Siempre fui una
buena niña, una buena adolescente, una buena hija y una mujer
decente. No me quedaba otra. Hija única de unos padres que me
tuvieron ya entrados en años y cuya mayor distracción eran las
misas diarias y los rezos. Por supuesto fui educada en el temor de
Dios y con un sentido del pecado que rayaba en la estupidez, pero de
eso no me daría cuenta hasta mucho más tarde, cuando ya pasada la
treintena, mis padres se fueron al otro barrio y yo me quedé sola y
sin más sustento que el dinero en el banco que ellos me habían
dejado, que no es que fuera muy poco, pero no me daba para vivir sin
trabajar el resto de mi existencia.
El asesor que
llevaba los asuntos de la herencia me recomendó que abriera un
pequeño negocio, algo sencillo, de siempre, cuya inversión me
permitiera conservar algunos ahorros por si al final no resultaba y
así puse una pequeña mercería, que era de lo que yo más entendía,
puesto que mamá siempre se había ocupado de enseñarme a bordar, a
coser, a hacer punto y macramé y todas esas labores que gustan
llevar a cabo las señoras de su casa, aunque yo no fuera la señora
de ninguna casa, sino una solterona amargada y estúpida, pero bueno,
no adelantemos acontecimientos.
El caso es que
alquilé un bajo en una zona céntrica de la ciudad de provincias en
la que vivía y abrí mi negocio. Tuve bastante suerte y en seguida
las vecinas del barrio comenzaron a pasar por allí. Una compraba
unos botones, otra una cremallera, la otra unas medias.... Así mi
pequeña mercería fue prosperando y como buena empresaria decidí
que parte de los beneficios los iba a emplear en ampliarla. Comencé
a traer más mercancía, que se vendía muy bien, pero el no va más
fue cuando traje aquellos cinturones de colores. Una tarde entró en
la tienda una mujer muy guapa y mu sofisticada. No sé de dónde
habría salido, pues yo nunca la había visto por allí, y su aspecto
no cuadraba con el de las mujeres del barrio. Parecía que andaba
perdida, como buscando algo concreto, hasta que sus ojos se posaron
en los cinturones y en su cara se dibujó una amplia sonrisa. Tomó
uno entre sus manos, lo miró y lo remiró, por arriba y por abajo, y
por fin cogió todos los del expositor y los acercó al mostrador.
-Me los llevo
todos – me dijo –. ¿Traerá más?
-Pues mañana me
viene mercancía. Supongo que sí, que vendrán más cinturones –
le contesté un poco extrañada de que se llevara tanto cinturón.
Efectivamente al
día siguiente vino a por más. Y unas semanas más tarde compró
alguno más. Un día se fijó en un broche de plumas y me preguntó
cuántos tenía. Una caja entera tenía, debía de contener unos
veinte broches. Se los llevó todos. La tía compraba a lo grande y
yo encantada, aunque confieso que me tenía un tanto intrigada, claro
que mientras pagara, y lo hacía, en el fondo me importaba tres pitos
para qué se llevaba tanta cosa junta.
Hasta aquella
tarde en que apareció la señorita en cuestión con don Indalecio,
el dueño del local. Debo aclarar que el local era muy grande,
demasiado para mi modesta mercería, y que más de la mitad estaba
desocupado, aunque yo debía de pagar el alquiler entero.
-Buenas tardes,
Marcelina – me saludó el buen hombre muy educado, aunque
visiblemente nervioso –. Aquí venimos doña Ángela y yo, a
hacerle una proposición.
-Bueno –
contesté –, mientras no sea deshonesta.
La tal Ángela
tuvo que reprimir una carcajada ante mi comentario y don Indalecio se
puso más nervioso de lo que ya estaba.
-Pues verá –
comenzó diciendo –, es de su conocimiento que este local es
demasiado grande para su negocio y que el alquiler que me paga por
él, aunque es el justo, evidentemente no se corresponde con la parte
de espacio que usted utiliza.
-No entiendo a
dónde quiere ir a parar – le contesté un poco enfadada –.
¿Acaso quiere echarme? Si le pago religiosamente, como bien usted
acaba de decir, no debería importarle si utilizo o no todo el
espacio.
-¡Válgame Dios,
doña Marcelina! ¿Cómo se le ocurre a usted pensar que yo quiera
echarla? Ni se me ha pasado por la cabeza. Al contrario, lo que
quiero es proponerle algo que creo será muy beneficioso para su
economía. Esta señorita desea poner un negocio y puesto que aquí
hay espacio de sobra me ha preguntado si a usted no le importaría
compartirlo con ella. Compartirían también alquiler y gastos, con
lo cual todo se reduciría a la mitad. ¿Qué le parece?
Hice rápidos
cálculos mentales, pues yo siempre había sido muy buena con las
matemáticas y llegué a la conclusión de que me ahorraría una
buena cantidad de dinero, así que no me lo pensé y dije que sí,
que accedía. Lo que no se me ocurrió preguntar fue el tipo de
negocio que iba compartir espacio con mi fructífera mecería. Lo
pensé unos días después, en la soledad de mi cama, por la noche.
¿Y si era otra mercería y me quitaba las clientas? No, lo más
probable era que fuera una tienda de cinturones, broches y cosas por
el estilo, dada la cantidad que en su día me había comprado la tal
Ángela. Y mira, si me quitaba ventas en esas cosas tampoco me
importaba mucho, puesto que salvo las que le había vendido a ella,
tampoco tenían demasiada salida, una de vez en cuando todo lo más.
De todos modos al día siguiente llegaba la mercancía, así que ya
me iba a enterar. Vaya si me enteré. Trajes de cuero, fustas, bolas
chinas, aceites para no se qué y no sé cuánto, penes de plástico
enhiestos.... ¿qué coño era aquello? Sí, efectivamente era un Sex
Shop y ya era tarde para echarme atrás. El nuevo contrato estaba
firmado.
Cuando apareció
Ángela por allí, me puse hecha una fiera y le llamé de todo menos
bonita. Ante mis improperios se mantuvo impasible y al cabo de un
rato, cuando dejé de dar gritos, me contestó con toda la calma del
mundo.
-A ver cómo te
cuento hija. Mira, yo soy una mujer liberada, no una reprimida como
tú. Me dedicaba a hacer sesiones de tuper sex, ¿te suena lo qué
es? Pues nada, ir vendiendo juguetitos sexuales por las casas. Me iba
muy bien, acuden más chicas de lo que la gente se piensa, a las
mujeres también les gusta el sexo, es una forma más de diversión.
Y tú colaboraste conmigo sin saberlo.
-¿Yo? – repuse
mientras me persignaba –. Dios me libre de colaborar en semejante
obscenidad.
Ella prosiguió
hablando sin inmutarse.
-Los cinturones
¿recuerdas? Eran estupendos para atar los brazos de las chicas a las
cabeceras de las camas y que sus parejas las hicieran disfrutar de lo
lindo. Y los broches de plumas.... para hacer suaves caricias...
¿sabes dónde?
No me desmayé
porque Dios no lo quiso. ¡Qué indecencia! ¡Qué asco! Compartir mi
local de negocio con aquella pervertida. Pues no me quedó más
remedio. Durante un año nos llevamos como el perro y el gato, más
con el tiempo fui descubriendo que no era mala chica y la quise
llevar por el buen camino... Sí, pasó lo que están pensando, que
fue ella la que dirigió mis pasos por el... ¿mal camino? No, mejor
diremos, por el camino más divertido. Por suerte la conocí y
estuvimos a tiempo. Me costó un poco, pero al fin dejé mi
mogigatería y mis prejuicios en el olvido y conseguí ser una mujer
normal. Por cierto, la mercería cada vez ocupa menos espacio, el
otro negocio es mucho más interesante y me he hecho su socia.
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