Vidas encontradas (capítulo final por Cristina Muñiz) - Relato encadenado



                                                 CAPÍTULO FINAL 
                                     Cristina Muñiz Martín
 

Las investigaciones de Lupino lo llevaron hasta los Laboratorios Rucabar donde, tras conseguir pasar unos estrictos controles de seguridad gracias a su carnet de policía, una azorada Marta Caravia, respondió de modo ambiguo a sus preguntas. Pero Lupino supo, nada más verla, que allí se cocía algo importante, demasiado creía él, y desde luego había en juego mucha pasta, lo olía. La pasta, siempre la maldita pasta, pensaba mientras anotaba las muchas y titubeantes mentiras que le contaba la chica.
Lupino había llegado allí gracias a la libreta azul que le había entregado Beatriz. Se había presentado en comisaría, tres días después del accidente de su hermana, tras haber sido atacada en plena calle, preguntando por él. Lucía una herida en la cara, un ojo amoratado y unas ojeras profundas, pero aún así, le pareció una diosa recién salida del Olimpo con su pantalón vaquero ajustado y una blusa azul marino con pequeños dibujos geométricos blancos que ensalzaba sus pechos. Además, había sido amable con él, no como cuando fue a su casa con el ramo de flores, lo que hizo que se reconciliara con ella sin que Beatriz fuera consciente ni de su enfado ni de su enamoramiento.
Lupino tenía en su despacho un gran tablero de madera repleto de fotografías, entre las que destacaban las de Beatriz y Lola. Al principio, las imágenes tenían otra distribución, buscando a los responsables de las muchas fechorías que le habían hecho a su adorada gemela. Ahora, en cambio, en vista de los últimos acontecimientos, algunas fotografías habían desaparecido, otras habían cambiado de lugar y otras muchas rellenaban el tablón.
Las primeras incógnitas del caso de Beatriz Salgado Cuesta se habían solucionado casi por si solas, aunque no por ello dejó de recibir las felicitaciones de sus superiores, dado el celo puesto en su trabajo. Lola había comprado los servicios de Raúl y del doctor Gutiérrez, aunque les pagara a los dos con distinta moneda. A Gutiérrez con revolcones en la cama. A Raúl con dinero contante y sonante.
En cuanto al ataque sufrido por Beatriz, cuando un delincuente con el rostro cubierto, aprovechando la oscuridad de la noche, le robó el bolso, le rajó la cara y la pateó en el suelo, no había ningún rastro, ni tan siquiera la mínima pista. Parecía que esa chica tenía un imán especial para atraer las desgracias. Y para darle trabajo a él también, que no acababa de resolver un caso y ya tenía otro encima. Esperaba ardientemente encontrar al autor de esa tropelía, para apuntarse un tanto más en su carrera y para impresionar a esa chica en la que no podía dejar de pensar ni de día ni de noche, sobre todo de noche. Además, intuía algo muy raro en todo ese asunto. Era demasiada casualidad que le rajaran la cara y la llenaran de cardenales. Aquello parecía una confabulación, como si alguien hubiera pagado a un delincuente experto para que Beatriz y Lola siguieran siendo idénticas. Por eso le había llevado la libreta de tapas azules de su hermana. La chica estaba muerta de miedo, extrañada también de que su cara y la de su hermana volvieran a ser iguales, imaginando mil y una conspiraciones contra ella. Quizás, él, con su pericia, consiguiera descifrar aquel galimatías de datos, fechas, flechas y tachones y resolver el caso. Eso le dijo una Beatriz de ojos llorosos, y él, Lupino Archival Mendotti, se hinchó como un pavo antes de Navidad.
No hacía ni dos horas que Lupino había abandonado los Laboratorios Rucabar cuando lo llamó el comisario Márquez prohibiéndole seguir con esa investigación. Lupino, sorprendido por la orden, pensó que el comisario estaría celoso por su buen hacer, pero cuando le comunicó haber recibido una llamada de las más altas instancia, enmudeció de sorpresa y satisfacción. Al final iba a resultar que era mucho mejor policía de lo que creían todos, incluso de lo que creía él mismo. Si llamaban de arriba tenía que ser algo muy gordo, y de mucha pasta también, teniendo en cuenta que se trataba de unos laboratorios farmacéuticos. Estaba tan cerca de la solución de ese caso...y además odiaba dejar su trabajo a medias. Eso le dijo al comisario que respondió tajante.
