Regresé a casa, al hogar, al país donde nací y crecí, hasta que
otras personas decidieron truncar mi vida y la de los míos. El
camino de vuelta fue más corto y más seguro que el de la huida. Aún
así, se me hizo eterno. En el autobús reinaba un silencio denso,
roto solo por el murmullo de algún rezo. Los rostros reflejaban la
fatiga del éxodo, la desesperación del exilio. Las manos,
apretadas, vacías, sin esperar ya nada. Tan solo unos destellos de
ilusión en los corazones al cruzar la frontera de nuestra tierra
mientras los ojos se inundaban del paisaje añorado largo tiempo y
los oídos permanecían alertas al sonido de la lengua madre. Y,
aunque lo sabíamos, apenas traspasado el umbral de nuestra cuna,
derramamos lágrimas amargas ante el espectáculo de una
sobrecogedora devastación, no por esperada menos dolorosa. Seguimos
en silencio, nuestros cuerpos desbordados de emoción, rabia,
impotencia y miedo. Fui el primero en bajar. Me dejaron a las puertas
de mi pueblo. Cogí mis escasos bienes y comencé a caminar hacia el
lugar donde había dejado mi casa. No era fácil transitar por el
suelo cubierto de escombros, entre los que asomaban trozos de tela,
plásticos, papeles, una bolsa de deporte teñida de sangre, una
muñeca descabezada, la empuñadura de un bastón, una fotografía
rota, un trozo de una partitura musical... Recogí esta última.
Aunque incompleta aún late en ella el ritmo de una melodía. Buscaré
quien me ayude a descifrarla. Mi calle, antes alegre y bulliciosa, se
presentó ante mis ojos como una novia asesinada el día de su boda.
Algunas casas habían sido derruidas, desparramándose sus despojos
por las aceras y la calzada. Otras, aún en pie, como esqueletos
moribundos, mostraban insolentes las huellas de otra vida: Un trozo
de cama, una lámpara rota bailando en el vacío, una puerta oxidada
de nevera, pedazos de antigua porcelana…Dos tanques destrozados
–quizá los mismos que derrumbaron mi calle-- servían de campo de
juegos a un grupo de chiquillos mugrientos y ruidosos. Sonreí al
sentir fluir por ellos la fuerza de la vida. Continué mi camino
entre tuberías rotas, ratas buscando los desperdicios que no
encontraron antes los humanos, cloacas malolientes, chasis de coches
y camiones calcinados. Los cuerpos ya no estaban. Los habían
retirado.
Delante de la que fue mi casa, aunque agonizante y cubierto de
polvo, aún sobrevivía un árbol solitario. Compartí con él el
agua de mi cantimplora. Me prometí mantenerlo vivo. Él sería el
símbolo de mi vuelta.
Regresé a casa. A una casa que ya no existe. A una casa que nos es
más que una montaña de piedras desvalidas. Una casa que ya no tiene
padre ni madre ni hermanos ni hermanas ni vecinos que la sustente.
Así y todo es mi hogar, mi lugar en el mundo. Yo la volveré a
levantar piedra sobre piedra, construyendo nuevos muros de esperanza.
Remozaré las paredes y las pintaré de colores alegres, como le
gustaban a mi madre. Cubriré los suelos con pasos de futuro y la
dotaré de un alma. Mientras tanto, mientras vaya haciendo poco a
poco mi trabajo, dormiré bajo la luna, arropado por las palabras y
las risas que aún resuenan en las piedras. No lloraré mi suerte.
Tan solo lloraré a los míos, en silencio, al calor de una hoguera,
rodeado de otras hogueras hermanas. No estoy solo. Somos muchos.
Entre todos levantaremos tabiques y haremos puertas y ventanas.
Limpiaremos las calles y volveremos a llenarlas de risas y palabras.
Y recuperaremos nuestra memoria.
Hoy regresé a casa, y ahora, en el crepúsculo que tiñe de rojo lo
que no hace mucho era teñido por la sangre, me pregunto ¿Por qué?
¿Para qué? ¿A cambio de qué? No lo sé. Quizás algunos, no sé
si muchos o pocos, se enriquecieron con nuestro dolor. Quizás otros,
no sé si muchos o pocos, acrecentaron su poder con nuestros gritos.
Quizás, unos y otros, nunca piensen, porque no quieren hacerlo, que
su riqueza es un cofre rebosante de tristeza, lloros y lamentos. Que
cuando pasean por los amplios y suntuosos salones de sus mansiones
están pisoteando las lápidas de los muertos. Que sus manjares
provienen del hambre. Que sus cuerpos se mantienen con transfusiones
de la sangre derramada a chorros. Que los números de sus cuentas
corrientes hablan de los números de los muertos, de los heridos y de
los huérfanos. No. No creo que lo piensen.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario