En
la pequeña mesa del cuarto de enseñanza de los enanos del Alcázar,
se encontraban Sebastián de Morra, que era, el que por su erudición
y estar dotado de un instinto especial, quien escogía y daba el
debido conocimiento a los nuevos enanos seleccionados para realizar
las funciones de bufón, instruyendo intelectualmente a los que
destacaban por su inteligencia. Bonifacio fue elegido por él, cuando
tras atravesar las puertas de palacio, le llamó la atención al
destacar por su valía y astucia.
Interrumpió
el criado de Sebastián, avisando que la madre de Bonifacio había
llegado. Este impaciente cerró el libro que estaba leyendo en voz
alta a su instructor, quien levantando una ceja a modo de
desaprobación, provocó que volviera a abrirlo y le dijese:
-Disculpad ¿podríamos proseguir en otro momento la lectura? Deseo
fervientemente acudir a la estancia donde aguarda mi madre.
Sebastián,
sin decir palabra, asintió con la cabeza concediéndole el
beneplácito.
Bonifacio
se puso la chaqueta del traje que Sebastián le había regalado.
Caminó por los interminables pasillos hacia el deseado encuentro,
no veía hacía un año, cuando pasó a ser uno de los afortunados
enanos que Vivian en el alcázar de Felipe IV.
Su
madre lo vio, casi no lo reconoce, viéndolo elegantemente vestido
con un traje color ocre, bordados y encaje blanco en cuello y puños,
al llegar a ella con gesto amanerado se quitó el sombrero haciéndole
una reverencia, entonces sí, al ver sus largos cabellos lo
reconoció.
-Hijo
¡pero que guapo estás! Te pareces tanto a tu padre.
Besó
la mano de su madre y le preguntó si se sabía algo de él.
-No,
hace seis meses volvió el esposo de Francisca, estuvo preso tres
años en Francia. Yo seguiré esperando a tu padre, aunque hayan
pasado cinco años, sé que regresará.
Dime
hijo ¿te tratan bien?- Y comenzaron a pasear por el jardín
concedido a los enanos-
-Madre,
vivo en una zona del Alcázar destinada a los sirvientes. Dormimos y
comemos separados los hombres de las mujeres. A veces ¡nos dan hasta
venado cazado por el mismísimo rey! que viene a vernos disfrutar de
semejante manjar.
¡Mira
como visto! ¡Llevo hasta zapatos! Sebastián me está enseñando a
leer, escribir, a vestirme elegante, a tener buenos modales, yo nunca
he visto a un hombre tan grande metido en un cuerpo tan pequeño,
aprendo mucho de él.
Por
supuesto, evitó contarle que en la misma zona, estaban alojados los
locos y los borrachos, que también habían sido elegidos para vivir
en el Alcázar y como sufría las burlas de algunos arrogantes
duques. Evitó contarle además, que por un mal chiste podrían
desterrarle, como le sucedió a Cristóbal, de quien en el fondo se
alegró ya que Bonifacio había sido objeto de sus constantes burlas.
Al
ser cuarenta los enanos que allí convivían, formaban una pequeña
comunidad. Bonifacio tenía pocos amigos, pero eran los mejores.
Maribárbola, acudía a él llorando cada vez que Velázquez, el
pintor, la ignoraba, Sebastián que era el regente de los enanos, el
único que poseía criado, el pequeño Nicolasillo y Calabacillas,
que despertaba la ternura entre todos ellos.
-¿Cómo
va tu vista madre?
-No
anda bien, me cuesta hacer las tareas de hilado y la seda exige ser
muy meticulosa.
-Madre, hace días, el ama de llaves de Don Diego Velázquez falleció
y está buscando a alguien para reemplazarla. También María puede
trabajar en su taller, es mejor que cuidar gusanos de seda. Pero eso
sí, tendrá que parecer un chico, no está permitido que las mujeres
trabajen allí. Incluso habrá sitio para Perra en la casa.
Perra
era la gran mastina blanca y negra de carácter noble que adquirió
Teresa, la madre de Bonifacio y María, después de que el ejército,
por falta de soldados, reclutara forzosamente a su marido, llegando
así las penurias a su hogar. La dejaba al cuidado de sus hijos
cuando acudía a trabajar al taller.
