La orquídea que yo había llevado
destacaba entre los otros ramos de flores, todos tan normales, tan
clásicos, algunos hasta con osito de peluche incorporado.
Ella estaba preciosa, resplandeciente,
recostada en la cama con el bebé sobre su pecho. Su marido se
sentaba a su lado con una sonrisa de perfecto imbécil feliz. Sólo
les faltaba el pesebre para parecer el portal de Belén.
“Cógelo”, me dijeron. Y me encontré
con aquel paquetito entre los brazos, sin saber qué hacer ni qué
decir.
Le hablé mentalmente: “Perdona que te
odie, pequeñín. Pero tu padre me ha robado al amor de mi vida”.
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