La aventura de Mhiska, Marián Muñoz




Aún conservaba la llave que abría la puerta de casa, milagrosamente funcionaba, tras quince años fuera del país, parecía un sueño recorrer de nuevo las calles, mis calles, por las que tantas veces transité sin fijarme en ellas, y a las que ahora no puedo dejar de observar, de mirar e intentar adivinar que tras sus cambios aún queda en mi memoria sus rincones y esquinas donde me guarecía del sol o de la lluvia, donde compraba el pan o el periódico, algo tan normal pero tan extraño y difícil en Agra.

Mi huida no fue voluntaria, más bien un extraño accidente que me ha costado tiempo y sudor arreglarlo, deseando no volver a pasar por lo mismo.

Todo comenzó al tener que testificar contra una banda mafiosa del barrio. Nunca tuve que ver con ellos, aunque los conocía de sobra, todos los conocíamos, y preferíamos mirar hacia otro lado con tal de no vernos involucrados en sus desmanes, hasta que un día la policía me pilló. Un sangriento atraco en una sucursal bancaria dejó cuatro víctimas y tres heridos graves, los delincuentes iban con mascaras pero sabíamos de sobra quienes eran. Fui testigo presencial y esta vez no pude escabullir mi responsabilidad. Las cámaras de la oficina atraparon mi imagen en el momento justo en que todo sucedió. Se veía claramente que era una víctima más del atraco, pero al ser interrogado hábilmente por el inspector, no pude callar los nombres de los atracadores y hube de relatar al juez todo lo que pasó y porqué sabía quiénes eran.

No fue plato de gusto participar en aquel juicio ni que los acusados vieran libremente mi cara, al contrario, fue mi perdición y la culpa de marcharme del país durante tanto tiempo.

Tras días de deliberación les condenaron a prisión perpetua, aliviando mi pesar porque desde la cárcel nada podrían hacerme. Cuan equivocado estaba, al día siguiente de imponerles la pena, me pillaron en plena estación de Abroñigal media docena de matones amigos de los encausados. Menos mal que los vi llegar de lejos, dándome tiempo a esconderme en el vagón de un tren de mercancías, que rápidamente arrancó sin poder apearme del mismo. Debido a la velocidad ni siquiera intenté bajarme, procuré acomodarme lo mejor posible hasta la siguiente parada, donde me apearía e intentaría volver a casa.

Muy bien debí acomodarme, porque cuando me desperté de una ligera siesta, o eso creía yo, era ya de noche y el tren seguía circulando a igual velocidad. En la mochila tenía el almuerzo que solía llevar al trabajo, al no tener mucho apetito por el agobio de la situación, comí sólo una manzana e intenté averiguar hacia donde se dirigía aquel tren.

No sé cuantas veces leí y releí las etiquetas pegadas en las cajas que había en el vagón, pero por más que no quisiera creerlo, aquel tren hacía el recorrido Madrid-Yiwu, sabiendo de sobra que Yiwu está en China.

Apenas hace paradas en el recorrido y su viaje transcurre por unos cuantos países donde mi vida no valdría un céntimo si me descubrían, porque a fin de cuentas era un polizón, un emigrante sin papeles, involuntario, pero lo era y si me atrapaban ya podía olvidarme de volver a casa en lo que me restaba de vida.

Localicé un pequeño escondrijo y en él me instalé, sopesando cual sería la próxima parada y qué podría hacer al llegar a ella. De nuevo el cansancio o el miedo me adormiló y para cuando volví a despertar el sol se encontraba en lo más alto produciendo un calor insoportable.

La suerte me sonrió ya que hicimos una parada, aproveché que abrieron la puerta del vagón y tras despistar a unos hombres que depositaban paquetes en una furgoneta, me metí en ella, ignorando su destino y si aún estaba en Europa o ya en Asia.

Mi cuerpo empezaba a dolerme de tanto trajín, la carretera llena de baches y el calor allí dentro comenzaba a ser insoportable, mareado y sediento aquel trasto no acababa de parar, con dificultad saqué de mi mochila un brik de zumo y me lo trinqué de un solo trago. Algo más aliviado volví a adormecerme hasta el momento de su parada. Volvía a ser de noche y con gran sigilo bajé y me escondí tras un muro cercano.

Descansé un rato y comprobé que aguantaba de pie mejor de lo esperado, dirigiendo mis pasos a un intrincado cruce de calles, donde la multitud iluminada por tenues luces empezaban a dispersarse hacia sus casas.