Una
noche, los tres, que dormían juntos en la misma cama, se
sobresaltaron porque Perra había atacado a un ladrón que se coló
por la ventana. A partir de ese día Perra se convirtió en algo más
que un perro guardián.
Don
Diego aceptó a Teresa, María y Perra. Teresa seria el ama de
llaves, María, ahora Mario organizaría el taller de pintura y Perra
sería la guardiana de la casa.
María
entro por primera vez en el taller de Velázquez. Quedó maravillada
por todo lo que veía. No sabía leer ni escribir, al ver todas esas
historias plasmadas por Velázquez y sus alumnos en los lienzos, el
arte de la pintura penetró en su alma.
-¡No
te quedes ahí postergado!- Dijo Juan, el encargado de explicar
cuáles serían sus funciones.
María
era feliz mirando como cada día crecían y se desarrollaban aquellas
pinturas, soñaba ante las obras del maestro que algún día ella
podría hacerlo.
Una
noche cuando quedó sola, cogió un lienzo de los que estaban
dañados, lo arregló y colocó en un caballete, delante de la obra
que el maestro había comenzado a explicar a sus alumnos. Llena de
emoción inició su propio ejercicio. Escuchaba atentamente las
explicaciones y cada tarde al quedarse sola, evolucionaba su obra al
mismo ritmo.
El
día que Juan vio aquella obra metida en el cuarto de los trastos, la
sacó y colocó con su caballete al lado del resto. Velázquez se
detuvo ante ella y preguntó:
-¿De
quién es este lienzo? -Nadie contestó.
-¿No
es de nadie?- María ni si quiera se percató de la escena
concentrada en sus obligaciones.
-Si
no es de nadie ¿Alguien de los aquí presentes saben a quién
pertenece?
María
alzó la vista y se dio cuenta de que hablaban de su lienzo, se
ruborizó y agachó la cabeza. Velázquez se percató.
-¿Es
tuyo Mario?
-Sí
- dijo con la cabeza aun gacha, muerta de vergüenza.
-Está
bien, a partir de ahora dejas tu puesto y pasas a ser mi alumno.
–Dijo Velázquez y así sin más, María pasó a ser su alumna.
Adoraba
pintar, no era suficiente con las horas del taller. Cuando llegaba a
casa continuaba retratando a su madre en todas las formas posibles,
incluso a Perra.
Pronto
destacó de entre el resto de los alumnos, aunque sus pinceladas aún
estaban faltas de maestría y seguridad.
Velázquez
propuso un reto, que realizaran una obra en los próximos seis meses.
De entre todas, él escogería una para exponerla junto a las suyas.
Cada
martes, Mario volvía a ser María al visitar a su hermano acompañada
de Perra. Pero ahora tenía un nuevo propósito, retratarlos.
Bonifacio
y Perra posaban para ella mientras él contaba anécdotas de palacio.
-Hoy
el rey se ha vuelto a escapar durante la noche y se ha tenido doblar
su guardia jajajaja -No paraba de reír.
-Eres
un buen bufón- le decía ella, entre divertida e impaciente- ¡Ponte
serio!
Él
forzaba su cara, intentándolo abriendo mucho los ojos con la mirada
congelada y apretando los labios. Perra por su parte permanecía
inmóvil, percibiendo la importancia de hacerlo.
Llegó el día y todos los alumnos presentaron su obra. Velázquez
las analizó, con un pincel corregía algunos trazos. El lienzo de
María sobresalió del resto. El retrato de su hermano junto a Perra
fue elegido para exponer.
El día de la exposición y antes de la recepción, Bonifacio y María
plantados ante la obra comenzaron a preocuparse por el retraso de su
madre. Mientras María explicaba los trazos que Velázquez le había
corregido, escucharon fuera ladrando un perro cuya voz era
inconfundible para ellos, se giraron, vieron como en la puerta
aparecía su madre avanzado lentamente del brazo de un hombre algo
maltrecho.
Perplejos se quedaron inmóviles y solo cuando estuvo cerca de ellos
lo reconocieron. Su madre tenía razón, aunque habían pasado ya
varios años, ella había mantenido la esperanza.
Se abrazaron los cuatro, su padre había regresado.
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