–O deja inmediatamente la investigación sobre los laboratorios o va directamente a la calle. Eso es lo que hay. O lo toma o lo deja. Y no intente hablar con su tío, él ya está al corriente, pero lo pondrá en grandes apuros si insiste.
–Pero no entiendo, comisario. Sé que en esos laboratorios se cuece algo importante que tiene relación con el caso de las gemelas.
--Y está en lo cierto, Lupino, está en lo cierto. Pero nada podemos hacer nosotros, créame. Lo único que puedo decirle es que Dolores Fuster había dado su consentimiento para participar en ciertas pruebas.
–¿Qué tipo de pruebas?
--No lo sé, y si lo supiera tampoco se lo diría. Usted céntrese en lo más importante que es resolver quién ocasionó su muerte. Y ahora déjeme solo, por favor, tengo mucho trabajo.
Lupino salió del despacho del comisario consternado, preguntándose qué misterio se escondería en esos laboratorios, aunque sabiendo que estaba metido el gobierno de por medio poco o nada podía hacer él. Lo apuntaría en su agenda de casos como “caso sin resolver por imperativo legal”.
Entró en su despacho y miró una vez más el panel. Después fijó la vista en el informe de la autopsia de Dolores Foster. Había muerto en la UCI, quince días después del accidente, por un colapso cardiovascular debido a un shock anafiláctico producido por una sobredosis de opiáceos. Nadie había visto nada y nadie sabía nada, pero alguien tuvo que entrar en la UCI y administrárselos por vía intravenosa. Y ese era su principal cometido: encontrar al asesino.
En el tablero destacaba la fotografía de Beatriz, la principal sospechosa. Sin embargo, Sandra, la esposa del doctor Carlos Avilés, declaró que la noche de la muerte de Lola, Beatriz había dormido en su casa, y lo había hecho profundamente, ayudada por un somnífero. Lupino dudaba de este último dato, a la vista de las ojeras de la chica, y se preguntaba si se había levantado a media noche, en silencio, para ir al hospital a matar a su hermana. Por su parte, el doctor Carlos Avilés había pasado la noche de guardia en el hospital, por lo que no le hubiera resultado difícil matar a Lola. ¿Pero qué motivos podía tener ese hombre para acabar con ella? Había declarado no conocerla de nada y también negó mantener cualquier relación con Beatriz más allá de una buena amistad, aunque Lupino dudaba de la veracidad de su declaración, sobre todo al saber, debido a sus investigaciones en el hospital, lo mucho que le gustaban las faldas. ¿Ocultaría algo ese médico? Lo vigilaría de cerca.
Otra de las principales sospechosas era Rebeca. Seguro que debía estar rabiosa con Lola ya que por su culpa Raúl estaba aún grave en el hospital, aunque ya no se temía por su vida. Rebeca había declarado en un estado de nerviosismo tal que Lupino hubo de desistir a realizarle algunas preguntas. Lo que si le dijo es que ya sabía que su marido era cómplice de Lola, que había falsificado documentos y hackeado correos, se lo había dicho Beatriz, aunque no comprendía por qué. Fue Lupino quien la sacó de su ignorancia, diciéndole que su marido tenía más de treinta mil euros de deudas de juego. Rebeca al principio abrió mucho los ojos y negó con la cabeza. ¿Deudas de juego, Raúl? No, era imposible. Ella lo conocía bien y no era de esos. No, no, siguió diciendo y negando con la cabeza para, a continuación, echarse a reír como una loca ante el desconcierto de Lupino. Rebeca no tardó en calmarse y le pidió algo de beber, un café estaría bien, aunque Lupino pensó que mejor le ofrecería una tila, en el caso de que en la máquina del pasillo hubiera tilas, claro, algo en lo que nunca se había fijado, pues el aborrecía esas máquinas infernales. Lupino salió por un café y se lo ofreció a Rebeca que lo saboreó a tragos cortos, con un inusitado placer, como si estuviera en una cafetería de lujo. Lupino acabó pensando que la mujer no estaba en sus cabales en esos momentos y decidió dejar su interrogatorio para otro día, cuando las cosas se hubieran calmado. Así se lo dijo. Rebeca le dio las gracias con una gran sonrisa y salió a la calle como si se dirigiera a una feliz tarde de compras con sus amigas.
