los buenos días. Siempre llegaban antes que ella, decían que cada vez dormían menos horas, que se despertaban muy temprano, y Ramona las envidiaba. A ella no le ocurría, le gustaban las mañanas en la cama tanto como cuando era joven.

- Noticia en el purgatorio –dijo Carmen en un tono demasiado alto, antes de que sus amigas la hicieran callar. Al personal no le gustaba que llamaran así a la Residencia, que lucía el pomposo e irónico nombre de Centro Residencial El Amanecer. Carmen, la pobre, era algo dura de oído, y siempre hablaba un poco demasiado alto, por más que habían practicado con ella cual era el volumen idóneo, sobre todo si estaban en público.

- Esta madrugada he visto salir un ataúd –continuó en susurros- pero no he podido averiguar quién era. Seguimos sin saber quién gana la porra.

- Yo interrogaré a la limpiadora, que lo suelta todo –dijo Aurora, cerca del oído de Carmen para no tener que hablar alto.

Bien”, pensó Ramona, “ya tenemos entretenimiento para toda la mañana”.

Y es que las horas se hacían muy largas. Había reflexionado sobre ello, sobre la ironía de la vida, que había pasado en un suspiro, y ahora, cuando su tiempo se estaba acabando, todo transcurría muy despacio, simplemente viendo pasar los días y casi deseando que llegara por fin el último.

Hubiera sido horrible si no hubiese encontrado a aquellas dos compañeras de travesuras, de pequeñas e inútiles rebeliones, como la botella de coñac que se turnaban para esconder. Compartían una forma sarcástica de ver la vida, que la hacía más llevadera.

No quería ni pensar en el día que sus nombres estuvieran incluidos en la porra. Ramona sólo deseaba que, llegado el caso, ganara el suyo.






Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario