Los cuatro cerditos - Gloria Losada




Érase una vez cuatro cerditos nacidos de una cerda paciente y tranquila, que con el tiempo, al ir creciendo sus cuatro hijos, se largó con viento fresco porque no los soportaba. El único normal era el pequeño, pero los otros tres eran unos engreídos y unos fanfarrones, que presumían ante todo el mundo de lo listos e inteligentes que eran cuando en realidad eran más bien cortos de mente y de miras. Así pues el cerdo más pequeño decidió por sí mismo que se iba a retirar a un segundo plano y dedicarse desde el anonimato a vigilar a sus hermanos, es por eso que siempre se ha hablado de tres cerditos, cuando en realidad eran cuatro.
Los cuatro hermanos vivían en una pocilga sucia y maloliente, como casi todos los cerdos, pero como eran unos finolis de tres pares de narices, los tres mayores un buen día decidieron que, dada su posición social, se merecían vivir en una casa, en una vivienda normal con todas sus comodidades, incluido un cuarto de baño donde poder ducharse, perfumarse y hacer sus necesidades sin tener después de coexistir con sus propios deshechos. El pequeño, al escuchar semejantes despropósitos, les aconsejó que no se metieran en camisas de once varas, que no sabían hacer la “o” con un canuto, así que muchos menos iban a saber construir sus casas. Además les advirtió que andaba por ahí suelto un lobo como muy mala pinta que ya había asaltado dos o tres carnicerías de la ciudad en las que se vendía carne de cerdo bravo. Los otros tres se echaron a reír burlándose de su hermano, pensando que era una soberana tontería aquella apreciación, a lo que el pequeño contestó que el lobo en cuestión al parecer se estaba entrenando para una prueba de capacidad pulmonar que le tenían que hacer en el hospital de la Seguridad Social dentro de seis años y se dedicaba a ir soplando a todo lo que se encontraba para ver si conseguía derribarlo, cosa que ya había conseguido con algún inmueble defectuoso.
Los otros tres hicieron caso omiso a los consejos de su juicioso hermano, se pusieron manos a la obra y cada uno comenzó a construir su morada. Uno de ellos, que era más vago que la chaqueta de un guardia, se la hizo de caña de bambú que encontró a la vera de las Lagunas de Ruidera. Otro, que tampoco era un dechado de virtudes en el terreno laboral, se la hizo de tablas de palés que se encontró en las cercanías de un polígono industrial y el último de ellos, se la hizo de pedruscos que encontró cerca del río Guadalete. Tanto sus idas y venidas en busca de material como el propio proceso de construcción, fue vigilado del cerca por el cerdito juicioso, que de vez en cuanto intentaba hacer entender a aquellos zoquetes que con semejantes construcciones su vida corría peligro. Pero ellos ni caso, por supuesto.
El día que terminaron sus nuevas residencias se sintieron muy orgullosos de sí mismos, cosa que suele pasar a la mayoría de los imbéciles que no saben que lo son, y en cuanto su hermano pequeño, (que a decir verdad, seamos sinceros, era un poco plasta) se dispuso explicarles los inconvenientes de sus viviendas, ellos lo echaron con cajas destempladas. Incluso uno de ellos llegó a decirle que si se habían equivocado era su problema, que asumirían las consecuencias. Así pues el cerdo más joven hizo las maletas y se marchó bien lejos, bueno no tan lejos, dos o tres kilómetros tierra adentro, nada más, y como él si que era inteligente y trabajador y al final la idea de vivir en una casa no le parecía tan mala, decidió que se iba a construir una y se puso a ello.
Entretanto los otros tres se fueron a vivir a sus ridículas viviendas. Pasó un mes y pasaron dos y cada vez estaban más convencidos de que habían hecho lo correcto, hasta que el lobo, aquél contra el cual les había advertido su hermano y cuya existencia casi habían olvidado, hizo su aparición de forma intempestiva y efectivamente lo hizo soplando como un poseso. Además se encontraba hambriento, pues el gremio de los carniceros habían redoblado la seguridad privada en sus establecimientos y ya no había manera de asaltar carnicerías.
Ni que decir tiene que la casita de bambú salió volando por los aires en menos que canta un gallo. Lo mismo le pasó a la madera. La de piedra le costó un poco más, pero el lobo parecía tener los pulmones de un elefante y terminó derribándola también.
Los tres cerdos huyeron despavoridos y se refugiaron en la primera pocilga que encontraron, que era mucho más pequeña, sucia y apestosa que aquella en la que habían pasado los primeros años de su vida. Se encontraban desilusionados y enfadados consigo mismos y no les quedó más remedio que admitir que su hermano pequeño tenía razón y que, les gustara o no, no les iba a quedar más remedio que pedirle ayuda si querían salir de aquel lugar. Además, menospreciando la inteligencia de su hermano, pensaron que como era medio tonto, no iba a dejar de ayudarlos a pesar del desprecio con que le habían tratado.
Lo encontraron al cabo de unos días, llevándose la más grande de las sorpresas. El cerdito se había construido una mansión, una casa con todas las de la ley, de hormigón, ladrillo, cristal y todas esas cosas normales que se utilizan en la construcción de viviendas. Llamaron al timbre con precaución. Les abrió la puerta una preciosa cerdita con cofia que los llevó hasta el magnifico salón en el que estaban.... su hermano y el lobo tranquilamente charlando y tomándose unas copas. Aturrullados no sabían qué hacer, si pedir la ayuda que deseaban o salir pitando, pero el cerdito pequeño les dio pronto la solución a su dilema.
-Estáis vivos gracias a mi – les dijo – yo eduqué al lobo y le convencí de que en lugar de carne de cerdo se dedique a comer ensaladas y verduras, que son mucho más sanas. Me costó, pero lo conseguí. Y ahora somos grandes amigos. Así que después de cómo me habéis tratado y de todos los desprecios que he tenido que soportar a lo largo de mi vida ¿sabéis lo que os digo? Que os den morcilla. Me quedo con el lobo, que una vez domesticado es mucho más interesante que vosotros. Hala, hasta más ver.
Y así fue que los tres cerditos regresaron a su vida de siempre en la pocilga. Y es que en esta vida la ignorancia, la envidia y la estupidez, siempre acaban pasando factura ¿no creen?






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