–Sí, sí, sí –gritó Rebeca en cuanto salió a la calle, dando pequeños saltitos, ante las miradas atónitas de los transeúntes.
Buscó el móvil en su atiborrado bolso y llamó a Bea para ponerla al corriente.
–Bea, Bea…tengo que contarte algo muy importante.
–Dime, pero ¿por qué estás tan excitada?
–Bea, Raúl no era amante de Lola ni de nadie. Es un ludópata.
–¿Qué dices? No tenia ni idea –respondió una voz en tono indiferente, aunque Rebeca no se percató de ello.
–Sí, Bea, sí. Ahí está la explicación de todo lo que hizo. Tiene deudas de juego y tu hermana le iba a pagar muy bien sus servicios. Y todas esas cosas raras de Rául, ese comportamiento que me tenía tan preocupada, era solo por su adicción al juego.
–Bueno, Rebeca, me alegro que no te haya puesto los cuernos, pero tampoco es para estar tan contenta, vamos, digo yo. La ludopatía es un problema importante.
–Ya lo sé, Bea, pero puede solucionarse. Yo lo ayudaré a dejar su dependencia. Lo importante es que no tiene ninguna amante, que me quiere ¿Lo entiendes, Bea? ¿Lo entiendes?
–Sí, sí, claro –contestaron con frialdad al otro lado.
–Bueno, cariño, te dejo, que voy corriendo al hospital. Hoy va a recibir el beso más grande desde que está ingresado. Chao.
La gemela esbozó una gran sonrisa. Todo estaba saliendo mejor de lo esperado y ya podría vivir en paz, con una vida rutinaria de trabajo, novio, amigos... la vida que siempre había deseado, no quería ninguna otra. La muerte de su hermana había simplificado las cosas, resolviendo muchos conflictos, aunque no podía evitar sentir un cierto dolor por su pérdida, algo que nunca había deseado, o quizás sí, no se atrevía a ser sincera con ella misma. Lo único que la inquietaba en esos momentos era saber quién la había matado y por qué. Y, sobretodo, dejar de ser ella la principal sospechosa.
Lupino no paraba de trabajar. Con la muerte de Lola se había convertido en un habitual del hospital y tras tomar declaración a todo el personal sanitario sin que nadie aportara ningún dato, ninguna pista, deambulaba por salas y pasillos pensando en cómo podría una persona entrar en la UCI sin ser visto y administrarle una dosis letal a un enfermo. Ese asunto le reconcomía y no pensaba dejarlo hasta encontrar al culpable, algo que, a buen seguro, le granjearía la simpatía de sus jefes y quizás una recomendación para ascender.
Su tablero de fotografías no acababa de desvelarle el móvil del crimen. Beatriz y Rebeca lo tenían, por supuesto, pero su instinto le decía que no había sido ninguna de ellas. La tía Eulogia también había pasado a declarar, pero no había encontrado en ella nada sospechoso. Además ¿por qué querría ella deshacerse de su sobrina? Al lado de la foto de Carlos Avilés estaba la de Ricardo Alonso Palacio, alias Richi, ¿mataría él a Lola para salvar a Beatriz? Era posible, aunque al declarar temblando de pies a cabeza demostró más ser un pusilánime que un asesino. Por otra parte, de su incursión en la Pensión Cantábrico no había sacado nada en limpio, si es que se pudiera sacar algo limpio de ese antro, pensó mientras a su boca asomaba una sonrisa socarrona. El hijo del dueño se había acostado con Lola y había visto a dos hombres con ella, algo que ya estaba resuelto. Tampoco consiguió aclarar nada en su visita al antiguo piso de Lola, pues lo único que contaron los conserjes era un confuso episodio de Lola saliendo del edificio y regresando al poco tiempo como si no se acordara de nada, algo que quedaba explicado con la existencia de dos gemelas idénticas. Hasta qué punto eran idénticas Beatriz y Lola, se preguntó, Lupino. Había descubierto que Lola era una obsesa del sexo, o cuanto menos ligerita de cascos ¿Lo sería también Beatriz? Un movimiento en su bragueta lo hizo desistir de esos pensamientos. Miró alrededor, rojo de vergüenza, pero nadie había notado nada. El interfono sonó y escuchó la voz de su jefe ordenándole se personara en su despacho. Lupino llegó arrastrando sus pies y sus pensamientos, preguntándose qué querría ahora el comisario Márquez. Entró en el despacho y se sentó frente a él.
