Siempre le había gustado disfrazarse.
De niña era un juego, sobre todo en la
casa del pueblo donde había un mágico desván con armarios y
arcones repletos de tesoros. Siempre encontraba cosas nuevas, como el
monóculo de algún antepasado, o el día que encontró una boa de
plumas de color rosa fuerte, y tuvo un ataque de risa imaginando en
qué ocasión la habría lucido la abuela.
En la adolescencia siguió disfrazándose,
pero ya no era un juego, era un modo de vida. Quizás por ser una
chica tan normal, ni guapa ni fea, corrientemente aceptable, le
gustaba sorprender con su ropa. Si se sentía romántica se ponía el
jersey rosa de angora y una faldita mona. Si se despertaba salvaje
elegía unos leggins con agujeros y las botas militares.
Nunca había pertenecido a ningún estilo
ni había seguido ninguna moda. Se expresaba a través de su ropa, y
de adulta también con los bolsos y los peinados.
Hoy era un día extraño y ya llevaba un
rato sentada en la cama contemplando el interior del armario, sin
llegar a ninguna conclusión. Sabía que debía vestir de oscuro,
pero su alma se negaba. Le gritaba que necesitaba amarillos y verdes,
concretamente un precioso vestido de algodón con florecitas.
Y decidió hacerle caso. Como había
hecho toda su vida. Se puso el vestido, la americana de verano y las
francesitas.
Luego fue de puntillas a la otra
habitación y cogió del perchero el sombrero de su padre. Debía
llevarlo puesto, al fin y al cabo, iban a su funeral.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario