Querido locutor - Clara Conde

                                    

Relato inspirado en la fotografía


Querido locutor:
En primer lugar me vas a permitir que te tutee, porque aunque no tengamos la confianza necesaria, aunque realmente no me conozcas de nada, yo sería incapaz de tratarte de usted, después de haber sido la primera voz que he escuchado cada mañana durante los últimos dieciocho meses y tres semanas.
Desde que desperté del coma.
Desde que mi querida hermana programó mi radiodespertador con tu emisora.
Tu programa hace que tenga una razón para despertarme. Y créeme si te digo lo importante que es, porque no encontraba ninguna y siempre me ha gustado madrugar. Para mí es un placer despertarme a la vez que el día va poco a poco apropiándose del cielo. Lo veo desde mi cama, el cielo, mientras escucho la primera parte de tu programa, esa maravillosa parodia de las noticias que me arranca una sonrisa y, a veces, una carcajada. Más de una vez ha entrado la enfermera con el desayuno y me ha encontrado entre risas. A veces, si sus innumerables obligaciones se lo permiten, se queda más tiempo del estrictamente necesario para alimentarme y asearme, y te escuchamos juntas y reímos.
Es algo genial eso de reírse acompañada.
Luego paso mucho tiempo mirando por la ventana. Me colocan cómodamente en un estupendo sillón y allí se me van las horas muertas. La fuerza vuelve a mis brazos de una forma desesperadamente lenta, y aún no soy capaz de sostener un libro. La televisión me aburre y me agota, y me he acostumbrado a contemplar la vida, la de los demás, a través del cristal.
Mientras, la radio sigue acompañándome.
Cuando se acaba tu programa, escucho música. Mi hermana la deja programada cada tarde. Mi querida hermana. Mis cds favoritos de siempre, y, de vez en cuando, grupos nuevos que ella rastrea para mí. Ha decidido que su objetivo en la vida es encontrar todo lo que haga la mía más llevadera. Como este programa de voz, gracias al que puedo escribir mails.
Mi habitación da a la parte de atrás del hospital que, paradójicamente, tiene más movimiento y más vida que la fachada principal. Aquí abajo está la entrada de ambulancias y, a mi derecha, un gran aparcamiento, donde puedo ver cómo llegan sin cesar las visitas, los familiares y amigos de los que, de momento, vivimos aquí. Al principio observaba sus rostros y, según su expresión, les imaginaba una historia y les asignaba un enfermo imaginario. Pero hace meses que he dejado de hacerlo. Me deprimía inútilmente siendo incapaz de idear historias felices.
Ahora, mi atención en los primeros ratos mañaneros está ocupada con la panadería. Está en la calle de enfrente, pero la veo perfectamente desde aquí. Es un local bonito, con la fachada pintada de blanco y el rótulo con unas preciosas letras de color rosa chicle. Es realmente alegre. Siempre veo llegar dos furgonetas con esas mismas letras, que supongo que vuelven del reparto. En ese pequeño lugar el día comienza incluso antes que en mi habitación. El panadero, o uno de ellos, siempre sale a fumar un cigarrillo después de recibir a los repartidores. Es un hombre de mediana edad, con unos brazos bien fornidos, manchado de harina hasta los antebrazos. Con la sincronización de un ballet ruso, el final de su descanso coincide con la llegada de una chica joven. Se saludan con alegría, entran por la puerta lateral y, al instante, la panadería abre sus puertas al público.
Me encanta este ritual. Me hace feliz esta precisión en el funcionamiento del negocio.
Y observo a los clientes, casi siempre señoras con aspecto de madre, hasta que viene el celador a buscarme para ir a rehabilitación. ¿Y sabes cómo soporto el dolor de mis músculos, mientras los hacen trabajar a la fuerza? Me imagino el olor del pan recién hecho. Ese aroma calentito que hace rugir el estómago, aunque lo tengas lleno. Ese olor que te llega desde la barra de pan mientras subes en el ascensor y hace que ya no aguantes más y le robes un pellizco.
Hay muchas cosas que no hago desde hace mucho tiempo. Muchas cosas, desde hace más de dos años. Pero la que echo de menos cada mañana, más que ir al baño por mí misma, es bajar a la calle y comprar una barra de pan recién hecho. Ya ves. Se cumple eso de que no sabes lo importante que es algo hasta que lo pierdes.
En fin, querido locutor. Quiero dejarte claro que esta no es una carta para dar pena. Es una carta de agradecimiento; porque tú irás todas las mañanas a hacer tu programa, sin saber los buenos ratos que pasa esta chica gracias a ti. Y tienes derecho a saberlo.
Así que… gracias. Seguiré aquí, escuchándote.”

El locutor, hastiado de todo después de dieciséis años seguidos de éxito, había bebido mucho esa noche. Y lo que es peor, había bebido muy solo.
Y esa fue la razón de que decidiera hacer algo por alguien, por primera y, posiblemente, última, vez en su vida. Así que en vez de acostarse y dormir las pocas horas de las que disponía antes del trabajo, consultó google a través de su teléfono móvil y obtuvo una lista de hospitales donde alguien podía permanecer para una estancia larga. Luego, uno a uno y ayudado por google maps, fue revisando las calles cercanas buscando cuál de ellos estaba frente a una panadería.
Compraría el pan recién hecho y llegaría a hurtadillas hasta la chica para dárselo.
Pero no encontraba ninguno.
Y, justo antes de quedarse dormido sobre la barra del bar, pensó que ni siquiera sabía si era un hospital de su ciudad, o de la otra punta de España.




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