En
primer lugar me vas a permitir que te tutee, porque aunque no
tengamos la confianza necesaria, aunque realmente no me conozcas de
nada, yo sería incapaz de tratarte de usted, después de haber sido
la primera voz que he escuchado cada mañana durante los últimos
dieciocho meses y tres semanas.
Desde
que desperté del coma.
Desde
que mi querida hermana programó mi radiodespertador con tu emisora.
Tu
programa hace que tenga una razón para despertarme. Y créeme si te
digo lo importante que es, porque no encontraba ninguna y siempre me
ha gustado madrugar. Para mí es un placer despertarme a la vez que
el día va poco a poco apropiándose del cielo. Lo veo desde mi cama,
el cielo, mientras escucho la primera parte de tu programa, esa
maravillosa parodia de las noticias que me arranca una sonrisa y, a
veces, una carcajada. Más de una vez ha entrado la enfermera con el
desayuno y me ha encontrado entre risas. A veces, si sus innumerables
obligaciones se lo permiten, se queda más tiempo del estrictamente
necesario para alimentarme y asearme, y te escuchamos juntas y
reímos.
Es
algo genial eso de reírse acompañada.
Luego
paso mucho tiempo mirando por la ventana. Me colocan cómodamente en
un estupendo sillón y allí se me van las horas muertas. La fuerza
vuelve a mis brazos de una forma desesperadamente lenta, y aún no
soy capaz de sostener un libro. La televisión me aburre y me agota,
y me he acostumbrado a contemplar la vida, la de los demás, a través
del cristal.
Mientras,
la radio sigue acompañándome.
Cuando
se acaba tu programa, escucho música. Mi hermana la deja programada
cada tarde. Mi querida hermana. Mis cds favoritos de siempre, y, de
vez en cuando, grupos nuevos que ella rastrea para mí. Ha decidido
que su objetivo en la vida es encontrar todo lo que haga la mía más
llevadera. Como este programa de voz, gracias al que puedo escribir
mails.
Mi
habitación da a la parte de atrás del hospital que,
paradójicamente, tiene más movimiento y más vida que la fachada
principal. Aquí abajo está la entrada de ambulancias y, a mi
derecha, un gran aparcamiento, donde puedo ver cómo llegan sin cesar
las visitas, los familiares y amigos de los que, de momento, vivimos
aquí. Al principio observaba sus rostros y, según su expresión,
les imaginaba una historia y les asignaba un enfermo imaginario. Pero
hace meses que he dejado de hacerlo. Me deprimía inútilmente siendo
incapaz de idear historias felices.
Ahora,
mi atención en los primeros ratos mañaneros está ocupada con la
panadería. Está en la calle de enfrente, pero la veo perfectamente
desde aquí. Es un local bonito, con la fachada pintada de blanco y
el rótulo con unas preciosas letras de color rosa chicle. Es
realmente alegre. Siempre veo llegar dos furgonetas con esas mismas
letras, que supongo que vuelven del reparto. En ese pequeño lugar el
día comienza incluso antes que en mi habitación. El panadero, o uno
de ellos, siempre sale a fumar un cigarrillo después de recibir a
los repartidores. Es un hombre de mediana edad, con unos brazos bien
fornidos, manchado de harina hasta los antebrazos. Con la
sincronización de un ballet ruso, el final de su descanso coincide
con la llegada de una chica joven. Se saludan con alegría, entran
por la puerta lateral y, al instante, la panadería abre sus puertas
al público.
Me
encanta este ritual. Me hace feliz esta precisión en el
funcionamiento del negocio.
Y
observo a los clientes, casi siempre señoras con aspecto de madre,
hasta que viene el celador a buscarme para ir a rehabilitación. ¿Y
sabes cómo soporto el dolor de mis músculos, mientras los hacen
trabajar a la fuerza? Me imagino el olor del pan recién hecho. Ese
aroma calentito que hace rugir el estómago, aunque lo tengas lleno.
Ese olor que te llega desde la barra de pan mientras subes en el
ascensor y hace que ya no aguantes más y le robes un pellizco.
Hay
muchas cosas que no hago desde hace mucho tiempo. Muchas cosas, desde
hace más de dos años. Pero la que echo de menos cada mañana, más
que ir al baño por mí misma, es bajar a la calle y comprar una
barra de pan recién hecho. Ya ves. Se cumple eso de que no sabes lo
importante que es algo hasta que lo pierdes.
En
fin, querido locutor. Quiero dejarte claro que esta no es una carta
para dar pena. Es una carta de agradecimiento; porque tú irás todas
las mañanas a hacer tu programa, sin saber los buenos ratos que pasa
esta chica gracias a ti. Y tienes derecho a saberlo.
Así
que… gracias. Seguiré aquí, escuchándote.”
El
locutor, hastiado de todo después de dieciséis años seguidos de
éxito, había bebido mucho esa noche. Y lo que es peor, había
bebido muy solo.
Y
esa fue la razón de que decidiera hacer algo por alguien, por
primera y, posiblemente, última, vez en su vida. Así que en vez de
acostarse y dormir las pocas horas de las que disponía antes del
trabajo, consultó google a través de su teléfono móvil y obtuvo
una lista de hospitales donde alguien podía permanecer para una
estancia larga. Luego, uno a uno y ayudado por google maps, fue
revisando las calles cercanas buscando cuál de ellos estaba frente a
una panadería.
Compraría
el pan recién hecho y llegaría a hurtadillas hasta la chica para
dárselo.
Pero
no encontraba ninguno.
Y,
justo antes de quedarse dormido sobre la barra del bar, pensó que ni
siquiera sabía si era un hospital de su ciudad, o de la otra punta
de España.
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