Purgatorio - Cristina Muñiz Martín



                   



La humedad rezumaba por las paredes y se deslizaba hasta el suelo, donde se extendía como un sistema venoso hasta formar charcos parecidos a los que rodean a las víctimas de un asesinato. Charcos, que más de una vez, les habían servido para calmar su sed. Los ocho hombres, tumbados o sentados sobre sus frías literas de hierro, entretenían la vista imaginando dibujos imposibles en las maltrechas paredes, esperando a que los pasos firmes y enérgicos de unas botas negras de buen cuero, les anunciara el inicio de sus largas y agotadoras jornadas. Al sentir las pisadas avanzando por el pasillo, los hombres se pusieron de pie de un blinco, alisaron las mantas de la cama y esperaron, silenciosos e inmóviles. Una intimidante llave de hierro se introdujo en la cerradura. Unas manos largas y afiladas, abrieron la pesada puerta de acero. Los ocho pares de gastadas zapatillas de cáñamo, se movieron apresuradamente, saliendo de la celda en perfecto orden, dirigiéndose hacia el lugar por el que clamaban sus tripas.

En el angosto espacio dedicado a comedor, llenaron sus tazones con un café aguado y sin azúcar que, acompañado de un trozo de pan, recompuso un poco sus hambrientos estómagos. Diez minutos más tarde, salían en dirección a las vías. Iban en la parte trasera de un camión, junto a otros quince compañeros. Varios kilómetros más adelante, el vehículo paró. Bajaron y cogieron sus útiles de trabajo: palas, picos y carretillas.

El tiempo había sido especialmente malo ese invierno, con lluvias torrenciales que ocasionaron numerosos desperfectos, rompiendo raíles y acumulando piedras y sedimentos sobre las traviesas. El nuevo cargamento de hombres y mercancías llegaría en cinco semanas, con la primavera, y para entonces las vías debían estar despejadas. En caso contrario, corrían el riesgo de subir a ese tren, por lo que no hacía falta que el capataz los hostigara, ellos mismos se encargaban de realizar el trabajo con toda la diligencia que les permitía sus débiles cuerpos y sus grilletes.

Tomás, el más alto y corpulento de los ocho, era también el que más sufría. Desde hacía un par de semanas sentía un malestar difuso, acompañado de un gran cansancio y de un agujero en la boca del estómago, como si se lo hubiera atravesado un obús. Quizás sea solo el hambre, se decía a si mismo en un intento de consolarse, pues la idea de la enfermedad en ese lugar significaba la muerte. Los otros amigos lo animaban y lo ayudaban haciendo parte de su trabajo, pero las fuerzas estaban bajo mínimos e iban mermando con el paso de los días.

A la hora de comer los hombres se colocaron en fila, uno tras otro, para rellenar sus pocillos de latón con un estofado a base de alubias y nabos. Un trozo de pan y una ración de agua, completaban su dieta. Los ocho amigos se sentaron un poco apartados de los demás, como era su costumbre, y comieron en silencio. Hacía tiempo que las palabras se habían agotado, tras hablar de sus vidas, del deseo de ver a sus familias y del sueño de salir de allí. Ya no había nada más que decir, si acaso, en contadas ocasiones, Mauro, haciendo gala de su anterior buen humor, recordaba algún chiste o anécdota que conseguía arrancarles una sonrisa.

Una mañana, Tomás apareció muerto en la litera. El corazón le había jugado una mala pasada, o quizás buena, quién sabe, se decían ellos. Murió sin dolor, en medio del sueño, acompañado por los que eran, desde hacía ya tres años, su única familia. Los otros siete quedaron desolados, como si les hubieran arrancado un miembro de cuajo, llorando la perdida del amigo y temiendo quién pudiera ser su nuevo compañero de celda, pues bien sabían que entre los prisioneros abundaban los chivatos por vocación y los chivatos por necesidad, éstos últimos seres débiles que no encontraban más salida para su desgracia que hacer más desgraciados a los demás.

Llegó Jeremías y todos lo miraron con recelo. Ese día y muchos días más, de las gargantas de los siete hombres no salió ni una palabra, ni una queja. Pero el silencio acabó comiéndolos por dentro y las pocas palabras que les quedaban empezaron a salir despacio, al principio con miedo, después, ya valientes.

Jeremías resultó ser un buen compañero, prudente y atento a las necesidades de los demás, que no tardó en ganarse su confianza, hasta que un atardecer, ya en la celda, con los ojos bañados en lágrimas, les enseñó una fotografía de su mujer con su único hijo. Los siete hombres miraron la fotografía como quien mira una obra de arte, intentando hallar en ella los rostros, ya confusos, de sus mujeres e hijos. Existía la prohibición de tener fotografías y la obligación de denunciar a quién las tuviera, bajo pena de pagar por ello. Nacieron las dudas, la inquietud y el miedo. Si denunciaban a Jeremías y era inocente, firmarían la sentencia de muerte de un buen hombre, de un compañero de infortunio, y nunca se lo perdonarían. Además, habían visto a su mujer y a su hijo. Realmente era su hijo, se le parecía. Una mujer y un niño que podían pasar a engrosar la lista de viudas y huérfanos por su culpa. Pero si no lo hacían y Jeremías resultaba ser un delator, los siete subirían a ese tren que ya estaba a punto de llegar. Un tren que los sacaría de El Purgatorio, cárcel de máxima seguridad, pero de la que podrían salir tras cumplir su condena, para llevarlos a otra cárcel mucho más lejos, mucho más dura, conocida como El Infierno. Una cárcel de la que nunca había salido nadie.




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