Yo me resistía
porque acabábamos de mudarnos , estábamos pagando el piso, que
además era muy pequeño y, vivíamos los tres bastante apretados, y,
un perro en esta situación, sólo eran más gastos y estrecheces;
además no podía decir que sí porque sé como soy ¡vamos! que soy de
esas que se encariñan rápidamente de las cosas, así es que de un
perro ¡ni me lo podía imaginar!.
Pero Carlos seguía
insistiendo, se pasaba el día hablando del perro y...yo quiero a
Carlos. Tanto le quiero que poco a poco mis resistencias fueron
dejando de ser tan resistentes, y, un día muy tranquilo y soleado le
dije:
- Carlos, vamos a ir
a buscar un perro
-¡Cómo! ¿un perro?
-Sí
Estaba decidida,
íbamos a ir a la perrera municipal a buscar un perro vagabundo.
¡Qué contento se
puso! Tal como estaba, cogió su chaqueta y me empujó hacia el
autobús.
Llegamos impacientes
y nerviosos, no queríamos precipitarnos y enamorarnos del perro
equivocado, ¡sería terrible! ya que estábamos decididos había que
fijarse bien en todos, con tiempo, sin prisas...iba a ser nuestro
perro para siempre.
Con él
compartiríamos horas, risas, días, intimidades, años, caricias,
susurros y cariño, incluso voces, llantos y disciplina, pero sería
nuestro, parte de nosotros, de nuestra familia.
Recorrimos todas las
jaulas y tras mirar una y otra vez, nos decidimos por uno de raza
indefinida, de pelo corto, blanco , manchas canela y con orejas
largas y caidas.
Lo que más me llamó
la atención no fue su aspecto, ni su tamaño, ni tan siquiera sus
movimientos o su porte, que con el tiempo descubrí que me gustaban,
fue su mirada, silenciosa y triste, como pidiendo, sin decirlo, que
lo llevásemos con nosotros.
Salimos con él
felices, ya Carlos y yo nos habíamos puesto de acuerdo en el nombre
y parecía que hasta le encajaba.
-¡Zambo! Le
llamábamos una y otra vez
-!Zambo, bonito¡
-!Mira, Zambo¡
¡Zambo! ¡Zambo! repetíamos para que se acostumbrase a su nombre.
¡Qué bonitos
recuerdos! Fuimos una familia feliz durante meses, nos acostumbramos
pronto los unos a los otros. Zambo estaba en casa y así se sentía,
hasta su mirada era alegre.
Estábamos todo el
día juntos, salía con nosotros, comía con nosotros y dormía,
también con nosotros; sabía cuando ya estábamos preparados para
dormir, y, muy despacito se subía a la cama y se acurrucaba en
nuestros pies.
Pero un día oigo a
Zambo como loco, sus ladridos no eran normales y habitualmente estaba
tranquilo. Me acerco al salón y allí estaba Zambo subido a la
ventana, histérico ladrando a la casa de enfrente, y cuando me asomo
para ver que es lo que provoca su nerviosismo, veo a una mujer joven,
asomada a un balcón, llorando y gritando:
- ¡Vitamina!
¡Vitamina!
No se si podeis
imaginar lo que yo sentí en aquel momento, pero era evidente que
Zambo, nuestro Zambo, era el Vitamina de nuestra vecina, y se
querían, se llamaban, se necesitaban.
El reencuentro de
Zambo-Vitamina con su antigua dueña fue digno de haberse grabado.
Hacía meses que no sabía nada de él y se había resignado a
perderlo, hasta que lo vio en la ventana de nuestra casa.
No nos quedó más
remedio que despedirnos de él.
Hoy en día, han
pasado seis años, tenemos otro perro y pronto nacerá nuestro
segundo hijo. Soy muy feliz con Carlos y con nuestra familia. Gritón,
nuestro perro, ha cubierto todas las expectativas que de él
teníamos, pero... el recuerdo de Zambo, aún hoy, entristece mi alma
y las lágrimas acuden sin quererlo.
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