El ocaso de un torero - Gloria Losada




Leonor buscaba desesperadamente un hombre con posibles. Sin embargo, debido a su aspecto, no le iba a resultar nada fácil. No era Leonor una mujer al uso en los ambientes en los que pretendía moverse, los de la alta sociedad sevillana, de corte rancio y trasnochado, señoronas elegantes y prepotentes, de tacón alto, vestidos caros y mantillas españolas en las procesiones de Semana Santa. No, Leonor no era una finolis, ella se había criado en la calle, malviviendo, sin apenas ir a la escuela y sin tener a veces un mendrugo de pan que llevarse a la boca. Pero desde bien pequeña se había propuesto no resignarse a su destino y en ello estaba. Si ciertos personajes lo habían conseguido, ella no iba a ser menos.
Cuando cumplió los dieciocho se largo de casa y se pensó que todo era liso y llano. Pidió ayuda a su prima Marta, que había nacido igual de zarrapastrosa que ella, pero que se había buscado bien la vida. Marta se había puesto muy pronto a trabajar sirviendo en casas de alto copete y había ahorrado lo suficiente como para, a aquellas alturas, estudiar Enfermería en la Universidad. Sospechaba que Leonor no estaba dispuesta a pasar los sacrificios que había pasado ella, pero aún así la acogió en su casa y la ayudó a buscar trabajo. Tres meses duraron en semejante tesitura, porque todas las ocupaciones eran malas. Limpiar en casa ajena ni soñarlo, cajera de un super era malo para su espalda y dependienta de una tienda de ropa horroroso para sus pies. Así que pasado ese tiempo Marta la puso de patitas en la calle y le dijo que lo sentía, pero que no estaba dispuesta mantener a una vaga como ella y que a tomar por culo.
Leonor se vio en la calle y con un billete de cincuenta euros en el bolsillo por todo capital, con lo cual sabía que necesitaba agudizar el ingenio. Como se creía muy lista, pero en realidad no lo era tanto, no se le ocurrió otra cosa que llamar a un estúpido programa de la televisión pública para decir que se había acostado con un famoso futbolista con cara de idiota y pinta de retrasado metal, que si no fuera lo que era nadie miraría para él. La directora y presentadora del programa en cuestión, que era una carroñera sin escrúpulos, la invitó a acudir al plato pagándole cien mil euros si se atrevía a hacer semejante afirmación frente al susodicho y ella, desesperada como estaba, aun consciente de los problemas que su mentira le podía traer, aceptó la propuesta. Como es de imaginar acabó en los tribunales, aunque el futbolista se apiadó de ella y al final desistió de la indemnización millonaria que le reclamaba y se conformó con insultarla de televisión en televisión.
Leonor se vio entonces vilipendiada, pero con una suma curiosa en el banco que era lo que le importaba. Lo primero que hizo fue invertir en bolsa, con tan buena suerte que triplicó el dinero invertido en pocos meses. Luego se alquiló un piso en el centro de la ciudad y comenzó a gastar cuartos a diestro y siniestro, todo ello con vistas a refinarse un poco y encontrar el marido con posibles con el que tanto soñaba, aunque a aquellas alturas lo de los posibles ya no era tan importante. Se compró vestidos monísimos y comenzó a frecuentar lugares con glamour a los que acudía la élite de la sociedad andaluza y en uno de esos lugares, el Club de Campo Trianero, conoció a Manolo de Triana, un torero medio trasnochado que actuaba en tres o cuatro corridas al mes y que estaba intentando montar una ganadería con muchas dificultades. A Manolo De Triana, apodado Manolito Tortillas por la afición que tenía a dicho manjar, le hacían falta cuartos si quería que su ganadería de toros bravos saliera adelante, cosa harto difícil, puesto que los bancos le habían cerrado el grifo hacía tiempo y de los particulares mejor ni hablar. No se le ocurrió mejor idea que buscar un esposa adinerada, daba igual si era guapa, fea o contrahecha, lo primordial era que tuviera una generosa cuenta bancaria. Las mozas solteras que ya conocía o bien carecían de semejante requisito, aunque pareciera lo contrario, o sí que tenían perras, pero no le hacían ni puto caso. Por eso cuando conoció a Leonor y vio que la muchacha sacaba la cartera del bolso con generosidad para invitar a las cinco o seis idiotas que la halagaban falsamente decidió que ella sería la afortunada a la que declararía su amor.
Comenzó entonces su sutil cortejo, miraditas por aquí y por allá, algún roce de manos involuntario, un choque al salir del baño, una invitación a un café.... pero Leonor no tenía un pelo de tonta y no se le escaparon las miradas de burla que sus nuevas amigas dirigían al torero, a pesar de que no le habían contado nada malo sobre él, al revés, la animaban para que aceptara sus invitaciones, alegando que era un buen partido y que seguramente serían muy felices juntos. Pero Leonor era muy perspicaz y pronto se dio cuenta de que allí había gato encerrado. Investigó y descubrió que sus nuevas amigas eran ricachonas venidas a menos, y que su pretendiente era un torero de tres al cuarto al que hacía falta dinero para montar una ganadería de toros bravos. Además se enteró también de que era un mujeriego empedernido poco proclive a los compromisos y mucho menos amorosos. Más claro, agua. Pero si creía que se la iba a dar con queso estaba muy equivocado. Leonor tenía dinero para montar seis ganaderías, y le iba a dar una sorpresita a su torero, y a sus queridas amigas también. Cuando él le habló de sus dificultades para llevar a cabo su proyecto de ganadería de toros bravos, ella se mostró solícita y le dijo que no se preocupara, que ella tenía muchos contactos y que pronto tendría su ganadería.
Manolito Tortillas se sintió muy satisfecho con semejante promesa y lo celebró comiendo cinco tapas de tortilla y bebiendo dos botellas de rioja. Mientras se creía que había logrado su propósito, Leonor iba moviendo los hilos necesarios para preparar su venganza. Le contaba que los trámites marchaban viento en popa y al mismo tiempo les propuso a sus amigas que si querían trabajar como relaciones públicas o gerentes de la ganadería a lo que ellas, a pesar de que nunca habían trabajado en su vida, sabedoras de que les hacían falta cuartos, aceptaron en seguida sin dudarlo.
Tres meses después se inauguró la explotación. Manolito Tortillas y las otras tontas vistieron sus mejores galas y se fueron con Leonor al evento. Cuando vieron la granja de cerdos se les cayó el alma a los pies, aquello era de poca categoría para tan ilustres personajes.
-Siento mucho que lo de la ganadería no haya podido salir adelante – les dijo Leonor, con sonrisa burlona -. Pero al menos tendréis en qué entreteneros. Yo me voy al Caribe, que me acabo de acordar que me están esperando.
Y al Caribe se largó, dejando a aquellos imbéciles allí. Que siguieran con los cerdos o no, ya no era problema suyo.







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