Aún
conservaba la llave que abría la puerta de casa, milagrosamente
funcionaba, tras quince años fuera del país, parecía un sueño
recorrer de nuevo las calles, mis calles, por las que tantas veces
transité sin fijarme en ellas, y a las que ahora no puedo dejar de
observar, de mirar e intentar adivinar que tras sus cambios aún
queda en mi memoria sus rincones y esquinas donde me guarecía del
sol o de la lluvia, donde compraba el pan o el periódico, algo tan
normal pero tan extraño y difícil en Agra.
Mi
huida no fue voluntaria, más bien un extraño accidente que me ha
costado tiempo y sudor arreglarlo, deseando no volver a pasar por lo
mismo.
Todo
comenzó al tener que testificar contra una banda mafiosa del barrio.
Nunca tuve que ver con ellos, aunque los conocía de sobra, todos
los conocíamos, y preferíamos mirar hacia otro lado con tal de no
vernos involucrados en sus desmanes, hasta que un día la policía me
pilló. Un sangriento atraco en una sucursal bancaria dejó cuatro
víctimas y tres heridos graves, los delincuentes iban con mascaras
pero sabíamos de sobra quienes eran. Fui testigo presencial y esta
vez no pude escabullir mi responsabilidad. Las cámaras de la
oficina atraparon mi imagen en el momento justo en que todo sucedió.
Se veía claramente que era una víctima más del atraco, pero al
ser interrogado hábilmente por el inspector, no pude callar los
nombres de los atracadores y hube de relatar al juez todo lo que pasó
y porqué sabía quiénes eran.
No
fue plato de gusto participar en aquel juicio ni que los acusados
vieran libremente mi cara, al contrario, fue mi perdición y la culpa
de marcharme del país durante tanto tiempo.
Tras
días de deliberación les condenaron a prisión perpetua, aliviando
mi pesar porque desde la cárcel nada podrían hacerme. Cuan
equivocado estaba, al día siguiente de imponerles la pena, me
pillaron en plena estación de Abroñigal media docena de matones
amigos de los encausados. Menos mal que los vi llegar de lejos,
dándome tiempo a esconderme en el vagón de un tren de mercancías,
que rápidamente arrancó sin poder apearme del mismo. Debido a la
velocidad ni siquiera intenté bajarme, procuré acomodarme lo mejor
posible hasta la siguiente parada, donde me apearía e intentaría
volver a casa.
Muy
bien debí acomodarme, porque cuando me desperté de una ligera
siesta, o eso creía yo, era ya de noche y el tren seguía circulando
a igual velocidad. En la mochila tenía el almuerzo que solía
llevar al trabajo, al no tener mucho apetito por el agobio de la
situación, comí sólo una manzana e intenté averiguar hacia donde
se dirigía aquel tren.
No
sé cuantas veces leí y releí las etiquetas pegadas en las cajas
que había en el vagón, pero por más que no quisiera creerlo, aquel
tren hacía el recorrido Madrid-Yiwu, sabiendo de sobra que Yiwu está
en China.
Apenas
hace paradas en el recorrido y su viaje transcurre por unos cuantos
países donde mi vida no valdría un céntimo si me descubrían,
porque a fin de cuentas era un polizón, un emigrante sin papeles,
involuntario, pero lo era y si me atrapaban ya podía olvidarme de
volver a casa en lo que me restaba de vida.
Localicé
un pequeño escondrijo y en él me instalé, sopesando cual sería la
próxima parada y qué podría hacer al llegar a ella. De nuevo el
cansancio o el miedo me adormiló y para cuando volví a despertar el
sol se encontraba en lo más alto produciendo un calor insoportable.
La
suerte me sonrió ya que hicimos una parada, aproveché que abrieron
la puerta del vagón y tras despistar a unos hombres que depositaban
paquetes en una furgoneta, me metí en ella, ignorando su destino y
si aún estaba en Europa o ya en Asia.
Mi
cuerpo empezaba a dolerme de tanto trajín, la carretera llena de
baches y el calor allí dentro comenzaba a ser insoportable, mareado
y sediento aquel trasto no acababa de parar, con dificultad saqué de
mi mochila un brik de zumo y me lo trinqué de un solo trago. Algo
más aliviado volví a adormecerme hasta el momento de su parada.
Volvía a ser de noche y con gran sigilo bajé y me escondí tras un
muro cercano.
Descansé
un rato y comprobé que aguantaba de pie mejor de lo esperado,
dirigiendo mis pasos a un intrincado cruce de calles, donde la
multitud iluminada por tenues luces empezaban a dispersarse hacia sus
casas.
Mi
presencia no llamaba la atención e intentando escuchar el idioma en
que hablaban no lo conseguía descifrar. No era lengua conocida, ni
siquiera me sonaba haberla oído alguna vez, pero tenía claro que
había dado con mis huesos en Asia, porque allí usaban turbantes en
la cabeza, la tez de aquellas gentes era muy morena, de oscuros ojos
y dentaduras blanquecinas temía que estuviera en Pakistán o en la
India.
Aprovechando
la curiosidad de un anciano, le pregunté en diferentes idiomas cual
era aquella población, pero por respuesta me señaló con la mano
que siguiera calle adelante. No tenía más que hacer y seguí,
hasta que reconocer el letrero publicitario de un hotel. Hacia él
me dirigí, suponiendo que al menos con alguien me podría entender.
Así
fue como me enteré que estaba en Agra, una importante y turística
ciudad de la India. La cara de pavor que puse debió asustar al
encargado del hotel, porque inmediatamente me sirvió un
reconfortante té que logró animarme y poder reaccionar ante aquella
información.
Decidí
pasar allí la noche, cenar algo y averiguar cómo podría volver a
casa, al Madrid de mis amores, del que tan lejos estaba. Pero mi
historia se enredó al conocer a una huésped del hotel, me sugirió
que la acompañase a hacer una excursión a las afueras de la ciudad,
tenía un taxi contratado pero al ir sola temía ser atacada por
alguien, y yo le inspiraba confianza, sólo sería ese día y me
invitaría además a almorzar con ella. No me pude resistir ante su
belleza y su alegre sonrisa, por lo que acepté, y en buena hora lo
hice, porque la excursión era al lugar más maravilloso que había
visto jamás, el famoso Taj Mahal. El madrugón mereció la pena al
ver salir el sol tras aquel edificio blanco cuyo resplandor
reflejaban las aguas de los estanques que había en sus jardines. Se
hallaba sobre una plataforma de mármol, como si de un pedestal se
tratara. Su perfecta simetría, su níveo color, su monumental
tamaño nos hacía sentirnos hormigas ante su majestuosidad y su
entorno, que continuamente era reflejado en las aguas cristalinas de
los estanques o del río que transcurre por detrás.
A
esas horas la afluencia de visitantes era poca, permitiéndonos con
tranquilidad admirar y disfrutar aquel fantástico lugar. Su
interior vacío de muebles pero lleno de la armonía que reflejaban
sus fabulosos dibujos geométricos, hechos con piedras talladas de
diferentes colores. No podíamos dejar de sonreír al maravillarnos
de todo lo que nos rodeaba. A media mañana un improvisado picnic
fue organizado por el taxista, bajo una amplia sombrilla y dos
cojines, nos sentamos en los jardines para degustar un frugal
refrigerio con frutas y dulces exóticos. La falta de costumbre me
impidió disfrutar del resto de la jornada, pues una ligera
descomposición apenas me permitió continuar con la visita.
Tres
días permanecí al lado de tan elegante dama, casada con un
importante cargo del gobierno, se encontraba entusiasmada admirando
día tras día el imponente edificio del Taj Mahal. Nos aprendimos
de memoria su historia y la de la sociedad en que se encontraban
cuando se construyó. La caída del Emperador y el dolor por la
pérdida de su amada, motivo por el cual decidió construir aquella
maravilla. Durante esos días nos hicimos buenos amigos, tanto que
pude sincerarme y contarle mi historia de cómo había llegado a
Agra. Apenada por mi situación prometió ayudarme, aconsejándome
que hasta no tener papeles oficiales de residencia, no me moviera de
allí y aprovechara el tiempo siendo guía de extranjeros en las
visitas al Taj Mahal, ya que su encanto y su historia me habían
cautivado.
Así
hice, durante quince años fui guía de turistas y un habitante más
en Agra. Acabé llevando turbante y de tanto pasearme al sol mi tono
de piel comenzó a ser más oscuro, si bien mis ojos seguían siendo
marrones, no negros como los de allí. Los papeles al final
llegaron, me había nacionalizado hindú.
Ahora
me llamo Mhiska Devendra, y puedo pasear tranquilamente por las
calles del castizo Madrid, visto, me muevo y tengo acento hindú, y
de lo ahorrado en estos años, he podido alquilar un local donde
regento un restaurante de comida india, muy visitado y comentado en
las mejores guías. Pero en cuanto veo aparecer a alguien con pinta
de mafioso, me escondo, quiero vivir tranquilo y dichoso en mi
barrio.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario