Comparaciones,
por Clara Conde.
Los orgasmos de la señora del piso de arriba alcanzaban unos
decibelios increíbles. Pero no sólo el momento del clímax. Todo el
proceso, que además solía ser largo, era perfectamente audible
desde cualquier rincón del edificio.
A oscuras, en nuestro dormitorio, yo podía sentir sobre mí el frío
de la mirada acusadora de mi mujer, que solía hacer comentarios del
tipo de “tú no duras tanto” o “tú no me haces gritar así”.
Una tarde coincidí en el bar de la esquina con Ramón, vecino de
rellano desde hacía más de diez años, y los nuevos terminaron por
salir en la conversación. Después de muchos rodeos, cuando los dos
conseguimos dejar de lado la vergüenza, nos dimos cuenta de que
compartíamos el mismo problema.
Así que decidimos escribir una nota anónima al señor del piso de
arriba.
“Estimado vecino: Además de darle la bienvenida a nuestro
edificio, nos gustaría pedirle un favor, en relación con los
encuentros sexuales que mantiene con su señora. Le solicitamos que
disminuyan en su frecuencia, y si no es posible, al menos en su
duración. Póngase en nuestro lugar, por favor, sólo somos hombres
corrientes que se lo pedimos por el bien de la convivencia entre los
matrimonios de la comunidad”.
Continuación del relato anterior por Marian Muñoz.
Nada más introducir la nota por debajo de la puerta de los
susodichos, empezó a oírse una gran bronca, algo iba mal en aquella
casa. Las ventanas cerradas de la vivienda no adormecían el tono ni
el volumen de la tremenda trifulca, los viandantes dirigían una
mirada asombrada al edificio cuando pasaban por la cercana acera y
alguno se cuestionó si llamar a la autoridad, temiendo que estuviera
alguien en apuros.
Tanto Ramón como yo, cada uno en nuestro
respectivo hogar, callados como muertos, sopesábamos si ir y pedir
perdón al escandaloso vecino por haber invadido su intimidad y
sentirnos en parte culpables del potente vocerío. Más no tardamos
mucho en escuchar tras un deseado silencio, un trajín de maletas y
bolsas de mano, indudablemente alguien se mudaba.
A escasos minutos de cerrarse la puerta se oían terribles lamentos y
llantos de mujer, no había duda que el nuevo vecino abandonaba el
nidito de amor y la había dejado sola y desolada. Eso añadió más
peso al sentimiento de culpa que me corroía por dentro. No
alcanzaba a pensar como una nota de tal levedad había podido
originar tal disputa y luego un abandono de hogar, la culpa era de
ellos por molestar al vecindario.
Tras pasar la noche dando vueltas en la cama pesaroso de haber
actuado mal, me encontré con Ramón en el bar y tras intercambiar
los saludos de rigor, no pudimos evitar hablar de los vecinos
ruidosos y del resultado tan nefasto que causó nuestra nota,
sopesando si llamar a aquella puerta y pedir perdón por lo impropio
de nuestro hecho. Mientras nos decidíamos, apareció la vecina para
tomar un café en la barra, con evidentes signos de haber pasado peor
noche que nosotros. Ramón y yo dudamos si ese era el mejor momento
para pedirle perdón e intentar consolarla, sin saber el motivo real
de la gresca, aunque tampoco queríamos ser entrometidos, pero
nuestras dudas fueron al fin disipadas.
La buena señora se confió al camarero que tras la barra solía ser
buen oyente de su clientela, y le contó que su marido era marinero y
pasaba largos meses en la mar, ayer era la primera vez que se alojaba
en el nuevo piso y le había preparado un romántico recibimiento,
pero la mala fortuna quiso que se encontrara con una misiva en el
suelo, pidiéndole no fuera tan fogoso en la cama con su esposa
porque tenía al vecindario escandalizado. Siendo la primera vez que
pisaba su casa no dudó en creer que su mujer le ponía los cuernos
con un amante, y sin poder ella dar explicaciones, tras desahogarse a
gusto, se largo con viento fresco.
