Apenas
miraba el paisaje que discurría tan rápidamente, apoyando su frente
en el cristal intentaba echar una cabezadita para abreviar el viaje,
el calor sofocante en aquel vagón de tren no permitía ninguna
relajación.
Afuera
hacía tiempo que el sol se había ocultado, se encendieron las luces
interiores y la melancolía comenzó a invadirle al perder el único
entretenimiento del viaje.
En
las conversaciones anodinas de los compañeros se adivinaba el
cansancio, regresaban tras batallar en la vendimia y las jornadas de
sol a sol les habían agotado.
Cuan
distinto era su caso, regresaba alegre y optimista a casa, tras cinco
años trabajando doce horas diarias, sin descansar ningún día,
había atesorado una pequeña fortuna, sintiéndose además de rico,
afortunado.
Sus
jefes le animaron a quedarse, a pagarle más y trabajar menos, un
obrero tan responsable y cualificado como él no podían perderlo,
decían. Pero ni siquiera los oyó, lo había hecho con el único
fin de volver a su pueblo, aquel mísero pueblo del que hacía un
lustro había partido, con gran dolor de su corazón, y levantar de
nuevo la pensión que su abuela, con tanto esmero y cariño, había
dirigido durante toda su vida, pero debido a una grave enfermedad
tuvo que cerrar.
Su
niñez transcurrió entre idas y venidas de huéspedes, oliendo un
rico aroma a café que su abuela preparaba en la olla y al que todos
alababan. Las magdalenas recién salidas del horno de la vieja
cocina, de donde escapaba corriendo pues siempre robaba una que
terminaba quemándole. El olor a limón, azahar y manzanilla en la
ropa de las habitaciones. Eso era lo que quería levantar, algo como
lo que tenía tan impregnado en sus recuerdos y que con tanto dolor
se vino abajo y se cerró.
Tuvo
que trabajar como un burro, pero había conseguido su propósito,
reunir una suma importante de dinero, volver al pueblo como un rico,
pulido por la gran ciudad y reabrir la pequeña pensión.
Dominaba
el alemán y el francés, por lo que podría atender a turistas
extranjeros que pasaran camino de la capital. Durante aquellos cinco
largos años había estado planeando meticulosamente cada paso que
iba a dar cuando volviera. Había ojeado revistas de decoración
para ponerse al día y hacer atractivo el negocio, todo,
absolutamente todo lo tenía planeado.
Catalina
en más de una ocasión quiso intimar con él, le caía bien la
muchacha y reconocía que estaba de buen ver, emigrante española,
trabajaba en las oficinas de una filial de su empresa, tomaban el
mismo autobús para ir a su puesto de trabajo, fue ahí donde se
conocieron, pero al contrario que ella, no tenía intención de
formar una familia en aquel país. Por mucho que se esforzase y
participase en actividades sociales, nunca dejaría de ser un
extranjero, nunca sería un suizo más. Pero en su pueblo sería
alguien importante, con dinero y un negocio, su futuro iría boyante
y ese plan le ilusionaba.
El
traqueteo del tren incomodaba a todos, los vaivenes cada vez eran más
bruscos y no podían evitar caer unos encimas de otros.
Durante
todos esos años no había hecho ni una llamada a casa, ni había
escrito una carta, quería sorprender con su regreso a sus padres y
mucho más a su abuela. Les contaría el proyecto que tenía en
mente y que en menos de un año todo el tinglado estaría arriba y
podría ofrecerle contemplar su sueño, una pensión moderna y
alegre, con muchos huéspedes importantes.
Ya
más tranquilo el discurrir del tren tras cruzar el Pirineo, Miguel
se durmió, aún le quedaba un buen trecho para llegar a destino, y
necesitaba estar bien despierto para reencontrarse con los suyos en
su querido pueblo. Por eso no oyó el chirriar de los frenos, ni el
gran estruendo de hierros y metal chocando unos contra otros.
Dos
años más tarde Catalina decidió realizar el mismo viaje que
Miguel, por culpa de la crisis su empresa había cerrado y todos los
empleados fueron despedidos. No tenía intención de regresar a su
casa, de donde había escapado al querer sus padres casarla con el
seboso Mateo, un ricachón ganadero, viudo y con dos hijos como dos
tormentos.
Se
le ocurrió conocer el pueblo de Miguel, del cual tanto le había
hablado en sus largas charlas intentando ligar con él, y al que en
principio odiaba porque sus arraigados planes de regreso no le
permitían atravesar esa coraza tras la que se ocultaba. Si había
tenido suerte estaría dirigiendo la pensión soñada, por lo que
algún trabajillo podría darle y además de ganarse la vida,
volvería a estar cerca de él.
El
viaje en tren se le hizo eterno, sabía de sobra que Suiza estaba muy
lejos de España, pero salvo en la parte francesa, los trenes
parecían ir tirados por mulas en vez de por maquinas diesel, de lo
lentos que iban.
Una
vez que se apeó en la estación, preguntó a un vecino donde estaba
la pensión Gándara, que tantas veces había oído. Tras las
indicaciones del hombre, llegó a un edificio destartalado y medio
derruido para su sorpresa.
Preguntó
a una mujer por el domicilio de la dueña de la pensión, y al llegar
a dicha casa, preguntó por Miguel. Con asombro le contaron que no
sabían nada de él. Hacía sietes años se había marchado a hacer
fortuna a Suiza, y nunca más supieron de su vida, pensando que allí
se habría labrado un futuro y formado una familia.
Fue
en ese instante cuando Catalina recordó haber leído en los
periódicos el terrible accidente de un tren cerca del Pirineo
catalán, con escasos supervivientes y habiendo entre los fallecidos
muchos desconocidos, al no portar encima documentación alguna.
No
sabía Catalina por dónde empezar a contarles el regreso de Miguel,
los sueños y esperanzas de volver a su amado pueblo, la gran ilusión
de complacer a su abuela devolviendo el esplendor a la vieja pensión.
Les contó a los desolados familiares, que debían acudir a la
policía e informarse, porque Miguel había labrado una pequeña
fortuna que tenía depositada en un banco nacional, ahorros que ahora
serían de ellos, y tal vez, quién sabe, podrían levantar de nuevo
la pensión que era la gran ilusión del regreso de Miguel.
No
sé si la pensión habrá llegado a buen puerto, todavía la están
rehabilitando, y tienen previsto que sea Catalina quien la dirija.
La familia de Miguel la acogió como si de una hija se tratara, con
su labia y don de gentes se ha metido a todo el pueblo en el
bolsillo. Ella está contenta, aunque sigue echando en falta a
Miguel, y no deja de soñar que un día volverá a su vida y esta vez
se quede con ella para siempre.
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