Pan de violeta - Cristina Muñiz Martín







A través de los ventanales de su amplio despacho, situado en el piso sesenta y tres, observaba la ciudad rendida a sus pies. Había alcanzado el estatus tantas veces soñado diez años atrás y, desde entonces, su vida se había convertido en un torbellino de toma de decisiones, viajes, reuniones, comidas y cenas de trabajo, asistencia a eventos y fines de semana aceptando invitaciones a actividades que no le apetecían lo más mínimo. En esos momentos, mientras su mano derecha jugueteaba con un bolígrafo de oro, su mente volaba a su vida anterior, cuando aún era un joven soñador, ambicioso y luchador. Hijo de una familia de clase media, sin muchos medios económicos,
desde muy niño decidió estudiar con ahínco para conseguir cuantas becas estuvieran a su alcance. Las matrículas de honor comenzaron a alegrar su expediente académico a la par que los ahorros de sus padres y abuelos paternos se destinaban a pagarle clases de idiomas, intercambios en el extranjero, másteres y todo aquello que fuera importante para su futuro. Todo era poco para él, hijo y nieto único de una modesta familia de panaderos. Javier sonrió al recordar a sus padres y a los únicos abuelos que había conocido. Cuánto se habían sacrificado por él para poder disfrutarlo tan poco. Los cuatro fallecieron en un accidente de avión cuando iban a visitarlo a la gran ciudad por primera vez. Él les había pagado los billetes y había preparado la casa con esmero para recibirlos, para devolverles un poco de lo que ellos le habían dado. Durante mucho tiempo se sintió culpable de sus muertes, pensando “si no les hubiera invitado a venir”, hasta que años de visitas al psicólogo consiguieron mitigar su sentimiento de culpa, no así su dolor. Desde entonces, desde el accidente, tras pasar unos días envuelto en una nube tan negra como el interior de una mina, se entregó con más dedicación que nunca al trabajo, recordando en cada uno de sus logros a las personas que lo habían hecho posible.
Dos años después, Mónica se cruzó en su camino y se asentó en su corazón, borrando de él la soledad y la amargura para colmarlo de esperanza y de una olvidada alegría. Mónica, pese a haber nacido en el seno de una familia acomodada, decidió estudiar magisterio y trabajar de maestra, viviendo exclusivamente de su sueldo, alejada del lujo y de la ostentación de su familia a la que, aunque quería, no por ello dejaba de despreciar por su forma de vida.
Se conocieron una noche de abril, a la salida de un prestigioso y elitista restaurante. Mónica había ido a cenar con sus padres y acabó riñendo con ellos, como casi siempre. Los dejó plantados, antes de los postres, ofendida, una vez más, por su incomprensión hacia su forma de vida. Llovía como si las nubes estuvieran jugando a estrujarse unas a otras y no había manera de encontrar un taxi. Javier acababa de despedirse de unos clientes importantes y se fijó en la chica que esperaba a la puerta, con el cuerpo encogido por la humedad y las lágrimas. Cuando el empleado le acercó su coche se ofreció a llevarla a casa. Mónica, al principio, se mostró reacia a acompañar a aquel desconocido, pero la mediación del aparcacoches que dijo conocer al señor Valdés, y el no querer volver a encontrarse con sus padres, la hizo aceptar. Desde esa noche no volvieron a separarse, aunque apenas se veían por el trabajo de Javier. Ella no se quejaba pero a él no le pasaba inadvertida su tristeza. Le había pedido matrimonio seis meses después del primer encuentro y se habían trasladado a vivir a su casa situada en una exclusiva urbanización. A Mónica no le gustaba vivir allí y hablaban a menudo de un traslado que Javier siempre iba posponiendo para un momento más adecuado, pues siempre había por medio un viaje o un proyecto importante que llenaba todas las horas de sus días. El tiempo fue pasando y el amor se mantenía vivo, pero los niños no venían, quizás porque apenas hacían el amor. Cuando Javier regresaba a casa, bien entrada la noche, agotado de sus largos y estresantes días de trabajo, tras darse una ducha y cenar cualquier cosa, no tardaba en quedar profundamente dormido. Los fines de semana no eran mucho mejores, pues cuando no estaba de viaje, tenían invitados en casa o ellos estaban invitados a todo tipo de actividades. Las vacaciones tampoco dejaban mucho tiempo al amor. Quince días alejados del despacho del piso sesenta y tres y de la ciudad pero no del móvil ni del ordenador. Así era el trabajo de Javier, los dos lo sabían, pero no por ello resultaba más fácil soportarlo, sobre todo a Mónica, que veía como la vida que había conocido siempre, la que odiaba, de la que quiso alejarse, volvía a ella por arte del amor. Un amor al que no estaba dispuesta a renunciar.
La llegada de la secretaria sacó a Javier de sus cavilaciones, sumergiéndolo de nuevo en el trabajo. Sin embargo, a media tarde, sin saber cómo ni porqué, comenzó a recordar con nostalgia el olor a pan recién horneado que había envuelto su niñez y adolescencia. Por su mente viajaron imágenes de mucho tiempo atrás, cuando por las tardes, al salir del colegio, entraba corriendo en la panadería familiar para coger un blanco y crujiente bollo de pan. Vio también a su abuela, amasando con sus manos cortas y regordetas el pan especial de los domingos: el pan de violeta. Un surco de saliva se deslizó por la comisura de sus labios. Dejó los documentos que estaba revisando, cogió un papel y escribió: harina madre de la mejor calidad, levadura prensada, un poco de azúcar, sal, agua y esencia de violeta.
