A
través de los ventanales de su amplio despacho, situado en el piso
sesenta y tres, observaba la ciudad rendida a sus pies. Había
alcanzado el estatus tantas
veces soñado diez años atrás y, desde entonces, su vida se había
convertido en un torbellino de toma de decisiones, viajes, reuniones,
comidas y cenas de trabajo, asistencia a eventos y fines de semana
aceptando invitaciones a actividades que no le apetecían lo más
mínimo. En esos momentos, mientras su mano derecha jugueteaba con un
bolígrafo de oro, su mente volaba a su vida anterior, cuando aún
era un joven soñador, ambicioso y luchador. Hijo de una familia de
clase media, sin muchos medios económicos,
desde
muy niño decidió estudiar con ahínco para conseguir cuantas becas
estuvieran a su alcance. Las matrículas de honor comenzaron a
alegrar su expediente académico a la par que los ahorros de sus
padres y abuelos paternos se destinaban a pagarle clases de idiomas,
intercambios en el extranjero, másteres y todo aquello que fuera
importante para su futuro. Todo era poco para él, hijo y nieto único
de una modesta familia de panaderos. Javier sonrió al recordar a sus
padres y a los únicos abuelos que había conocido. Cuánto se habían
sacrificado por él para poder disfrutarlo tan poco. Los cuatro
fallecieron en un accidente de avión cuando iban a visitarlo a la
gran ciudad por primera vez. Él les había pagado los billetes y
había preparado la casa con esmero para recibirlos, para devolverles
un poco de lo que ellos le habían dado. Durante mucho tiempo se
sintió culpable de sus muertes, pensando “si no les hubiera
invitado a venir”, hasta que años de visitas al psicólogo
consiguieron mitigar su sentimiento de culpa, no así su dolor. Desde
entonces, desde el accidente, tras pasar unos días envuelto en una
nube tan negra como el interior de una mina, se entregó con más
dedicación que nunca al trabajo, recordando en cada uno de sus
logros a las personas que lo habían hecho posible.
Dos
años después, Mónica se cruzó en su camino y se asentó en su
corazón, borrando de él la soledad y la amargura para colmarlo de
esperanza y de una olvidada alegría. Mónica, pese a haber nacido en
el seno de una familia acomodada, decidió estudiar magisterio y
trabajar de maestra, viviendo exclusivamente de su sueldo, alejada
del lujo y de la ostentación de su familia a la que, aunque quería,
no por ello dejaba de despreciar por su forma de vida.
Se
conocieron una noche de abril, a la salida de un prestigioso y
elitista restaurante. Mónica había ido a cenar con sus padres y
acabó riñendo con ellos, como casi siempre. Los dejó plantados,
antes de los postres, ofendida, una vez más, por su incomprensión
hacia su forma de vida. Llovía como si las nubes estuvieran jugando
a estrujarse unas a otras y no había manera de encontrar un taxi.
Javier acababa de despedirse de unos clientes importantes y se fijó
en la chica que esperaba a la puerta, con el cuerpo encogido por la
humedad y las lágrimas. Cuando el empleado le acercó su coche se
ofreció a llevarla a casa. Mónica, al principio, se mostró reacia
a acompañar a aquel desconocido, pero la mediación del aparcacoches
que dijo conocer al señor Valdés, y el no querer volver a
encontrarse con sus padres, la hizo aceptar. Desde esa noche no
volvieron a separarse, aunque apenas se veían por el trabajo de
Javier. Ella no se quejaba pero a él no le pasaba inadvertida su
tristeza. Le había pedido matrimonio seis meses después del primer
encuentro y se habían trasladado a vivir a su casa situada en una
exclusiva urbanización. A Mónica no le gustaba vivir allí y
hablaban a menudo de un traslado que Javier siempre iba posponiendo
para un momento más adecuado, pues siempre había por medio un viaje
o un proyecto importante que llenaba todas las horas de sus días. El
tiempo fue pasando y el amor se mantenía vivo, pero los niños no
venían, quizás porque apenas hacían el amor. Cuando Javier
regresaba a casa, bien entrada la noche, agotado de sus largos y
estresantes días de trabajo, tras darse una ducha y cenar cualquier
cosa, no tardaba en quedar profundamente dormido. Los fines de semana
no eran mucho mejores, pues cuando no estaba de viaje, tenían
invitados en casa o ellos estaban invitados a todo tipo de
actividades. Las vacaciones tampoco dejaban mucho tiempo al amor.
Quince días alejados del despacho del piso sesenta y tres y de la
ciudad pero no del móvil ni del ordenador. Así era el trabajo de
Javier, los dos lo sabían, pero no por ello resultaba más fácil
soportarlo, sobre todo a Mónica, que veía como la vida que había
conocido siempre, la que odiaba, de la que quiso alejarse, volvía a
ella por arte del amor. Un amor al que no estaba dispuesta a
renunciar.
La
llegada de la secretaria sacó a Javier de sus cavilaciones,
sumergiéndolo de nuevo en el trabajo. Sin embargo, a media tarde,
sin saber cómo ni porqué, comenzó a recordar con nostalgia el olor
a pan recién horneado que había envuelto su niñez y adolescencia.
Por su mente viajaron imágenes de mucho tiempo atrás, cuando por
las tardes, al salir del colegio, entraba corriendo en la panadería
familiar para coger un blanco y crujiente bollo de pan. Vio también
a su abuela, amasando con sus manos cortas y regordetas el pan
especial de los domingos: el pan de violeta. Un surco de saliva se
deslizó por la comisura de sus labios. Dejó los documentos que
estaba revisando, cogió un papel y escribió: harina madre de la
mejor calidad, levadura prensada, un poco de azúcar, sal, agua y
esencia de violeta.
Miró
la receta. Sonrió. Salió del despacho a mitad de la tarde por
primera vez en su vida, ante la mirada atónita de su secretaria. Se
dirigió al ascensor con pasos decididos y contentos. Al salir del
edificio miró hacia arriba. Su despacho parecía confundirse con el
cielo, pero ese día su pecho no se hinchó de satisfacción como el
resto de los días. Subió al coche y se dirigió al centro de la
ciudad. Caminó alegremente por las calles buscando una tienda donde
encontrar lo que necesitaba. Lo hizo mirando a derecha e izquierda,
fijándose en los escaparates, en la gente, en los ruidos, en los
olores. Se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no formaba parte
de ese mundo, que hacía mucho tiempo que no veía a mendigos, ni a
inmigrantes, ni a prostitutas en la calle, ni tan siquiera a niños
hablando a gritos con sus padres. Se sentía como si su cuerpo
hubiera perdido unos cuantos quilos de repente y no le costara
moverlo. Caminó largo rato hasta que vio la pastelería. Entró y
preguntó. Sí, allí tenían esencia de violeta. Compró un frasco y
marchó con él como quien lleva un tesoro recién descubierto. Unas
calles más abajo encontró la harina y la levadura. En casa habría
azúcar y sal de sobra, el servicio era eficiente. Con su botín en
las manos volvió al coche. Condujo relajadamente, con la ventanilla
abierta, aspirando el aire templado de mayo. Mónica no estaba en
casa. Mejor así. Le apetecía darle una sorpresa. En cuando entró,
dejó la chaqueta y el maletín en la entrada y se dirigió a la
cocina. Ya no había nadie en la casa, estaba sola. Así lo había
decidido Marta en contra de su opinión: el servicio se iría a medio
día, no quería a nadie en su casa a tiempo completo.
Javier
colocó los ingredientes en la meseta, buscó un recipiente, subió
un poco las mangas de la impoluta camisa, y comenzó a trabajar. En
poco tiempo la masa estaba formada. Una masa que se dejaba querer por
unas manos que la acariciaban unas veces y que hendían los dedos con
fuerza otras, que la envolvían y la maltrataban para volver a
quererla. Una masa que iba adquiriendo un ligero color y olor a
violeta. Cuando Mónica entró en casa, la recibió un agradable
aroma. Sorprendida, con las aletas de la nariz distendidas, se
dirigió a la cocina, donde un sonriente Javier le presentó, como si
fuera una ofrenda, un pan redondo, oloroso y crujiente. Unos filetes
y unas copas de vino completaron la cena. Después, hicieron el amor
como no recordaban haberlo hecho en mucho tiempo. Desde entonces,
todas las semanas, Javier preparaba su exquisito pan de violeta. Pan
que ya viajaba de boca en boca, llegando a las mesas de familiares,
conocidos y amigos. Y cuanto más pan hacía, la duda, como la masa,
iba fermentando, haciéndose cada vez más y más grande, hasta
invadir toda su mente.
Un
día se sinceró con una sorprendida Mónica. La decisión no fue
fácil y llevó su tiempo, pero, tras muchas conversaciones, Javier
salió un día del despacho del piso sesenta y tres para no volver
jamás. Miró por última vez la ciudad que ya no vio rendida a sus
pies, sino más bien lejana, entre ajena y ausente. Mónica lo
esperaba abajo, en su reservada plaza de aparcamiento. Los directores
que hasta entonces habían estado a su mando lo miraban con una
mezcla de extrañeza y satisfacción: el despacho pasaría a ser
propiedad de alguno de ellos. Javier sabía leer en el interior de
sus corazones, pues él había sido como ellos. Nadie entendía su
decisión, salvo Mónica. No le importaba. Quizás un día no lejano
ellos también abrirían los ojos y verían lo que él había visto.
Tan solo sentía un resquicio de dolor al acordarse de los
sacrificios hechos por sus padres y abuelos. ¿Entenderían ellos que
volviera al origen? ¿Lo entenderían? ¿Entenderían que renunciara
al premio obtenido con tanto esfuerzo, con tanto sacrificio? Nunca lo
sabría. Lo que sí sabía es que allí donde estuvieran, querrían
verlo feliz. Y él era feliz. Más feliz que nunca. Tan feliz como
puede ser un hombre que toma una decisión que cambiará toda su vida
con el beneplácito de la mujer que quiere, la mujer que está
esperando su primer hijo.
Javier
llegó al coche, besó a Mónica e introdujo sus pertenencias en el
maletero. Se dirigieron hacia la casa que acaban de vender, a
terminar de empaquetar sus cosas. Esa misma tarde una empresa de
traslados las llevará hasta su nuevo hogar, un amplio piso en el
centro de la ciudad.
Dentro
de un mes esta prevista la inauguración de la panadería situada en
la planta baja del edificio. Una tienda decorada como si fuera
antigua, con la fachada de madera verde, en cuyos escaparates
brillarán bollos, barras y hogazas de diferentes formas y tamaños,
elaborados de manera artesanal. Y los domingos, bajo encargo, Javier
hará su pan especial; el pan que lleva el mismo nombre que su futura
hija: Violeta.
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