Versace azul, Dior rosa - Cristina Muñiz Martín






Después de esperar dos meses que se me hicieron más largos que un día sin móvil, por fin había llegado el gran día. Los nervios no me dejaron papear nada. Casi mejor, así no echaría la pota. Mi madre no entendía que hubiera gastado todas las pelas del cumple en eso, en vez de comprar ropa como hacía siempre. Mi padre lo que no entendió fue que pasara una semana entera a la cola. Yo no entendía que ellos no entendieran que quisiera ser una de las personas afortunadas en hacer eso por primera vez en la vida. ¡Si era una pasada! ¡Todos mis colegas estaban flipando! Bueno, el caso es que como ya tengo dieciocho años tuvieron que dejarme hacerlo. Así que pasé siete días y seis noches junto a una amiga, con nuestras esterillas, sacos de dormir, anorak, gorros, bufandas, guantes y mantas a la cola para ser de las primeras, porque decidieron no venderlo por internet para no petar la red. Los días los llevábamos bien, pero lo malo eran las noches, por el frío y por los que querían aprovechar cuando sobábamos para colarse, así que dormíamos a turnos. Menos mal que la familia, aunque algo rayada, nos llevó termos calientes y túperes repletos de comida todos los días. Lo pasamos bien esa semana, hicimos muchos colegas y nos partimos el culo con el chaval que nos tocó delante. Pero, claro, entre tanta gente, también tuvimos que aguantar a tres petardas, un par de quinquis y algún que otro friqui. Por lo demás, la peña de lo más enrollao. Lo peor fue cuando empezó la venta, porque la cola fue desapareciendo y todo quisqui quería pasar delante. Menos mal que después de que se montaran unas cuantos pollos decidieron dar números, que si no no sé que hubiera pasado. Así y todo la peña empezó a empujar y a dar codazos y patadas y a intentar colarse y unos cuantos seguratas tuvieron que poner orden y romper los piños a más de uno, por no hablar de las hostias que soltaron. Y mira, por una vez, estuve de acuerdo con ellos, que no iba a pasar yo siete días y seis noches al fresco para que llegaran cuatro jetas y pasaron delante de todos como si fueran los putos amos. Mi padre, que acababa de aparecer en ese momento, dijo que aquello parecía una manifa y que mejor nos manifestábamos para cosas importantes, no para eso. No le hice ni caso, pero nos vino muy bien porque así, una vez comprado el billete, nos llevó de vuelta a casa, sin parar de decir que tendría que desinfectar el coche que olíamos que tirábamos p'atrás. Y bueno, igual tenía razón, porque no nos cambiamos en toda la semana, que aunque nos llevaron ropa limpia con el frío que hacía no apetecía quitarse nada. Toda la vida recordaré esa semana, la mejor de toda mi vida. No paramos de wasapear y de colgar fotos en Facebook y en Instagram. ¡Menuda envidia tenía el resto de la pandilla! Poco más y nos petan los móviles. Ahora ya nadie me dice que soy una rata, ahora a todos les hubiera gustado ir con nosotras y poder hacer todas esas fotos y tener tantos “me gusta” y tantos comentarios. También es verdad que a la vuelta tuve que comerme los mocos, porque no me quedaba más que un euro. Pensé en ir a ver a los abuelos, pero mi padre me avisó que les había arrancado la promesa de no darme nada, para que aprendiera a no tirar las pelas en tonterías. Es que en casa no entienden que lo que para ellos era una tontería para mi era supermegaimportante y que no me arrepentiré nunca de haber vivido una experiencia tan alucinante. Mi colega y yo pasamos el control de seguridad muy bien, con los seguratas mirándonos con esos caretos de amargaos que tienen, pero sin problemas, A otros les dieron más la turra, pero claro hay gente que va por la vida hecha una piltrafilla, en plan chungo y a ellos si los miraron más. Y a los friquis también. Nosotras fuimos maqueadas, muy cukis, para tener un recuerdo chuli. Los coleguis flipaban con las fotos. Además, antes de dejarnos entrar, una nube de periodistas nos hincharon a preguntas y mi amiga y yo salimos en un periódico en la primera hoja.
Y después, a la vuelta, no tenía tiempo para contestar tantos wasap, correos y comentarios. También hubo quien me puso verde, que la gente ya se sabe, es una envidiosa. Recuerdo cuando salió la noticia. Nadie se lo podía creer. Yo estaba cenando, viendo la tele con mis viejos y me moló desde el primer momento. A ellos no. Decían que eso no podía ser, que no se podía consentir, que a dónde íbamos a llegar. Yo decidí guardar las pelas de mi cumple, sisar un poco a mi madre, gorronear a mi padre y a los abuelos y ahorrarlo todo para vivir esa experiencia. A mi colega le dio la pasta su viejo, que como está separado le da todos los caprichos para fastidiar a su ex. Pusimos una alerta en el móvil y en cuanto nos enteramos salimos corriendo de casa y así y todo nos dieron los números cuatrocientos cincuenta y cuatro y cincuenta y cinco. Pero mereció la pena. Cuando abrieron por fin las puertas, creía que me moría de la emoción. Había un montón de pasma para mantener el orden. Nos fueron llamando por número. Cuando nos tocó caminamos rápido por el pasillo. Entramos y una chica muy sonriente nos dio los buenos días, miró nuestros billetes y nos indicó nuestro sitio, uno de los mejores, de los más caros. La pandilla de petardas atrás del todo, donde era más barato. Las miramos en plan chulo y nos hicieron una peineta. A mi lado iba el tío que me estuvo vacilando, en plan de querer echar un polvo. Lo miré, dejándole bien claro que a la primera de cambio le metía una hostia de más altura que la que le metí en la cola y como que se acojonó. Cuando ya estábamos todos dentro dos chicos y dos chicas uniformados nos dieron las instrucciones. ¡Estaba petao! Había llegado el gran momento. ¡Abrochénse los cinturones, que vamos a despegar! sentimos decir por megafonía.
Yo cogí mi cinturón azul cobalto de Versace y mi colega el suyo rosa de Dior, mientras las petardas se abrochaban, en la cola del avión, sus cinturones de mercadillo. Sentimos rugir los motores y al momento estábamos en el aire, entrando a formar parte de la historia. El primer vuelo a nivel mundial en el que los pasajeros iban de pie, atados a unas barras metálicas con unos cinturones de lo más chuli, todos de colorines. Hicimos un montón de fotos y de vídeos antes de que nos mandaran apagar los móviles y al aterrizar otro montón. Allí, en la misma pista, nos esperaban las cámaras de televisión. Bajamos la escalerillas como si fuéramos estrellas de cine, aunque la verdad es que la mayoría íbamos un poco desmadejados de tanto ir de aquí para allá, sobre todo cuanto atravesamos por una zona de turbulencias. Se agotaron las bolsas esas para los vómitos. Por lo demás, muy bien. La vuelta la dimos en un avión normal, de esos que llevan asientos y todo, porque era mucho más barato. Nunca en la vida olvidaré ese viaje. Ahora ya hay muchos más aviones así, para ir de pie, pero ya no me mola, porque están tiraos de precio y puede ir cualquiera. Con deciros que ya no hace falta ni hacer cola.






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