Miró la receta. Sonrió. Salió del despacho a mitad de la tarde por primera vez en su vida, ante la mirada atónita de su secretaria. Se dirigió al ascensor con pasos decididos y contentos. Al salir del edificio miró hacia arriba. Su despacho parecía confundirse con el cielo, pero ese día su pecho no se hinchó de satisfacción como el resto de los días. Subió al coche y se dirigió al centro de la ciudad. Caminó alegremente por las calles buscando una tienda donde encontrar lo que necesitaba. Lo hizo mirando a derecha e izquierda, fijándose en los escaparates, en la gente, en los ruidos, en los olores. Se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no formaba parte de ese mundo, que hacía mucho tiempo que no veía a mendigos, ni a inmigrantes, ni a prostitutas en la calle, ni tan siquiera a niños hablando a gritos con sus padres. Se sentía como si su cuerpo hubiera perdido unos cuantos quilos de repente y no le costara moverlo. Caminó largo rato hasta que vio la pastelería. Entró y preguntó. Sí, allí tenían esencia de violeta. Compró un frasco y marchó con él como quien lleva un tesoro recién descubierto. Unas calles más abajo encontró la harina y la levadura. En casa habría azúcar y sal de sobra, el servicio era eficiente. Con su botín en las manos volvió al coche. Condujo relajadamente, con la ventanilla abierta, aspirando el aire templado de mayo. Mónica no estaba en casa. Mejor así. Le apetecía darle una sorpresa. En cuando entró, dejó la chaqueta y el maletín en la entrada y se dirigió a la cocina. Ya no había nadie en la casa, estaba sola. Así lo había decidido Marta en contra de su opinión: el servicio se iría a medio día, no quería a nadie en su casa a tiempo completo.
Javier colocó los ingredientes en la meseta, buscó un recipiente, subió un poco las mangas de la impoluta camisa, y comenzó a trabajar. En poco tiempo la masa estaba formada. Una masa que se dejaba querer por unas manos que la acariciaban unas veces y que hendían los dedos con fuerza otras, que la envolvían y la maltrataban para volver a quererla. Una masa que iba adquiriendo un ligero color y olor a violeta. Cuando Mónica entró en casa, la recibió un agradable aroma. Sorprendida, con las aletas de la nariz distendidas, se dirigió a la cocina, donde un sonriente Javier le presentó, como si fuera una ofrenda, un pan redondo, oloroso y crujiente. Unos filetes y unas copas de vino completaron la cena. Después, hicieron el amor como no recordaban haberlo hecho en mucho tiempo. Desde entonces, todas las semanas, Javier preparaba su exquisito pan de violeta. Pan que ya viajaba de boca en boca, llegando a las mesas de familiares, conocidos y amigos. Y cuanto más pan hacía, la duda, como la masa, iba fermentando, haciéndose cada vez más y más grande, hasta invadir toda su mente.
Un día se sinceró con una sorprendida Mónica. La decisión no fue fácil y llevó su tiempo, pero, tras muchas conversaciones, Javier salió un día del despacho del piso sesenta y tres para no volver jamás. Miró por última vez la ciudad que ya no vio rendida a sus pies, sino más bien lejana, entre ajena y ausente. Mónica lo esperaba abajo, en su reservada plaza de aparcamiento. Los directores que hasta entonces habían estado a su mando lo miraban con una mezcla de extrañeza y satisfacción: el despacho pasaría a ser propiedad de alguno de ellos. Javier sabía leer en el interior de sus corazones, pues él había sido como ellos. Nadie entendía su decisión, salvo Mónica. No le importaba. Quizás un día no lejano ellos también abrirían los ojos y verían lo que él había visto. Tan solo sentía un resquicio de dolor al acordarse de los sacrificios hechos por sus padres y abuelos. ¿Entenderían ellos que volviera al origen? ¿Lo entenderían? ¿Entenderían que renunciara al premio obtenido con tanto esfuerzo, con tanto sacrificio? Nunca lo sabría. Lo que sí sabía es que allí donde estuvieran, querrían verlo feliz. Y él era feliz. Más feliz que nunca. Tan feliz como puede ser un hombre que toma una decisión que cambiará toda su vida con el beneplácito de la mujer que quiere, la mujer que está esperando su primer hijo.
Javier llegó al coche, besó a Mónica e introdujo sus pertenencias en el maletero. Se dirigieron hacia la casa que acaban de vender, a terminar de empaquetar sus cosas. Esa misma tarde una empresa de traslados las llevará hasta su nuevo hogar, un amplio piso en el centro de la ciudad.
Dentro de un mes esta prevista la inauguración de la panadería situada en la planta baja del edificio. Una tienda decorada como si fuera antigua, con la fachada de madera verde, en cuyos escaparates brillarán bollos, barras y hogazas de diferentes formas y tamaños, elaborados de manera artesanal. Y los domingos, bajo encargo, Javier hará su pan especial; el pan que lleva el mismo nombre que su futura hija: Violeta.






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