A Olivita "In Memorian" - Gloria Losada






La estatua que se ha levantado en la plaza del pueblo en honor de Olivita Santianes le hace mucho más honor del que se merece. No sólo por la estatua en sí, que se parece a la susodicha lo mismo que un perro a una sardina, sino porque durante el tiempo que Olivita fue vecina de este pueblo le hizo más mal que bien, pero claro, cuando hay dinero de por medio todo se olvida.
Olivita fue la tendera de Laderonte durante más de veinte años. Era una mujer muy dispuesta, habladora, criticona y embaucadora, pero sobre todo era imbécil, como al final demostró su trayectoria vital. Físicamente no se destacaba precisamente por su belleza. Tenía un rostro extraño, los ojos de color indefinido eran pequeños y estaban muy juntos; la nariz, afiliada y recta, parecía el pico de un cigüeña, y sus dientes prominentes le daban, cuando sonreía, un aspecto de castor. En conjunto su cara no era nada agraciada, como pueden comprender. Además era bajita y regordeta, pero con una gordura extraña, de esa que te hace tener las piernas como palillos y poseer un tronco redondo como un tonel, gordura que para colmo de males ella se empeñaba en agudizar vistiendo, cuando la ocasión merecía hacerlo con elegancia, ropa dos o tres tallas más pequeñas de la que en realidad necesitaba. Todo el pueblo recuerda el espectáculo que dio el día que se decidió a acudir al pueblo vecino y recorrer las sucursales bancarias con el objetivo de conseguir un crédito para pagar una multa impuesta por el colegio de Médicos por atreverse a ejercer como tal. Iba dispuesta a persuadir a algún director con sus dotes de mujer fatal, así que se embutió en una blusa fucsia y una falda recta que debían de haber ido a parar a la beneficencia años atrás, en el momento en que se le habían quedado pequeñas. En los pies unos zapatos de charol color rosa, herencia de una tía que después de dedicarse a la vida licenciosa sintió la llamada del Altísimo y se recluyó en un convento. Aquel día Olivita parecía una morcilla leonesa, enseñando sus piernas celulíticas, sus tetas turgentes y prietas y sus michelines que descarados se asomaban por encima de la cintura de su falda. A pesar de su aspecto seductor su éxito fue escaso y regresó a casa sin el dinero que necesitaba. Al parecer el director de una de las sucursales bancarias había abandonado su puesto de trabajo y se había largado a las islas Caimán con una generosa cantidad de dinero robado. Los empleados, que continuaban trabajando porque el sistema laboral imperante les impedía no hacerlo si querían cobrar el paro, se aburrían entre papeles inservibles, telas de araña, polvo acumulado y cucarachas paseando de aquí para allá. Uno de ellos, que proyectaba abrir una fábrica de productos porcinos, le propuso a Olivita trabajar para él como reclamo, ocupación que ella rechazó la mar de ofendida, sin pensar que el sueldo que le pagaría el buen hombre le vendría muy bien para pagar la multa.
Al final la embaucó un prestamista desaprensivo que le prestó el dinero y le cobró unos intereses desmesurados, cosa que no pareció importarle, porque aunque se creía muy lista en realidad no lo era tanto, y los cálculos matemáticos no eran lo suyo.
El caso es que, como les iba contando, Olivita hizo más mal que bien a los vecinos del pueblo. Pretendió ejercer de médico, de psicóloga y de maestra, y finalmente se dedicó al tráfico de alimentos caducados en su tienda. Hubo vecinos que a punto estuvieron de pasar a mejor vida por comer pan hecho con harina que ella volvía a moler para que no se le notaran los gusanos que habían criado entre el confortable polvo blanco, por poner un ejemplo. Hizo tantas y tantas fechorías que finalmente fue juzgada y condenada a trabajos forzados en la barrera de coral australiana.
El día que la juzgaron se presentó ante el tribunal hecha una pordiosera. Llevaba los pelos sucios, grasientos y despeinados e iba vestida con unos pantalones verdes que tenían una pernera más corta que la otra, manchados de bosta de vaca y de barro, unas botas de goma de las que utilizaba su marido para recoger el estiércol y un abrigo comido por la polilla. Para colmo de males olía a una amalgama de olores indefinidos cada cual más nauseabundo, fritanga, orines, sudor y algún aroma más imposible de identificar. Todo el mundo sabía que se presentaba de aquella guisa para dar pena al Juez, cosa que no consiguió, pues como ya he dicho antes fue expulsada del país. Cuando se largó, la calma y el sosiego regresaron al pueblo y poco a poco los vecinos se fueron olvidando de ella y de sus fechorías. Hasta el día en que llegó el primer cheque. Curiosamente no llegaba de Australia, país en el que se suponía que estaba la susodicha cumpliendo su sentencia, sino de Papúa Nueva Guinea, a donde Olivita había huido con un presidiario del que se enamoró perdidamente y que le propuso montar un negocio de jabones fabricados a base de algas marinas. Según se supo por una carta escrita por ella misma y dirigida al señor Alcalde, el negocio les fue bien y estaba haciendo mucho dinero, tanto, que se acordó de su pueblo, con el que tan mal se había portado, y decidió compensar sus maldades enviando una cantidad de dinero para que se empleara en cuestiones sociales y demás. El señor Alcalde reunió al pueblo para dar la noticia y recabar opiniones sobre si se debía aceptar el dinero y en caso se ser así, en qué se podría emplear. El pueblo, que todavía recordaba las fechorías de la tendera, votó masivamente no aceptar el presente, pero cuando llegó una segunda cantidad y más tarde una tercera, comenzaron los comentarios absurdos de que si no fue para tanto, de que debemos aceptar su arrepentimiento y no sé cuántas zarandajas más. Así que al final aceptaron los cuartos y en el pueblo se hicieron muchas obras: alumbrado público, una piscina, asfalto de calles y no sé cuantas cosas más. La última esta estúpida estatua. Pero yo, Jesusillo Artrabuces, presidente que fui de la Asociación de Vecinos durante muchos años, sigo estando en contra de esa vieja puta y cuando nadie me vea romperé la estatua, a mi no me compra el dinero ni nada.





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