De
una furgoneta se apearon tres hombres con cámara al hombro
revolucionando mi tranquila barriada. Se corrió la voz de ventana a
ventana y de patio a patio, todos querían presenciar lo que aquellos
hombres estaban grabando. Según cuentan, porque no andaba por allí,
simplemente tomaban instantáneas del entorno, para después
utilizarlas en una película.
Daba
igual, los pequeños y los grandes querían salir en ella, se
plantaban frente a los objetivos como si fueran protagonistas. Los
reporteros cargados de paciencia intentaban evitarlos y obtener las
imágenes que habían venido a buscar. Debido a la algarabía
montada parecía una fiesta, y ¡cómo no!, apareció Rufo, nuestro
gran pequeño Rufo, un tipo especial que protegemos y cuidamos, todo
un personaje ignorante de su propio estatus. Una discapacidad
intelectual le hacía comportarse como un chiquillo, algo que
contrasta con su metro noventa de estatura, unos movimientos
desgarbados e inconexos nos hacen gracia a todos, aunque ninguno nos
reímos de él.
Se
plantó delante de una cámara y con su enorme estatura y lengua de
trapo comenzó a decir: “Quiero ver a mi abuela Anita, quiero ver a
mi abuela Anita”. El periodista o lo que fuera, retrocedió ante
su aparición repentina. Rodeándole la cintura, llevaba abrochados
cinco cinturones de vivos colores. Los allí presentes acordonaron a
Rufo y cogiéndole de la mano le llevaron hasta casa, la cuidadora no
se había percatado de su ausencia.
Una
vez esos hombres tuvieron suficiente película grabada, se montaron
en la furgoneta y desaparecieron por donde habían venido.
Durante
días no paró de comentarse aquel suceso que poco a poco cayó en el
olvido.
Unos
meses más tarde, apareció otro equipo de grabación, esta vez las
cámaras eran más grandes y los hombres unos cuantos más.
Directamente preguntaron por Rufo, estaban interesados en su
historia, en su abuela Anita y en sus cinturones de colores. La
gente dudaba si darles alguna información, es sabido que en ciertas
cadenas de televisión suelen burlarse de la gente y Rufo era lo
suficientemente querido como para consentir ni una broma sobre él.
El empeño y el aparente respeto que demostraba el productor,
salvaron las reticencias y le indicaron donde vivía.
Hasta
no estar los padres presentes no les fue permitido el acceso a la
vivienda, todos como una piña ayudaban a aquella familia
trabajadora, que pese a su infortunio, no dejaban de aportar su
granito de arena en el barrio. El productor se interesó por Rufo y
pidió permiso para relatar los avatares de la familia en un
documental, sin mayores pretensiones que dar a conocer al mundo la
problemática de aquella casa, sin juzgar ni mofarse de ninguno. Así
fue como todo el país se enteró de la singularidad de Rufo.
El
mayor de cuatro hermanos, hasta pasados los dos años no dio síntomas
de problema alguno, y para cuando los dio ya tenía otro hermano y un
tercero en camino. Su padre trabajaba en un taller de reparación de
vehículos, echando horas de más para llevar un sueldo digno a su
familia, y su madre hasta entonces conseguía apañarse, hasta que se
dieron cuenta que a Rufo le pasaba algo.
Las
consultas a diferentes médicos privados les consumió los ahorros,
ella tuvo que ponerse a trabajar para poder pagar medicamentos y
tratamientos que el doctor de turno le ponía. Es en ese momento
cuando entra en sus vidas la abuela materna Anita, quien tras haber
criado siete hijos, aún conservaba energía para ayudar a la familia
de su hija. Durante veinte años llevó la casa, se ocupó del
colegio, deberes y educación de los pequeños, y sobre todo, de las
idas y venidas con Rufo cada vez que tenía consulta.
Sus
hermanos eran niños sanos y alegres, a los que está muy unido y de
los que sólo recibe cariño, pero él quiere hacer lo mismo que
ellos, escribir, leer, correr y saltar como uno más. Con una
paciencia infinita la abuela Anita le enseñaba, a su cuerpo
desgarbado le faltaba coordinación, pero no se desanimaba al ver que
su nieto con gran dificultad quería ser como los demás.
Cuando
sus hermanos fueron algo mayores, en el colegio comenzaron a
practicar judo, un tipo de arte marcial, y según iban aprendiendo
técnicas y movimientos, tras superar una prueba, les concedían un
cinturón, al principio era blanco, luego amarillo, naranja, verde,
etc. Según aprendían más, cambiaban de cinturón. Incluso
lograban la categoría dan. A Rufo le gustaba el traje que vestían
y le hacía mucha ilusión poder lucir un cinturón como el de ellos.
Continuamente daba la lata a su abuela para conseguir uno de
aquellos, hasta que la buena mujer pensó que el cinturón era una
buena motivación para Rufo, y comenzó a proponerle pruebas para
mejorar su coordinación, cuando lo conseguía compraba un cinturón,
naranja al atarse los cordones de los zapatos, verde al abrocharse
los botones de su camisa, era de un color diferente según la
dificultad del logro. Y les dio la categoría de don, porque iba
adquiriendo el don de una habilidad nueva. Así fue como Rufo, el
desgarbado y larguirucho Rufo, fue espabilando y tonificando sus
músculos, realizando movimientos hasta ese momento inalcanzables.
Todos
estaban muy contentos con sus logros y reconocían y admiraban el
tesón y la constancia de la abuela Anita, mujer que todos adoraban e
idolatraban por su entrega al muchacho. Pero hay veces que la vida
castiga a quien no debe, y la querida abuela enfermó, ingresó en el
hospital y allí murió.
Rufo
no comprendía ni entendía porque su abuela no regresaba, quería
conseguir más cinturones y era ella quien le marcaba las metas, por
lo que se encontraba perdido, a pesar de tener a una asistente social
que intentaba siguiera con sus avances, él necesitaba a su abuela
Anita, quien con tanto amor le había convertido en lo que era.
Esta
historia dio vueltas por las redes sociales de internet y se
convirtió en viral, algunas conciencias fueron removidas y al cabo
de un año se creó una asociación, a la que llamaron Anita, en
honor a todas las abuelas y madres que vuelcan su vitalidad en la
ayuda a seres queridos. Consiguieron subvenciones para ayudar a
familias como la de Rufo, y de esa manera que al menos uno de los
padres pudiera estar en casa para cuidar de su familiar
discapacitado.
Rufo
es ahora atendido por su madre, va media jornada a un colegio
especializado, donde con su esfuerzo continúa obteniendo cinturones
don cada vez que aprende una nueva habilidad.
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