Regreso a casa - Cristina Muñiz Martín


                                              


Regresé a casa, al hogar, al país donde nací y crecí, hasta que otras personas decidieron truncar mi vida y la de los míos. El camino de vuelta fue más corto y más seguro que el de la huida. Aún así, se me hizo eterno. En el autobús reinaba un silencio denso, roto solo por el murmullo de algún rezo. Los rostros reflejaban la fatiga del éxodo, la desesperación del exilio. Las manos, apretadas, vacías, sin esperar ya nada. Tan solo unos destellos de ilusión en los corazones al cruzar la frontera de nuestra tierra mientras los ojos se inundaban del paisaje añorado largo tiempo y los oídos permanecían alertas al sonido de la lengua madre. Y, aunque lo sabíamos, apenas traspasado el umbral de nuestra cuna, derramamos lágrimas amargas ante el espectáculo de una sobrecogedora devastación, no por esperada menos dolorosa. Seguimos en silencio, nuestros cuerpos desbordados de emoción, rabia, impotencia y miedo. Fui el primero en bajar. Me dejaron a las puertas de mi pueblo. Cogí mis escasos bienes y comencé a caminar hacia el lugar donde había dejado mi casa. No era fácil transitar por el suelo cubierto de escombros, entre los que asomaban trozos de tela, plásticos, papeles, una bolsa de deporte teñida de sangre, una muñeca descabezada, la empuñadura de un bastón, una fotografía rota, un trozo de una partitura musical... Recogí esta última. Aunque incompleta aún late en ella el ritmo de una melodía. Buscaré quien me ayude a descifrarla. Mi calle, antes alegre y bulliciosa, se presentó ante mis ojos como una novia asesinada el día de su boda. Algunas casas habían sido derruidas, desparramándose sus despojos por las aceras y la calzada. Otras, aún en pie, como esqueletos moribundos, mostraban insolentes las huellas de otra vida: Un trozo de cama, una lámpara rota bailando en el vacío, una puerta oxidada de nevera, pedazos de antigua porcelana…Dos tanques destrozados –quizá los mismos que derrumbaron mi calle-- servían de campo de juegos a un grupo de chiquillos mugrientos y ruidosos. Sonreí al sentir fluir por ellos la fuerza de la vida. Continué mi camino entre tuberías rotas, ratas buscando los desperdicios que no encontraron antes los humanos, cloacas malolientes, chasis de coches y camiones calcinados. Los cuerpos ya no estaban. Los habían retirado.
Delante de la que fue mi casa, aunque agonizante y cubierto de polvo, aún sobrevivía un árbol solitario. Compartí con él el agua de mi cantimplora. Me prometí mantenerlo vivo. Él sería el símbolo de mi vuelta.
Regresé a casa. A una casa que ya no existe. A una casa que nos es más que una montaña de piedras desvalidas. Una casa que ya no tiene padre ni madre ni hermanos ni hermanas ni vecinos que la sustente. Así y todo es mi hogar, mi lugar en el mundo. Yo la volveré a levantar piedra sobre piedra, construyendo nuevos muros de esperanza. Remozaré las paredes y las pintaré de colores alegres, como le gustaban a mi madre. Cubriré los suelos con pasos de futuro y la dotaré de un alma. Mientras tanto, mientras vaya haciendo poco a poco mi trabajo, dormiré bajo la luna, arropado por las palabras y las risas que aún resuenan en las piedras. No lloraré mi suerte. Tan solo lloraré a los míos, en silencio, al calor de una hoguera, rodeado de otras hogueras hermanas. No estoy solo. Somos muchos. Entre todos levantaremos tabiques y haremos puertas y ventanas. Limpiaremos las calles y volveremos a llenarlas de risas y palabras. Y recuperaremos nuestra memoria.
Hoy regresé a casa, y ahora, en el crepúsculo que tiñe de rojo lo que no hace mucho era teñido por la sangre, me pregunto ¿Por qué? ¿Para qué? ¿A cambio de qué? No lo sé. Quizás algunos, no sé si muchos o pocos, se enriquecieron con nuestro dolor. Quizás otros, no sé si muchos o pocos, acrecentaron su poder con nuestros gritos. Quizás, unos y otros, nunca piensen, porque no quieren hacerlo, que su riqueza es un cofre rebosante de tristeza, lloros y lamentos. Que cuando pasean por los amplios y suntuosos salones de sus mansiones están pisoteando las lápidas de los muertos. Que sus manjares provienen del hambre. Que sus cuerpos se mantienen con transfusiones de la sangre derramada a chorros. Que los números de sus cuentas corrientes hablan de los números de los muertos, de los heridos y de los huérfanos. No. No creo que lo piensen.





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