Colaboraciones extraordinarias - Gloria Losada



Siempre fui una buena niña, una buena adolescente, una buena hija y una mujer decente. No me quedaba otra. Hija única de unos padres que me tuvieron ya entrados en años y cuya mayor distracción eran las misas diarias y los rezos. Por supuesto fui educada en el temor de Dios y con un sentido del pecado que rayaba en la estupidez, pero de eso no me daría cuenta hasta mucho más tarde, cuando ya pasada la treintena, mis padres se fueron al otro barrio y yo me quedé sola y sin más sustento que el dinero en el banco que ellos me habían dejado, que no es que fuera muy poco, pero no me daba para vivir sin trabajar el resto de mi existencia.
El asesor que llevaba los asuntos de la herencia me recomendó que abriera un pequeño negocio, algo sencillo, de siempre, cuya inversión me permitiera conservar algunos ahorros por si al final no resultaba y así puse una pequeña mercería, que era de lo que yo más entendía, puesto que mamá siempre se había ocupado de enseñarme a bordar, a coser, a hacer punto y macramé y todas esas labores que gustan llevar a cabo las señoras de su casa, aunque yo no fuera la señora de ninguna casa, sino una solterona amargada y estúpida, pero bueno, no adelantemos acontecimientos.
El caso es que alquilé un bajo en una zona céntrica de la ciudad de provincias en la que vivía y abrí mi negocio. Tuve bastante suerte y en seguida las vecinas del barrio comenzaron a pasar por allí. Una compraba unos botones, otra una cremallera, la otra unas medias.... Así mi pequeña mercería fue prosperando y como buena empresaria decidí que parte de los beneficios los iba a emplear en ampliarla. Comencé a traer más mercancía, que se vendía muy bien, pero el no va más fue cuando traje aquellos cinturones de colores. Una tarde entró en la tienda una mujer muy guapa y mu sofisticada. No sé de dónde habría salido, pues yo nunca la había visto por allí, y su aspecto no cuadraba con el de las mujeres del barrio. Parecía que andaba perdida, como buscando algo concreto, hasta que sus ojos se posaron en los cinturones y en su cara se dibujó una amplia sonrisa. Tomó uno entre sus manos, lo miró y lo remiró, por arriba y por abajo, y por fin cogió todos los del expositor y los acercó al mostrador.
-Me los llevo todos – me dijo –. ¿Traerá más?
-Pues mañana me viene mercancía. Supongo que sí, que vendrán más cinturones – le contesté un poco extrañada de que se llevara tanto cinturón.
Efectivamente al día siguiente vino a por más. Y unas semanas más tarde compró alguno más. Un día se fijó en un broche de plumas y me preguntó cuántos tenía. Una caja entera tenía, debía de contener unos veinte broches. Se los llevó todos. La tía compraba a lo grande y yo encantada, aunque confieso que me tenía un tanto intrigada, claro que mientras pagara, y lo hacía, en el fondo me importaba tres pitos para qué se llevaba tanta cosa junta.
Hasta aquella tarde en que apareció la señorita en cuestión con don Indalecio, el dueño del local. Debo aclarar que el local era muy grande, demasiado para mi modesta mercería, y que más de la mitad estaba desocupado, aunque yo debía de pagar el alquiler entero.
-Buenas tardes, Marcelina – me saludó el buen hombre muy educado, aunque visiblemente nervioso –. Aquí venimos doña Ángela y yo, a hacerle una proposición.
-Bueno – contesté –, mientras no sea deshonesta.
La tal Ángela tuvo que reprimir una carcajada ante mi comentario y don Indalecio se puso más nervioso de lo que ya estaba.
-Pues verá – comenzó diciendo –, es de su conocimiento que este local es demasiado grande para su negocio y que el alquiler que me paga por él, aunque es el justo, evidentemente no se corresponde con la parte de espacio que usted utiliza.
-No entiendo a dónde quiere ir a parar – le contesté un poco enfadada –. ¿Acaso quiere echarme? Si le pago religiosamente, como bien usted acaba de decir, no debería importarle si utilizo o no todo el espacio.
-¡Válgame Dios, doña Marcelina! ¿Cómo se le ocurre a usted pensar que yo quiera echarla? Ni se me ha pasado por la cabeza. Al contrario, lo que quiero es proponerle algo que creo será muy beneficioso para su economía. Esta señorita desea poner un negocio y puesto que aquí hay espacio de sobra me ha preguntado si a usted no le importaría compartirlo con ella. Compartirían también alquiler y gastos, con lo cual todo se reduciría a la mitad. ¿Qué le parece?
Hice rápidos cálculos mentales, pues yo siempre había sido muy buena con las matemáticas y llegué a la conclusión de que me ahorraría una buena cantidad de dinero, así que no me lo pensé y dije que sí, que accedía. Lo que no se me ocurrió preguntar fue el tipo de negocio que iba compartir espacio con mi fructífera mecería. Lo pensé unos días después, en la soledad de mi cama, por la noche. ¿Y si era otra mercería y me quitaba las clientas? No, lo más probable era que fuera una tienda de cinturones, broches y cosas por el estilo, dada la cantidad que en su día me había comprado la tal Ángela. Y mira, si me quitaba ventas en esas cosas tampoco me importaba mucho, puesto que salvo las que le había vendido a ella, tampoco tenían demasiada salida, una de vez en cuando todo lo más. De todos modos al día siguiente llegaba la mercancía, así que ya me iba a enterar. Vaya si me enteré. Trajes de cuero, fustas, bolas chinas, aceites para no se qué y no sé cuánto, penes de plástico enhiestos.... ¿qué coño era aquello? Sí, efectivamente era un Sex Shop y ya era tarde para echarme atrás. El nuevo contrato estaba firmado.
Cuando apareció Ángela por allí, me puse hecha una fiera y le llamé de todo menos bonita. Ante mis improperios se mantuvo impasible y al cabo de un rato, cuando dejé de dar gritos, me contestó con toda la calma del mundo.
-A ver cómo te cuento hija. Mira, yo soy una mujer liberada, no una reprimida como tú. Me dedicaba a hacer sesiones de tuper sex, ¿te suena lo qué es? Pues nada, ir vendiendo juguetitos sexuales por las casas. Me iba muy bien, acuden más chicas de lo que la gente se piensa, a las mujeres también les gusta el sexo, es una forma más de diversión. Y tú colaboraste conmigo sin saberlo.
-¿Yo? – repuse mientras me persignaba –. Dios me libre de colaborar en semejante obscenidad.
Ella prosiguió hablando sin inmutarse.
-Los cinturones ¿recuerdas? Eran estupendos para atar los brazos de las chicas a las cabeceras de las camas y que sus parejas las hicieran disfrutar de lo lindo. Y los broches de plumas.... para hacer suaves caricias... ¿sabes dónde?
No me desmayé porque Dios no lo quiso. ¡Qué indecencia! ¡Qué asco! Compartir mi local de negocio con aquella pervertida. Pues no me quedó más remedio. Durante un año nos llevamos como el perro y el gato, más con el tiempo fui descubriendo que no era mala chica y la quise llevar por el buen camino... Sí, pasó lo que están pensando, que fue ella la que dirigió mis pasos por el... ¿mal camino? No, mejor diremos, por el camino más divertido. Por suerte la conocí y estuvimos a tiempo. Me costó un poco, pero al fin dejé mi mogigatería y mis prejuicios en el olvido y conseguí ser una mujer normal. Por cierto, la mercería cada vez ocupa menos espacio, el otro negocio es mucho más interesante y me he hecho su socia.



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