Mi presencia no llamaba la atención e intentando escuchar el idioma en que hablaban no lo conseguía descifrar. No era lengua conocida, ni siquiera me sonaba haberla oído alguna vez, pero tenía claro que había dado con mis huesos en Asia, porque allí usaban turbantes en la cabeza, la tez de aquellas gentes era muy morena, de oscuros ojos y dentaduras blanquecinas temía que estuviera en Pakistán o en la India.

Aprovechando la curiosidad de un anciano, le pregunté en diferentes idiomas cual era aquella población, pero por respuesta me señaló con la mano que siguiera calle adelante. No tenía más que hacer y seguí, hasta que reconocer el letrero publicitario de un hotel. Hacia él me dirigí, suponiendo que al menos con alguien me podría entender.

Así fue como me enteré que estaba en Agra, una importante y turística ciudad de la India. La cara de pavor que puse debió asustar al encargado del hotel, porque inmediatamente me sirvió un reconfortante té que logró animarme y poder reaccionar ante aquella información.

Decidí pasar allí la noche, cenar algo y averiguar cómo podría volver a casa, al Madrid de mis amores, del que tan lejos estaba. Pero mi historia se enredó al conocer a una huésped del hotel, me sugirió que la acompañase a hacer una excursión a las afueras de la ciudad, tenía un taxi contratado pero al ir sola temía ser atacada por alguien, y yo le inspiraba confianza, sólo sería ese día y me invitaría además a almorzar con ella. No me pude resistir ante su belleza y su alegre sonrisa, por lo que acepté, y en buena hora lo hice, porque la excursión era al lugar más maravilloso que había visto jamás, el famoso Taj Mahal. El madrugón mereció la pena al ver salir el sol tras aquel edificio blanco cuyo resplandor reflejaban las aguas de los estanques que había en sus jardines. Se hallaba sobre una plataforma de mármol, como si de un pedestal se tratara. Su perfecta simetría, su níveo color, su monumental tamaño nos hacía sentirnos hormigas ante su majestuosidad y su entorno, que continuamente era reflejado en las aguas cristalinas de los estanques o del río que transcurre por detrás.

A esas horas la afluencia de visitantes era poca, permitiéndonos con tranquilidad admirar y disfrutar aquel fantástico lugar. Su interior vacío de muebles pero lleno de la armonía que reflejaban sus fabulosos dibujos geométricos, hechos con piedras talladas de diferentes colores. No podíamos dejar de sonreír al maravillarnos de todo lo que nos rodeaba. A media mañana un improvisado picnic fue organizado por el taxista, bajo una amplia sombrilla y dos cojines, nos sentamos en los jardines para degustar un frugal refrigerio con frutas y dulces exóticos. La falta de costumbre me impidió disfrutar del resto de la jornada, pues una ligera descomposición apenas me permitió continuar con la visita.

Tres días permanecí al lado de tan elegante dama, casada con un importante cargo del gobierno, se encontraba entusiasmada admirando día tras día el imponente edificio del Taj Mahal. Nos aprendimos de memoria su historia y la de la sociedad en que se encontraban cuando se construyó. La caída del Emperador y el dolor por la pérdida de su amada, motivo por el cual decidió construir aquella maravilla. Durante esos días nos hicimos buenos amigos, tanto que pude sincerarme y contarle mi historia de cómo había llegado a Agra. Apenada por mi situación prometió ayudarme, aconsejándome que hasta no tener papeles oficiales de residencia, no me moviera de allí y aprovechara el tiempo siendo guía de extranjeros en las visitas al Taj Mahal, ya que su encanto y su historia me habían cautivado.

Así hice, durante quince años fui guía de turistas y un habitante más en Agra. Acabé llevando turbante y de tanto pasearme al sol mi tono de piel comenzó a ser más oscuro, si bien mis ojos seguían siendo marrones, no negros como los de allí. Los papeles al final llegaron, me había nacionalizado hindú.

Ahora me llamo Mhiska Devendra, y puedo pasear tranquilamente por las calles del castizo Madrid, visto, me muevo y tengo acento hindú, y de lo ahorrado en estos años, he podido alquilar un local donde regento un restaurante de comida india, muy visitado y comentado en las mejores guías. Pero en cuanto veo aparecer a alguien con pinta de mafioso, me escondo, quiero vivir tranquilo y dichoso en mi barrio.

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