–Mire esto –dijo el comisario mientras introducía un pendrive en el ordenador. Tendrá que investigarlo también.
–Pero señor comisario...estoy de trabajo hasta aquí –dijo poniendo la palma de la mano sobre la cabeza.
–Calle y mire.
Ante los atónitos ojos de Lupino apareció una de las gemelas, completamente desnuda, en la cama con dos hombres también desnudos. Márquez apagó tras esa fugaz visión y lo miró fijamente.
–Lo acaba de traer un taxista. Dice que lo ha encontrado hoy cuando limpiaba el coche, bajo un asiento. Que es posible que lleve allí unos días, no más de un mes que es cuando hizo la anterior limpieza a fondo. En un principio pensó en deshacerse de él, pero después supuso que era mejor entregarlo por si alguien lo reclamaba. No hay ningún nombre ni datos que indique quién es el dueño, así que he decidido mirarlo. Y he quedado tan impresionado como usted, Lupino, es lo último que esperaba encontrarme. Como comprenderá está dentro del caso, así que le corresponde a usted averiguarlo. Está claro que es una de las dos hermanas. Si es la muerta, caso cerrado. Si es la viva, hay que encontrar quién lo grabó para saber qué pretendía con ello. No descarte que haya sido el chico que está grave en el hospital, el informático, quizás para hacer un chantaje, ya sabe. Ya está mejor, así que vaya a verlo y compruébelo.
–Entiendo jefe. Me llevo el pendrive.
–No, no. Como comprenderá este es material sensible, así que lo guardaré en mi despacho, no vaya a ser que caiga en manos inadecuadas.
Lupino salió del despacho alterado, preguntándose quién sería de las dos. Decidió acercarse a casa de Beatriz con alguna disculpa. La gemela salía de la ducha cuando sintió el timbre. No se asombró de ver a Lupino con su cara redonda y sus gafas de pasta, pero sí de su medio pelo limpio. Esperaba perderlo pronto de vista, desde la muerte de su hermana ya lo había visto demasiadas veces.
–¿Sabe algo ya sobre la muerte de mi hermana? –preguntó intrigada.
–No, no, no venía a eso. Siento tener que pedírselo pero me gustaría hacer una inspección ocular de su casa.
–Sigo siendo la principal sospechosa ¿verdad?
–En fin, no puedo decirle. Puede guiarme usted misma.
Ella, con gran fastidio, le fue enseñando todas las dependencias de la casa. Lupino, siempre tan buen observador, apenas se fijó en nada, solo en el dormitorio. El mismo que salía en las fotografías. Se despidió aceleradamente y salió a la calle en busca de un fogonazo de aire fresco.
--Cerda asquerosa –musitó entre dientes al tiempo que su amor se desvanecía como la nieve bajo un sol ardiente.
Ese día, salió de la comisaría ya al anochecer y se apostó en una esquina a la espera de ver marchar al comisario. Después, tras vigilar el mostrador, cuando éste quedó desierto, se deslizó con sigilo y con las manos enguantadas hasta el despacho de su jefe. Cogió el pendrive. Hizo una copia. La metió en un sobre y se la envió a Ricardo Alonso Palacio.
Dos días más tarde, Richi aguardaba en el salón la llegada de Beatriz. Habían resuelto ya sus diferencias y las cosas parecían ir bien, por lo menos hasta ese momento.
–Hola, cariño ¿qué tal? –dijo ella dándole un beso no correspondido.
–¿Qué te pasa? –preguntó.
–¿Qué qué me pasa? Mira –dijo Richi poniendo en funcionamiento el vídeo.
¡Mierda!, el video, pensó ella, se me había olvidado. Después, tragando saliva y armándose de valor trató de calmar a Richi, contándole su visita a casa de su hermana y cómo había encontrado una habitación idéntica a la suya.
–No me habías dicho nada de eso.
-Eran demasiadas cosas, Richi, Se me pasó. Además, tampoco me pareció algo importante. Creí que Lola solo quería sentirse como yo, como siempre desde que éramos niñas.
–No sé si creerte, Bea. No sé qué pensar.
–Tú me conoces más que nadie, Richi, ¿Me crees capaz de acostarme con dos tíos a la vez?
–No sé, tú me dirás.
–Déjalo, vamos a dormir que estoy cansada. Mañana hablamos.
–Mejor ahora.
–Mañana, Richi, por favor. Mañana te cuento todo lo que quieres.
Sin esperar la respuesta de su novio, se dirigió al dormitorio, se acostó y se hizo la dormida. Había sido una suerte encontrar a Gutiérrez en aquel congreso. Él le había hablado de la investigación sobre gemelos idénticos. Cuando Lola lo escuchó pensó que aquel proyecto parecía hecho a su medida y se ofreció a formar parte de él. Tras pasar el proceso de selección, comenzó a tomar la medicación, a acudir a las sesiones psicológicas y a ensayar mentalmente y de forma constante para suplantar la identidad de su hermana. No le resultaba nada difícil, al fin y al cabo lo había intentado durante toda su vida. Con Beatriz, el método era distinto. Había que intentar desequilibrarla y, al tiempo, conseguir que todas las personas que la quisieran se alejaran de ella, algo a lo que Lola se ofreció gustosamente. Después, llegado el momento oportuno, sería fácil secuestrarla para internarla en el Centro de Operaciones Especiales. Lola quedaría ocupando su lugar y nadie sospecharía nada. Su muerte no estaba prevista, ni tan siquiera por Lola, pero ese suceso había constituido un alivio para algunas personas que, como Marta Caravia, sentían sobre sí el peso de la culpabilidad por perturbar a una persona sana e internarla para recibir un tratamiento hasta que llegara a sentir y a creer que realmente era su hermana y no ella. Lola y Beatriz, las dos gemelas idénticas, eran el primer paso de un gran proyecto científico y militar: manipular la mente humana, haciendo que una persona se olvidara de si misma creyéndose otra.
El accidente lo había precipitado todo. Lola en ningún momento había estado grave o en coma, aunque si había sufrido varios períodos de desorientación y algunos contratiempos. Tenía numerosos traumatismos, una pequeña conmoción cerebral y la herida en la cara. Pero ese imprevisto facilitó el desarrollo del proyecto. Lola llevaba colgada al cuello una placa con un número de teléfono al que se debía llamar en caso de necesidad. Los laboratorios recibieron la llamada y se activó el protocolo. En poco tiempo, la enferma fue instalada y aislada en la UCI. A ella solo accedía personal especializado en el proyecto, debidamente camuflado como médicos y enfermeros, algo que no extrañó a nadie en un hospital en el que los contratos temporales y el personal interino eran moneda corriente y las ordenes de la gerencia de obligado cumplimiento aunque éstas fueran arbitrarias. Carlos, médico de Urgencias, una vez salió Lola del box número 5 con destino a la UCI, no volvió a verla, tan solo llamaba por teléfono para interesarse por su estado.
Catorce días después del accidente, Lola ya estaba recuperada por completo. Fue entonces cuando Beatriz recibió una nueva llamada diciéndole que su hermana había empeorado y existía riesgo de muerte inminente. Beatriz no tardó en personarse en el hospital. Cuando se situó al lado de la cama de su hermana, le clavaron una inyección en el cuello de efecto inmediato. Lola se puso su ropa y se hizo cargo de sus cosas y Beatriz ocupó su cama a la espera del traslado al Centro de Operaciones Especiales, programado para dos días más tarde.
