Nunca
me han gustado los hombres con barba. No sé por qué pero me parecía
una cochinada, aunque la llevasen arreglada. Había desechado a
varios admiradores porque tenían barba. Creo que lo mío era más
bien una fobia.
Sin
embargo, llegó un día, en la playa, mientras tomaba el sol, en que
vi a un hombre de lo más atractivo. Estaba muy cerca de mí, leyendo
“Crimen y Castigo”, de Dovstoievsky. Moreno, atlético, con esas
gafas de intelectual. Y con barba. Yo no dejaba de mirarla y, aunque
quería sentir asco, no era capaz. Era el conjunto del hombre lo que
me atraía, a pesar de los pelos que lucía en la cara.
Intenté
cruzar alguna conversación con él, sobre el calor, el libro que
estaba leyendo, y lo que se me ocurriese en ese momento. El
contestaba sonriente pero no manifestaba mucho interés. Yo, que
estaba tan guapa con mi bikini azul, y que solía tener tanto éxito,
en esta ocasión nada de nada.
Pasados
unos minutos llegó hasta donde estábamos un auténtico adonis, un
rubio de quitar el hipo, se acercó a él, le besó en la boca y le
dijo: ¿qué tal, mi amor?
Vaya
jarro de agua fría para mí. Esta vez estaba dispuesta a hacer una
excepción y aceptar la barba y lo que fuese, pero con un gay,
chicas, no hay nada que hacer.
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