Hoy
está lloviendo, lo mismo que llueve en mis ojos.
Yo
no puedo obligar a nadie a nada, ni a que me hablen cuando no quieren
hacerlo, ni a que me comprendan, cuando no quieren escucharme, no
puedo obligar a que me amen.
Intento
evadir mi mente en otras cosas, no pensar en este presente. Ni
siquiera me apetece salir. Estoy como escondida. Sí como cuando
jugaba al escondite.
Así
nombrando ese juego que consistía en que uno se tapaba y contaba a
ciegas mientras el resto se escondía donde buenamente pudiese. Y
debía salir sin ser visto hasta salvarse dando en la maza. No era
muy divertido quedarse contando.
Me
traslado a mis años más jóvenes, más concretamente a los
diecinueve. Sí, mis compañeros y yo, dejamos de jugar al escondite
a una edad tardía.
Con
éste juego ya habíamos disfrutado mucho desde bien niños, pero esa
vez era como si fuese una resistencia a ser mayor, aunque fuésemos
unos cuantos mocosos que ni siquiera se nos podría llamar adultos.
Estábamos
en el campo de fútbol de mi pueblo, la maza, donde contaba el que se
quedaba estaba en la pared de la casa, o del club cultural que había
en la misma finca del Campo de fútbol. Podíamos escondernos por
todos lados, saliendo por los portones principales, estaba la
capilla. Allí tenía un par de sitios, pero como se quedase en la
maza uno que corriese más que tú, ya habrías perdido.
Al
otro lado del campo y separados por un camino, estaba la finca del
Conde del Real Agrado. Un caserón estilo indiano, con su palmera en
la parte trasera.
Una
amiga de aquél entonces y yo optamos por escondernos en la finca del
Conde. Había unas escaleras para ir al otro lado del muro que
estaban puestas a posta para recoger el balón cuando era lanzado con
fuerza a portería e incurrían en un penalti, desplazando el balón a
la “Quinta”. Nosotras aprovecharíamos las mencionadas escaleras
de metal para poder estar en aquella finca, resguardadas tras el
muro. Escuchamos a lo lejos a Alonso que acabó de contar. Mi amiga y
yo estábamos muertas de la risa. Alonso fue descubriendo uno a uno.
Menos a nosotras y a Pedro y Mari que estaban muy cerca uno del otro
y ya se sabe que el roce hace el cariño.
Para
cuando terminó el juego, Pedro y Mari aún no hacían acto de
presencia.Ya se acercaron a eso de las ocho de la tarde, cuando ya
llevábamos dos horas jugando.
Ese
fue nuestro paso a ser mayores y serios. Algunos pasamos el juego
como siempre y otros como Pedro y Mari se hacían novios y ahí
estaba la diferencia entre jugar al escondite siendo niños o jugar
cuando ya eres grandecito que pasa a ser un juego de adultos.
Recordar
cualquier juego de mi niñez... me hacía sentir bien, por lo menos
olvidaba mi presente, tan negro, tan oscuro como el carbón. Ya no
puedo jugar al escondite como entonces, aunque de alguna manera lo
hice hasta hace dos días.
Escondernos,
sí, ocultarnos de las miradas de los demás. Con el tiempo me di
cuenta de que esta clase de juegos siempre hay un perdedor, en ese
caso fuí yo. Que no duermo, apenas como porque después de una
relación de casi un año, me he dado cuenta de que no me ama. He
sido una más. He perdido mi tiempo y ya no soy aquella niña
ingenua, ni estoy tan joven para vivir engañada.
El
reloj de la plaza del ayuntamiento marca las 12 en punto y mi mirada
se detiene en unos niños que felizmente juegan sentados en un banco
con un juego de esos tan modernos. No me pararé a evocar aquellos
tiempos del pasado. Sigo mi ruta, sigo mi vida.
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