Éramos felices los dos. Y como todas las parejas deseábamos ser padres. Tener un hijo, o varios, con los que completar nuestra familia.
Pero
la Naturaleza se puso en nuestra contra. Ella se revolvía por dentro
cada vez que una célula nueva intentaba crecer en su interior.
Sufría dolores extraños que la torturaban e incapacitaban.
A
punto estuve de perderla en varias ocasiones.
Un
hijo era una bendición, decían. Pero a ese precio tan alto no
compensaba que nos bendijeran.
Mientras
ella se recuperaba de sus fallidos embarazos yo intentaba que nuestra
vida fuera lo más distraída posible. Salíamos, nos reuníamos con
amigos y familia, íbamos al cine,...
Intentando
poner al mal tiempo buena cara, un buen amigo nos regaló un perrito
de aguas.
–Así
os hará compañía. –nos dijo, mientras el chucho se hacía pis en
la alfombra.
Coco
fue la alegría de la casa. Y gracias en parte a él, ella se
recuperó y volvió a ser la de antes.
Pero
la idea de ser padres seguía bien firme en nuestro interior. Y si no
podía ser por medios naturales recurriríamos a otras posibilidades.
A pesar de los tratamientos, ella se había quedado muy débil
internamente. Así que la in-vitro
quedó descartada.
La
otra opción viable era la adopción.
Hablamos
y hablamos, barajamos posibilidades, calculamos lo que tardaríamos
en reunir los requisitos burocráticos exigidos, lo que costaría el
viaje y la estancia allí, para que la integración con nuestro
pequeño, o pequeña, se realizara del modo más natural posible.
A
nuestras familias les pareció bien. Ellos querían vernos felices.
Si era con Coco, o con más que vinieran, todos arrimarían el
hombro.
Chad
fue el país seleccionado después de descartar una lista enorme
donde las adopciones habían sido bloqueadas por guerras, hambrunas,
malas gestiones o crisis políticas.
Ni
siquiera sabíamos dónde estaba Chad. Así que hicimos un curso
intensivo de geografía, historia y costumbres chadianas mientras
seguía el proceso del papeleo y los requisitos exigidos.
Y
se fue acercando el día en que teníamos que volar a África. Sonaba
muy exótico, casi a novela, pero por dentro yo temblaba de miedo.
Y
más temblé cuando la vi a ella: pálida, vomitando y con calambres
en el vientre.
No
podía ser otra vez. No podía perderla.
Esta
vez la Naturaleza y los cuidados médicos llegaron a tiempo y el
embarazo salió adelante.
Coco
tendría un ‘hermanito’, decíamos entre nerviosos, asustados y
esperanzados.
–
¿Y el viaje?- preguntaba la familia. –
Ahora lo cancelaréis todo, ¿no?
Pero ninguno de los dos estábamos
dispuestos a dejar de ampliar nuestros horizontes familiares después
de todo el esfuerzo invertido.
Llegó
el día y me despedí de todos con un nudo en el corazón. Sabía que
ella estaba cuidada al máximo. Pero el respingo viajó conmigo en el
avión.
El
contraste de países fue brutal, no solo por el jet
lag.
Yo jamás había salido de España. Y no había visto nunca aquellos
colores y aquellos olores que se te metían por todos los poros de la
piel.
Como
atontado, recorrí las calles para aclimatarme, acompañado de un
guía de la ONG que llevaba la organización de varios orfanatos en
el país.
Tres
días después, en el hotel me reuní con varios miembros del
consulado español, el secretario de la ONG y dos voluntarias de la
misma.
Hablamos
mucho, yo escuché y pregunté aún más, firmamos un millón de
papeles y me llevaron a conocer las instalaciones del orfanato.
Los
niños estaban a salvo de las guerras allí, dijeron. ‘Las
guerras’, en plural. Indeterminadas pero amenazantes siempre.
A
la semana siguiente volví de nuevo. Para conocer a Sarabi. Y no fue
un espejismo cuando me miró con aquellos ojos grandes y negros, me
sonrió y me echó los brazos. Lo cogí y nos abrazamos, piel con
piel, como si nos conociéramos de siempre.
Hubiera
dado mi brazo izquierdo o el derecho por haber compartido ese momento
con ella.
Si
todo iba bien pronto podríamos abrazarnos en casa. Los cuatro. Y
Coco.
El
regreso a casa sería una fiesta digna de celebrarse y recordarse por
mucho tiempo.
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