El camarero intentó suavemente convencer a la señora que si él no
era el causante de los molestos ruidos, algo de razón tendría en
enfadarse con la situación. Pero ella contestó que tampoco era la
culpable. Su tío Raimundo que vivía con ellos estaba muy sordo, y
como malamente conciliaba el sueño por las noches, ponía la
televisión para adormecerse con el sonido a pleno volumen, y
finalmente se dormía sin apagar el dichoso aparato. Ya se sabe que
hay cadenas de televisión que de madrugada sólo ponen videos porno,
y eso era lo que tenía tan inquietos a los vecinos del edificio,
pero ella se ponía tapones en los oídos y conseguía abstraerse y
dormir a pierna suelta.
El bochorno que sentimos por dentro Ramón y yo fue tremendo, nos
miramos el uno al otro y sin decir palabra, salimos del bar rumbo al
parque, pensativos sobre como solucionar aquel grave problema causado
por nuestra falta de interés por las relaciones conyugales.
En mi vida activa fui bombero, mi experiencia me ayuda a apagar
fuegos, en vez de encenderlos como había hecho en esta ocasión.
Por suerte mi compañero es policía retirado y acudió a su red de
amigos del gremio para intentar localizar al fugado marinero, darle
una explicación y arreglar el problema. Tan sólo sabíamos su
nombre y apellidos José Pérez Rodríguez, y que su voz era potente,
con marcado acento del sur. Gracias a la colaboración de todos
encontraron a José, quien acababa de tomar puerto en la ciudad, y
acompañado de un policía lo trajeron a nuestra presencia.
Cansado de largas jornadas en alta mar, escasamente nos prestaba la
atención que necesitábamos, pero sin dejarle hablar, intentamos
convencerle que lo mejor era volver a casa, la culpa había sido
nuestra y su mujer no tenía un amante, todo había sido un mal
entendido, y además de pedirle perdón con cada tres palabras que
pronunciábamos, no cesamos ni un momento de darle explicaciones,
para que se diera cuenta del error que había cometido.
El buen hombre medio dormido y agotado por el viaje, nos miraba con
cara extraña, no dejaba ni un momento de observar al policía que
pegado a nosotros no perdía ripio sin pestañear. Finalmente
conseguimos animarle a subir a casa tras comprarle un ramo de flores
para que las diese a nuestra vecina y así hacer las paces con ella.
El hombre estaba reticente de subir, aunque era evidente que se
sentía presionado por la presencia del policía. También es cierto
que no le dejamos abrir la boca de lo nerviosos que estábamos, pero
seguro que todo iba a ir bien.
Le plantamos en la puerta y pulsamos el timbre por él, le dimos el
ramo de flores y esperamos escaleras abajo como se desarrollaba el
encuentro.
Así me maten que en lo que me resta de vida me vuelvo a meter en
casa ajena, lo juro, pero al menos aquello salió bien.
Abrió ella la puerta, que si bien llevaba puesto un delantal, no
impedía que marcase las curvas de su esbelto cuerpo. La mirada de
desconcierto entre los dos fue el comienzo del encuentro. Ella al
ver ante sí a un hombre portando flores y con físico bien apuesto,
notamos que algo se le revolvía por dentro. Le invitó a pasar,
aceptando él, y nos quedamos con la miel en los labios al no poder
ser testigos de la reconciliación.
Bueno reconciliación no hubo, porque el susodicho no era el mismo
José Pérez Rodríguez que hacía unos días había salido
apresurado de aquella casa. Sino otro del mismo nombre que
apabullado por dos vejestorios y un policía, no tuvo más remedio
que seguirles el juego, pensando que allí había cámara oculta.
Congeniaron, vaya si congeniaron, y ahora son una feliz pareja.
Ramón y yo con nuestras respectivas, nos ponemos de noche tapones
para no oír los gemidos televisivos. El resto de vecinos, ajenos a
nuestra bien acabada aventura, siguen oyendo de madrugada los gritos
y gemidos sexuales, y ya se sabe, eso anima mucho, y por lo que
cuentan, andan de fogueo con sus respectivas todas las noches, y el
del tercero que vive sólo, se alivia como puede.
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