Lola no sabía nada más. Ella no había matado a su hermana y tampoco nadie de los laboratorios, no era necesario, más bien un inconveniente. Lo que estaba claro era que quien la mató, creía estar matando a Lola y eso le preocupaba, aunque lo importante era que ella, la antigua Dolores Salgado Cuesta, la antigua Dolores Foster, se había convertido en Beatriz Salgado Cuesta y vivía su vida. Sólo tenía que ponerse en el lugar de su hermana, pensar como ella hubiera pensado, hablar como ella hubiera hablado. Lo había soñado tantas veces que le parecía mentira. Ahora, por fin, llevaría su vida y ya para siempre. Ya nunca más sería la segundona, la mala, a la que nadie quería más que su padre y William, su adorado William. Ya nunca más sería Lola. Nunca. De ahora en adelante sería Beatriz y cuando cobrara el fideicomiso del que le habló su tía como si ya lo hubieran hablado antes, pensaría en el tío Gervasio, ese viejo verde que adoraba a su hermana, a la que regalaba tiernos y candorosos besos y abrazos, mientras a ella la acorralaba contra las paredes y le metía sus grandes y sudorosas manos bajo las bragas. Quizás dejaría a Richi, o quizás no, en el fondo le gusta el chico, con el podrá llevar una vida normal, anodina, como todo el mundo. Un marido y unos niños, sí, porqué no. Y un amante también. Le gusta Carlos. Le gusta mucho. Pero antes de nada tiene que inventar algo para explicarle a Richi lo del vídeo. Lo había grabado para poner a Beatriz en evidencia. Pensaba colgarlo en facebook y mandarlo a todos sus contactos de correo electrónico, incluso al hospital, pero lo había perdido no sabía dónde. Seguro que al sacar la cartera para pagar en alguna tienda, o en un taxi, o quizás en la calle, quién sabe. Lo que no entiende es cómo ha llegado a manos de Richi, eso es extraño. ¿Quién pudo haberlo encontrado y saber que Richi era su novio? Alguien conocido, sin duda. Tendrá que contarle a todo el mundo la última gran trastada de Lola. Lola la mala, la segundona, a la que su madre no quería y el tío Gervasio le metía las manos entre las bragas.
El doctor Carlos Avilés, tras un día estresante está llegando a casa en esos momentos. Quizás Sandra ya esté dormida, piensa, aunque últimamente sufre de insomnio. Tiene los nervios alterados con todo lo ocurrido a Beatriz, parece que se han hecho grandes amigas, le vendrá bien para vencer sus períodos depresivos.
Carlos se metió en la cama. Sandra se giró y se abrazó al cuerpo de su marido. Es lo único que tiene en el mundo, lo que más quiere, su único soporte, y no dejará que nada ni nadie se lo quite. Un día, tras salir de casa para ir al trabajo, dio la vuelta para recoger unos exámenes ya corregidos que había olvidado en el dormitorio. Sufrió un schok terrible cuando lo vio insinuarse a Beatriz en la cocina de su casa. Ella lo había rechazado, diciéndole que no, que ella no era Lola. Lola, la bruja, la que hacía la vida imposible a su hermana, la que se acostó con su marido, la que dormía profundamente en una cama de la UCI mientras Beatriz, a la que ella le había puesto dos sonmíferos en la tila, dormía, también profundamente, en su casa. Habían pasado la tarde juntas, de compras, y se habían divertido. No le costó convencerla para que fuera a dormir con ella, a su casa. Carlos tenía guardia esa noche y Richi estaba de viaje de trabajo. Fue fácil. Sandra conoce muy bien los caminos secretos del hospital, los ha recorrido muchas veces, su marido es muy bueno pero también bastante mujeriego, debe vigilarlo. También conoce los medicamentos. Nadie la vio entrar ni salir de su casa. Nadie la vio entrar ni salir del hospital. A la mañana siguiente, muy temprano, el móvil de Beatriz sobresaltó su sueño. Lola había fallecido. Sandra, como buena amiga, acompañó al hospital a una somnolienta Beatriz. Fue un duro golpe para ella, por mucho que se llevaran mal, pero lo superará enseguida, al fin y al cabo llevaban toda la vida siendo enemigas.
Sandra confía en Beatriz, ha visto como rechazaba a su marido. Ya está mejor, en su casa, con Richi, su novio. Se han hecho amigas, grandes amigas y sabe que lo seguirán siendo durante mucho tiempo, quizás durante toda la vida.
En el panel de Lupino no hay ninguna fotografía de Sandra. La muerte de Dolores Salgado Cuesta “Lola”, herirá su orgullo y su expediente al archivarlo como “caso sin resolver” al que no podrá añadir “por imperativo legal”.






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